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Una historia argentina en tiempo real (II) - Zenda
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Una historia argentina en tiempo real (II)

Segunda entrega de los fragmentos que Zenda adelanta de este polémico ensayo político de 1050 páginas, editado por Planeta y aparecido en mayo en la Argentina. *** Nos distanció el arribo a la Casa Rosada del experimento Cambiemos: Alberto estaba enemistado personalmente con Macri y no terminaba de registrar el indignante y peligroso sabotaje destituyente...

Segunda entrega de los fragmentos que Zenda adelanta de este polémico ensayo político de 1050 páginas, editado por Planeta y aparecido en mayo en la Argentina.

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Durante más de siete años nos hablamos cada semana; en ocasiones dos o tres veces, y recuerdo haber mantenido con él múltiples conversaciones de una hora entera. Alberto Fernández era un decodificador perfecto de los actos y gestos incomprensibles que Cristina Kirchner ejecutaba en el sillón de Rivadavia, en las tribunas y en las cadenas nacionales. Él conocía como nadie los secretos y las manías de aquel régimen cerrado, y era un lazarillo insuperable para periodistas hambrientos de saber y entender. Las conversaciones conmigo, sin embargo, corrían más por los laberintos de la cultura política y del sistema de creencias, que por el berenjenal de los temas judiciales o administrativos. Era una voz autorizada en la praxis peronista, y sentía como yo mismo que el movimiento de Perón, con sus dirigentes ricos y erráticos; sus punteros, ñoquis y mafiosos, y sus magnates gremiales, se había desnaturalizado y había sido el responsable principal del gran declive argentino. Alberto creía, en aquel momento, en un peronismo republicano. Lo irónico es que cuando yo desplegaba en mis columnas esas mismas opiniones, algunos “compañeros” y amigos íntimos de Fernández -todos ellos contrarios al kirchnerismo- se enojaban conmigo y me gritaban “gorila”. Alberto, en aquellos tiempos, dejó de ser una fuente para ser un interlocutor ideológico, y nuestras charlas dejaron de ser informativas para ser tertulias teóricas e intelectuales.

Nos distanció el arribo a la Casa Rosada del experimento Cambiemos: Alberto estaba enemistado personalmente con Macri y no terminaba de registrar el indignante y peligroso sabotaje destituyente que los kirchneristas le infligían. Y lo que estaba en juego para el sistema de partidos: si los conspiradores y “resistentes” lograban su meta, y si una vez más un gobierno no peronista naufragaba, el monólogo justicialista sería eterno e invulnerable, y los fanáticos se sentirían habilitados a poner en práctica sus ideas extremas. Luego vi que Fernández confraternizaba con personajes del cristinismo a quienes él aborrecía, y eso enfrió aún más nuestra relación. Llevábamos cerca de tres años sin cruzar palabra cuando la Pasionaria del Calafate lo convirtió en candidato presidencial. Tuve entonces un dilema personal: ¿debía felicitarlo y retomar el contacto? El vínculo había sido estrecho, y yo no quería especular con nada. Decidí que fuera él quien se comunicara, si es que tenía fuerzas e interés verdadero. Los meses pasaron en cámara lenta, y cada tanto, un colega me advertía: “Alberto está dolorido con vos, quiere verte”. Pero no levantaba el teléfono. El 3 de julio lo internaron en el Otamendi, donde había agonizado y muerto Marcial. Y no pude menos que enviarle un mensaje por whatsapp: me preocupaba su salud. La respuesta fue inmediata y cariñosa: “Te aprecio, te valoro y te respeto del mismo modo que siempre lo hice -me escribió-. Que ocasionalmente no pensemos igual no nos hace menos valiosos”. Mi estado de ánimo era muy sensible en aquellos días. Mi madre empeoraba en la residencia de la calle Guevara y Alberto Fernández (justo él) había resucitado a Cristina y a su ejército de militantes bolivarianos. ¿Podría perdonarle a Macri que nos entregara a esos talibanes; podría perdonarle alguna vez a Alberto que los devolviera al poder? Cuando todo acabe, le dije a Verónica, quizá ya no pueda escribir una columna más, ni podamos seguir viviendo en la Argentina. Todo olía a cala, todo era alarmante y crepuscular.

