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Una historia que contar - Eduardo Martínez Rico - Zenda
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Una historia que contar

Para Jaime Sánchez Simón, que primero me regaló una guía arqueológica de Roma y luego me invitó a visitar la ciudad. Este cuento está escrito antes de ver Roma. El presente texto es ficción y lo único que pretende es realizar una creación literaria. ******* Panteón de Agripa, interior. Roma. Fecha indeterminada. El fondo es...

Para Jaime Sánchez Simón, que primero me regaló una guía arqueológica de Roma y luego me invitó a visitar la ciudad. Este cuento está escrito antes de ver Roma.

El presente texto es ficción y lo único que pretende es realizar una creación literaria.

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Panteón de Agripa, interior. Roma. Fecha indeterminada.

La pantalla ya no muestra una lámina negra. La luz entra por la linterna del techo, extendiéndose lentamente de arriba abajo, ligeramente oblicua, hasta iluminar con su foco, con fuerza, dos figuras. A su alrededor, oscuridad y semioscuridad.

El fondo es ambiguo.

La cúpula cae sobre los dos hombres: uno más alto que el otro, pero más viejo y menos vigoroso, vestido con el blanco y el rojo del Senado. Julio César y Jesús de Nazareth están ahora cara a cara —perfil con perfil desde nuestro ángulo actual—, en un tiempo que se ha cruzado con ellos. Es la primera vez que se ven, y el encuentro no es en absoluto normal, pero ninguno está nervioso. Son hombres acostumbrados a pruebas más extrañas. Además, la alegría les ha llevado el uno al otro.

CÉSAR: Fue largo el camino, galileo. Tus ropas están sucias y huelen a tierra, sudor y mar; tus sandalias ya no distinguen el suelo del aire; tu rostro trae las señales de la batalla.

JESÚS: Juré que no cambiaría mis sandalias hasta que no me las robaran de nuevo, ni vestiría otra cosa que esta tela blanca con la que me envolvieron el último día.

CÉSAR: ¡Pero estás en Roma, y Roma es el principio y el final del mundo! Aquí da la vuelta el tiempo (echa la cabeza ligeramente hacia atrás y hacia la izquierda, como hablando a seres invisibles), y los juramentos los interpreta el poder de Roma. Yo soy el poder de Roma, y tú eres mi invitado. Que traigan una túnica verde para cubrir su cuerpo, y unas sandalias como las que calza el César para que sus plantas sólo sientan el mármol cuando él lo desee.

Dos criados salen de entre las columnas, a ambos lados de los interlocutores, ni rápido ni despacio, diligentes según lo que entiende César la palabra “diligente”: ni rápido ni despacio, dignos. Jesús levanta primero un pie y luego otro, permitiendo que le calcen las sandalias. Contrastan con la suciedad de su piel. Son idénticas a las que lleva César: parecen cómodas, flexibles, aladas, de ningún modo ostentosas. César había apartado la mirada. Su vista se dirige a lo alto, a la linterna, como calculando qué tiempo tendrá esa tarde para el paseo en galera por el Tíber. El sol entra con fuerza en el Panteón. La Linterna potencia el verde de la túnica que acaban de vestir a Jesús.

JESÚS: Aquí tienes tu pueblo, y aquí tienes a tu Rey, César.

La cabeza de Jesús está coronada de espinas.

JESÚS: Yo también tengo criados, César. Me encargaron que te entregara esto.

Jesús se desencaja las espinas y se la entrega a César. César examina la corona, le da vueltas y hace un amago de ponérsela. En el último momento, los dos brazos sobre su cabeza, casi rozando las espinas sus sienes, los ojos cerrados, un segundo, se detiene.

CÉSAR: Sé que eres Rey porque yo también lo soy, y un Rey reconoce a otro con sólo mirarlo, con sólo sentir su respiración. Los dos lo somos sin serlo. Poncio te lo preguntó y tú contestaste: “Mi reino no es de este mundo.” Cualquier verdadero rey hubiera firmado esas palabras. Mi reino tampoco es de este mundo, galileo. Es mucho más grande. Mi corona no es de oro, inmóvil como el plomo, ni tiene piedras preciosas engastadas. Es como la tuya. Pero a las espinas le han brotado hojas de laurel… porque a las espinas siempre les acaba brotando el laurel, y al laurel espinas. Ya lo vas comprendiendo.

César hace un gesto hacia una de las entradas: la mano derecha levantada, la palma hacia arriba. Inmediatamente entra un hombre ataviado ricamente con una túnica color crema, dorados destellos en los pliegues y en el cuero de las sandalias. Lleva un cojín rojo sobre los antebrazos, cuidadoso, como si el terciopelo se le fuera a derramar, y sobre el cojín unos laureles dispuestos atados en cinta, un círculo que no llega a cerrarse.

CÉSAR: Desgraciadamente las hojas de laurel volverán siempre a ser espinas. Es el destino de los más grandes y de los más pequeños. Los grandes lo saben. Los pequeños lo ignoran.

César sonríe, pero es un hombre demasiado triste. La luz del óculo ilumina con su blancor un verde que ya no es verde. El rojo brilla, y a su lado el laurel se vuelve de un tono morado, azulado. Las sombras de los tres hombres se resisten a despegarse de sus figuras. No están exactamente en el centro del Panteón, más templo que nunca, pero la luz del cenit les ha centrado. ¿Qué hora será fuera? Los negros y grises del edificio quedan neutralizados por la luz, negros y grises de mayor intensidad. El bronce que cubre toda la cúpula, como un escudo antiguo, menos antiguo que ellos, es una sombra transparente. Podrían ver el cielo y las estrellas si miraran ahora hacia arriba, hacia los casetones infinitos del Panteón. A César se le escapa otra vez la palabra. Él, tan acostumbrado a callar, tan acostumbrado a respetar su autoridad prepotente, ante el bárbaro no entiende de prudencias ni vergüenzas. Nunca se había sentido tan Julio César como ahora, y no quiere dejar de paladear este placer que ahora se le presenta de forma tan pura.

CÉSAR: Mi corona es ligera, y vale tanto como yo. Alguien la enterrará conmigo, creyendo hacerme un gran honor, o será pisoteada en la calle más ruin de Roma, pensando mancillarme. “Viva César, fundador de la Gran Roma.” “Muera César, vil corruptor de Roma.” La atufarán de incienso o defecarán en ella. Pero siempre dejarán un rastro sus hojas, sus tallos olvidados, que nadie podrá olvidar y que muchos continuarán. Envidiarán la cabeza que sostuvo esa corona, y serán necios, pobres diablos, los que la quieran para sí. Mi corona es la negación de la corona. La tuya es de ésas, aunque nazca del oprobio. La mía también nació del escarnio, pero fueron ellos los que te coronaron a ti. Sin embargo hay una diferencia, judío: César tuvo que construir oprobio y escarnio para lograr este símbolo que, en su verdadera esencia, sólo pueden oler los ciegos.

César hace otro gesto, y el hombre, joven, limpio y escultórico, misterioso como el silencio, desaparece entre dos columnas del Panteón. La luz del óculo, partículas de polvo, parece oro, no lo sigue. César toma los laureles y se los ciñe a Jesús, bastante más bajo que él.

CÉSAR: Ahora son tuyos. No volverán a mi cabeza, pero sabré que tú los tienes, y estaré tranquilo. Son más ligeros que tus espinas, pero clavan tan hondo como ellas. Nada valen, sólo lo que el pueblo ha querido ver en ellos. Dicen que los empecé a utilizar para disimular mi calvicie, pero no soy tan tonto como para pensar que ese verde, o apenas verde, puede ocultar lo evidente. Al fin y al cabo, estoy orgulloso de ser calvo: me he dejado la melena en los puertos más sabrosos del mundo, en los más dulces campos de batalla y en las más hermosas camas de las mil razas.  Y de ahí vienen. El recuerdo de una mujer, ¿qué si no? Ella misma trenzó esas hojas del árbol de su jardín. Fue ella la que me coronó. Al menos no he tenido que matar por ellos.

El silencio de Jesús es tan grave, tan respetuoso y omnipresente, que parece que sólo hay un hombre en el Panteón de Agripa: un anciano monologando.

CÉSAR: Pero qué sabe el pueblo de mujeres. El pueblo quiso ver, al final, poder, en esta corona. Igual ocurrirá con tus espinas. Nacimos de la tierra, que crearon los dioses, y la tierra nos ha coronado con sus frutos, no los hombres. Cuando tú y yo seamos polvo y renazcamos en los cardos y los laureles, en las hiedras que escalan los palacios y las bellotas que comen los cerdos, la eternidad nos recordará sin habernos conocido, y este encuentro no será más que la fantasía de ese hombre escultórico, pasos de cuero, que ha traído la corona a dos reyes sin reino.

JESÚS: La fantasía da a los hombres lo que nunca tuvieron y les construyen puentes hacia Dios.

CÉSAR: Tu voz parece surgir de todas estas columnas, judío. Los romanos sabemos mucho de construir puentes, pero nunca conseguimos hacer uno que llevara a Dios… Quizá por eso estés tú aquí. Tú eres el puente que llevará a los hombres a Dios, y a Roma al Imperio.