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El domingo Alberto Fernández me escribió para invitarme a almorzar al día siguiente. Era el primer lunes de su gestión, y había una cierta improvisación controlada en el vestíbulo de Balcarce 50. La recepcionista me miró de arriba a bajo, con desconfianza, y me preguntó tres veces a quién iba a ver y quién me había citado. Después de algunos cabildeos en la Privada de la Presidencia, alguien me vino a buscar para conducirme por escaleras y pasillos a las antesalas del primer piso, donde nueve empleados y asesores me echaban ojeadas suspicaces e interrogativas. Luego de un tiempo prudencial, una asistente me explicó que el nuevo mandatario muchas veces manejaba su agenda personalmente, sin avisar a nadie, y que por eso no sabían qué hacer conmigo. Me franqueó el paso a ambientes internos, me acomodó en un pequeño salón y me pidió que esperara otro poco. Rápidamente, un camarero puso un mantel sobre una mesa redonda y desplegó la vajilla. Yo me entretuve recordando la reunión que había mantenido semanas antes con Fernán Saguier, el subdirector del diario La Nación, el editor que me había acompañado durante quince años en las distintas aventuras narrativas del periódico y que alguna vez, no sin cierta osadía, me había confiado la columna de los domingos. “Me siento muy cansado, Fernán, y me doy cuenta de que el pozo se secó -le anuncié en su oficina de Vicente López-. Durante años traté de refutar el discurso de una ideología dominante que ahora regresa recargada. Y que, a pesar de su modalidad diferenciada y sus matices actuales, constituye el mismo régimen. Es, a lo sumo, un nuevo viejo régimen, con su corpus dialéctico intacto. ¿De qué voy a escribir? Siento que voy a repetirme y a cansar a los lectores. Quizá deba dejar la columna y escribir sobre otras cosas. La vida está llena de temas interesantes”.

Saguier dijo entonces que me entendía, pero también que yo debía pensarlo un poco más. Mi madre había muerto y el kirchnerismo regresaba con los mismos nombres, la misma mitología, los mismos relatos, los mismos trucos y las mismas trampas. Mientras no tuviera resuelta la economía, podía en principio manejarse incluso con una cierta prudencia, pero tarde o temprano se sacaría la máscara e hincaría el diente, y mientras tanto limaría las instituciones desde adentro día tras día: así se pierden las democracias en esta era de los neopopulismos. Además, en mi cabeza, el libro por entregas que yo había estado escribiendo en tiempo real, se había terminado. ¿Por qué seguir adelante? ¿Con qué razonamientos nuevos, con qué fuerzas?

Alberto Fernández apareció por fin en escena y me dio un abrazo: yo estaba más calvo y él estaba más grueso. Había leído, durante nuestro distanciamiento, las novelas de Remil. Y en un segundo parecía, en efecto, el mismo Alberto de siempre, aunque yo sabía que había cruzado fronteras secretas y que había jugado desaprensivamente con los frascos de veneno, pensando de manera omnipotente que él sería un antídoto: la sangre no llegaría al río, no había nada que temer. Primero me habló de los vencimientos de la deuda, luego de las causas judiciales y al final de su relación personal con Cristina Kirchner. Todo lo tenía muy pensado y parecía tan optimista como Mauricio Macri en sus primeras semanas. Le expliqué que haber vuelto a estudiar historia política durante cinco años y haberle dado una batalla cultural al peronismo me había parecido un apasionante desafío intelectual, y vi que le brillaban los ojos. También le conté que hacía unos días, ante un auditorio repleto, me habían preguntado quién era en verdad el nuevo presidente. “Yo les conté que vos eras un peronista porteño, y que eso quería decir solamente una cosa. Que yo había cantando la marcha peronista más veces que vos”. Se rio sin desmentirme. Y a continuación quise establecer las reglas de juego: “Hice todo lo posible para que el anterior gobierno terminara su mandato constitucional, y voy a hacer lo mismo con el tuyo si estás en peligro, como lo estuvo Macri. Pero te voy a criticar desde el republicanismo popular, y voy a intentar que vos y el peronismo vengan al sistema republicano y no sean arrastrados al antisistema, porque eso me parecería una tragedia de grandes proporciones”. Las cartas sobre la mesa. También le agregué un punto: “Si tu gobierno intenta meterse en las escuelas y hacer una pedagogía de adoctrinamiento, voy contra ustedes con todo lo que tenga”. Alberto me paró en seco: yo tampoco creo en eso, mi ministro de educación no tiene esa orden, me dijo. “Quiero de verdad terminar con la grieta”, me juró mostrándome las palmas de sus manos.