Jesús guarda silencio. Sabe que César no le está tentando, que el hombre cuya inteligencia sólo se podía comparar a su falta de prudencia, a ese ardor juvenil que mantenía desde que era de verdad joven, nunca le tentaría. Jesús guarda silencio ante el monólogo. Piensa bajo qué forma imaginó a este hombre, cómo construyó su modelo a través de las noticias dispersas que llegaban a Egipto, a Galilea, a Jerusalén, al pequeño corazón de Nazareth, de aquel hijo de Eneas, dios entre los paganos, terror de los ejércitos extranjeros y amor y envidia de su pueblo, de todos los pueblos por los que se extendía Roma. No, César no le ha citado en el Panteón de Agripa para derrochar su tesoro.

CÉSAR: Ahora tienes que descansar. El hijo de un rey aliado, un rey muerto por la Paz Romana, merece un buen baño. Así te verán todos, y así te respetarán. Y yo te aviso de lo que vas a vivir. Te bañarán las mejores esclavas de Roma, mis mejores esclavas. No temas: son las mujeres más libres y honradas de la República; me sirven a mí porque saben que no hay ni habrá hombre ni señor más justo para ellas. De lo contrario ya me podrían haber matado. Jabones, perfumes y ungüentos, los más puros, venidos del Oriente, de un Oriente que tú sólo conoces en sueños, vendrán a tu piel y te darán un nuevo aspecto. Con delicadeza, pero con autoridad, incluso con dolor, pues en Roma todo se hace de este modo, te arrebatarán esa barba que te identifica con el otro lado del mar, tus cabellos largos y ondulados como el curso del Nilo… Ah, claro, tú no sabes del Nilo, pero también lo has imaginado. Tendrás tiempo a conocerlo conmigo. Y Cleopatra verá en tus ojos las hogueras de sus faraones, Alejandro en paz en su tienda de guerrero, y oirá en tus palabras a los enemigos en dulce charla. Y Roma te odiará, algunos te odiarán, y no habrá prueba mayor del amor que te profesan. No tendrás que esconder tus señales, porque serán ellas las que te harán héroe a sus ojos, hijos de la rebeldía. Nadie sobrevive a la crucifixión de los enemigos de Roma, ni siquiera el hijo de un Rey ficticio, tierras muy lejanas que sólo tú y yo hemos visto. Serás un romano con corazón de extranjero, es decir, un romano con todas las de la ley… Pero después de un tiempo de reflexión, querrás volver a terminar lo que has empezado…

JESÚS: No, César, ya sembré mis semillas; ahora les toca a otros recoger. Sólo cuando esté convertido en cardo, laurel y ceniza, como tú has dicho, César, volveré a mi país. No soy yo el que debe luchar. Las ruedas del carro del tiempo, tus ruedas y las mías, se unirán algún día. Seríamos palos en los radios de esas ruedas. Tú mandaste dos trozos de madera, yo te devolví una cruz y una corona de espinas. Ahora debe correr la leyenda, y que otros vomiten el tesoro que les di. Pero ni tú ni yo debemos vomitarlo. Habrá persecuciones, les dije, moriréis por mí, les dije… Y serán perseguidos, y morirán, porque quieren hacerlo. Ahora deben poner a prueba su fe.

CÉSAR: ¿Su fe?

JESÚS: Tú no la llamas así, pero no te has movido por otra cosa en toda tu vida, César. Mandarás más cruces, mandarás tropas, exterminarás, matarás y perseguirás… No tú, por supuesto. Ni tú ni yo. Tú y yo ya hemos terminado nuestra parte. Vendrán otros. De los tuyos y de los míos, hasta que se confundan y se fundan, y el vértigo que creen será tan grande que ya no sabrán quiénes fuimos ni tú ni yo.

CÉSAR: Ni hará falta. Eso es la gloria.

JESÚS: La pesadilla de un borracho a las puertas del templo de Jerusalén.

César se acerca un paso a Jesús. Puede tocarlo con las manos, pero duda. Aún no le ha dado el abrazo para el que le trajo aquí. Ahora lo hace. No llega a ser un abrazo. Sus manos caen, de los hombros de Jesús, y se deslizan por el aire que rodea los brazos del que llamaron “el Cristo”. “César, hay un judío que habla de Dios, de paz, y de amor entre enemigos. Yo le escuché en Jerusalén, y sólo he visto unos ojos como los suyos, humilde altanería, altanero orgullo, sólo un poder en un cuerpo de cólera reprimida, una comprensión tan terrible hacia todo lo que le rodea…” Y te dijeron, César, que se parecía a ti, tú, el de los mil hijos traidores. Pero el anciano poderoso sabe que no podía ser verdad, que su imaginación no podía ir tan lejos. Por eso estaba él aquí, con él. César toma las manos de Jesús y las aprieta con fuerza.

CÉSAR: Manos manchadas de sangre de mil mundos, Jesús. ¿Las aceptas?