Pidió dulce de batata con queso e hicimos una larga sobremesa como si ambos fuéramos los de antes, aun cuando eso también era una gran mentira. Nos despedimos con otro abrazo y un agente me acompañó hasta la puerta de Balcarce (…)

Como Perón, sabía decirle a cada quien lo que éste quería escuchar, y podía hipnotizar a sus interlocutores. Cuando salí a la calle me encontré en Plaza de Mayo con cuarenta personas que le gritaban insultos y que reclamaban ser recibidos de inmediato. Por los carteles, supe que se trataba de familiares de presos comunes en huelga de hambre y que protestaban por las lamentables condiciones de los presidios. Me extrañó mucho que los canales de noticias del kirchnerismo no estuvieran transmitiendo en vivo, como hacían durante los cuatro años de Cambiemos. Estos canales tenían la orden de cubrir cualquier problema callejero -por nimio que fuera-, para amplificarlo y dar la sensación permanente de que vivíamos en un país convulso. Pero en los últimos días habían quitado a sus periodistas de la calle y querían transmitir la idea de que ya los argentinos no sufríamos, y que con el peronismo habían retornado la paz y la felicidad a los barrios y a los pueblos. Pronto tendrían que enseñar a tejer crochet para llenar de contenido el aire de las tardes. Cuando giré para buscar un taxi, vi el móvil de uno de ellos, el más virulento y militante. El camión de exteriores estaba estacionado contra el sector de la explanada, y los aguerridos movileros de la indignación kirchnerista descansaban a la sombra de la bucólica siesta -las cámaras apagadas, los micrófonos enfundados-, mientras la noticia gritaba y se extinguía en la plaza.

Descarté el taxi y vagué un rato por Plaza de Mayo y entré en Los argonautas a revisar el sector de los ensayos y las novelas policiales. Aquella librería de saldos estaba íntimamente unida a mi vida de lector, al descubrimiento temprano del periodismo y la política, y resulta que ahora anunciaba con letras grandes una desgracia: liquidaba todo a mitad de precio y bajaba la persiana para siempre. Altos costos y pobres ventas. También aquella noble librería en inminente retiro era el fin de algo. No recuerdo exactamente qué compré ese día, solo sé que Verónica me llamó al celular y le conté someramente cómo había resultado aquel reencuentro. De pie entre libros polvorientos y ávidos lectores de trajes gastados, le dije con fatiga: “En este largo viaje, siento que fui contra el kirchnerismo, y que por el camino me encontré con la Argentina”. Y pregunté antes de cortar: ¿por qué seguir escribiendo la columna de los domingos? Ella vaciló unos segundos, y al final me respondió como si siguiéramos en Pére-Lachaise: “Porque no estamos solos”.

***

EPÍLOGO

CASA TOMADA

“Yo soñé ese cuento. Fue una pesadilla. Algo amenazante me desplazaba poco a poco a lo largo de las habitaciones hasta echarme a la calle. Y en ese momento me desperté”.