JESÚS: Las mías están también manchadas, y mi sangre arrastra tantas genealogías de odio como piedras fueron necesarias para construir este Panteón. Pero tu sangre está seca, César, y huelen a esos jabones, perfumes y ungüentos de los que me adviertes. Tus manos ya son puras, porque este templo significa la esquina que le faltaba a tu sueño… Mira allí arriba, mira el óculo, el ojo del sol, la linterna que los arquitectos pondrán un día en este recinto sagrado. Mira el bronce, cómo se ha esfumado.

Jesús señala el cielo de la cúpula. El foco de luz se va desplazando lentamente.

JESÚS: Ahora la luz se fija en el último rincón de tu memoria. Ahora estamos de verdad juntos. ¿Y me preguntas si acepto tus manos?  Genealogías de odio han penetrado en estos agujeros, hierro romano y judío, hierro del mundo. Ya se han cerrado, ahora son cicatriz, pero han abandonado su sangre. Por fuera y por dentro estoy cargado de ella. Soy un hombre-carga, y mi carga es la sangre de todos los que lloraron al nacer. Mis manos son sangre, húmeda y viva, y esa sangre se mueve como las galeras de los fenicios, bodegas eternas, en vuestro mar mueven el vino. Al son del oleaje y de la tormenta. Mis manos están envueltas en toda la sangre que ha inundado e inundará mi tierra, la tuya y la que ni tú ni yo sabemos que existe. Son las manos de Moisés, de David, la espada del adulterio y del desierto. Las que recogieron la sangre de Eneas, y sellaron el pacto que fundó Roma. Son las manos del más miserable asesino de Israel, de la criatura más abyecta y nauseabunda, según vuestros códigos, de Roma. ¿Las aceptas?

Los cansados cabellos de César, más blancos que grises, palidecen sobre su frente arrugada, líneas de noche. Las breves ondas de ese cabello cobran un brillo nuevo: no el del cuero de aquel criado-embajador que ya marchó, sino el de las lágrimas que Julio César no puede ya arrojar por los ojos. Sus palmas se retuercen en cientos de puñaladas, ese hierro, y el romano comprende lo que le dice el judío. Entonces las bellotas, el vino, las espinas, el laurel y la yedra… no eran metáforas, no eran símbolos de la gloria y la podredumbre. Tampoco las cicatrices de ese cuerpo, muñecas y pies que no ocultan los pasadizos del clavo, lo que le dará gloria y podredumbre en Roma y en el mundo. Aunque de distinta manera.

Y las manos del rey que no es rey, el emperador que no es emperador, acarician el aire que cubre el cuerpo del bárbaro, desde sus manos hasta sus hombros. Un abrazo suave y fuerte le devuelve toda la historia de Roma, a Este y Oeste del Mediterráneo, y ve a Eneas navegando desde Troya, los hermanos Rómulo y Remo peleándose ya por el pezón de la loba, una guerra eterna en todo el orbe, en torno de una cruz, una estrella, una luna que sale por el Oriente, Egipto aristocrático quemándose en una biblioteca y una reina mentirosa y legendaria, irresistible por mentirosa y legendaria. Hordas del Norte y del Sur, y cien puñaladas, hierro y plata, ¿cien?, en su cuerpo frágil, el que sólo apreció las armaduras por sus adornos mitológicos.

La mirada del César, velada por los mil colores del tiempo, ahora es capaz de ver más lejos que el gran Alejandro, que todos los dioses del Olimpo griego y romano, con todos sus rayos, sus naves cóncavas y sus deseos invulnerables. César es ahora un dios, lo entiende muy bien, mientras llora como lloran los dioses, para dentro y para abajo, hacia la tierra que se los habrá de comer y luego volver a escupir, dioses y hombres. César entiende que ahora ve tan lejos, que ahora es dios, porque ya es hombre.

Y tenía que sentir el pelo graso del oprobio, la barba sucia de millas, oler la pólvora que aún no se ha inventado para matar a los hombres, intuir qué hace el sol cuando desaparece del horizonte para cambiar su maquillaje divino, pasando del estruendo de las espadas al de los sables, el avión y los cañones, otear qué hay al otro lado del Finis Terrae, escuchándolo, como una caracola, un ciclón, en el oído del bárbaro… Tenía que sentir todo esto, entre otros muchos pequeños detalles que engrandecían su grandeza, para saber que había nacido de nuevo.

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Eduardo Martínez Rico

Nació en Madrid en 1976. Se licenció en Filología Hispánica en 1999 por la Universidad Complutense de Madrid, y se doctoró en Filología, por la misma Universidad, en 2002. Es autor de 17 libros publicados, de novela, biografía y ensayo. Entre sus obras se pueden citar las novelas históricas Cid Campeador y Fernando el Católico. El destino del rey, su ensayo La guerra de las galaxias. El mito renovado y su biografía Pedro J. Tinta en las venas. Ha sido profesor del Instituto de Empresa y de la Universidad de Mayores del Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de Madrid (Literatura Española).

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