Julio Cortázar

Felipe Sapag era el Perón de la Patagonia. Un caudillo astuto e irresistible con una épica federal, dos hijos desaparecidos y un feudo inexpugnable: nadie podía derrotar nunca al Movimiento Popular Neuquino, porque utilizando las regalías gasíferas y petrolíferas había construido un sistema estatal y cerrado de partido único. Todos dependían directa o indirectamente de la administración pública, desde los kiosqueros hasta los pocos empresarios privados, y el viejo zorro, que conocía cada rincón de la provincia y se sabía de memoria los nombres de los vecinos de algunos de los pueblos más lejanos, dominaba con su cara de bonachón toda la vida pública. Alguna vez, otro de sus hijos me mostró el Alto Valle, puso una mano en mi hombro y me dijo: “Para que entiendas Neuquén, Jorge. Nosotros hicimos todo; pusimos desde los alambrados hasta los jueces”.

Durante una larga gira por el norte del feudo, Sapag se detuvo en una ciudad de pocos habitantes, entró en un local partidario y se sentó a una mesa: una larga fila de paisanos lo esperaba para conversar con él y pedirle favores. Recuerdo especialmente a una mujer que se reía y a quien el caudillo le dijo: “El año pasado le dimos plata para una dentadura nueva, doña Josefina. Y veo que no se la ha comprado”. La mujer, ahora muy seria, le respondió: “Es que el hijo perdió el trabajo, don Felipe”. Sapag se rascó la nunca. “Entiendo -repuso-. Y usted usó esa plata para sostener a su hijo. Déjeme el nombre así vemos si podemos conseguirle algún conchabo”. Luego Sapag levantó un dedo: “Le vamos a dar otra vez el dinero para la dentadura, doña Josefina, pero quiero que cuando yo vuelva el año próximo le brillen los dientes”. La mujer le besó las manos.

He mantenido un afecto histórico por aquel legendario dirigente sin par y por aquellas comunidades llenas de personas interesantes y buenas, pero salí de esa valiosa experiencia patagónica con la conciencia del atraso que implicaba el pobrismo, las secuelas sociales y culturales del caciquismo mesiánico, lo corrosiva que resultaba la “mentalidad de empleado público”, las desgracias de un Estado que lo ocupaba todo y que condicionaba o combatía las iniciativas privadas, y sobre todo, la desgracia de un sistema dinástico amañado por el cual era imposible la alternancia. Este modelo autoritario ha cundido en muchas otras provincias, devastó de hecho Santa Cruz y permanece en la mente de la arquitecta egipcia: pretende ahora que el conurbano bonaerense adopte y cristalice esos mismos métodos. Y que Máximo reparta dentaduras, y que los menesterosos, agradecidos y dependientes, le besen las manos.

Una vez más: es curioso cómo el kirchnerismo resulta hoy una antología perfecta de las estaciones ideológicas donde alguna vez estuve y de donde me retiré con dolor luego de palpar en forma directa sus terribles errores y de estudiar largamente sus narraciones y mentiras. Fui un admirador consecuente y acomplejado de la generación de los 70 y un despreciador de las ideologías europeístas y de los valores de la clase media vernácula, un nacionalista de izquierda, un revisionista histórico y un peronista de feudo, y de hecho un ultragarantista: hasta escribí a los 25 años (como ghost writter) un ensayo acerca de la delincuencia juvenil bajo esos fatales influjos zaffaronianos. El Frankenstein kirchnerista se encuentra formado precisamente por esos restos disímiles pero unificados, y por lo tanto, cada uno de sus actos e intenciones me resuenan en el corazón y en el cerebro. La razón profunda de este libro, que reúne materiales de los últimos diez años y que reseña mi relación personal con ese fenómeno y mis aprendizajes y evoluciones, consiste en dejar testimonio del programa kirchnerista completo. Un programa a medias velado que se cumple paso a paso, porque tiene retrasos y desviaciones imprevistas, y que nadie sabe a ciencia cierta si logrará completarse acabadamente; veremos si la sociedad activa lo permite. Ese programa busca instalar una hegemonía blindada e irreversible. Mientras nosotros dormimos, una facción trabaja para ese objetivo más o menos evidente o disimulado, con su praxis militante, su literatura política y su argumentario psicopático. Busca afanosamente llegar al punto de quiebre para instaurar una nación feudal. Es por eso que quienes creemos en un país republicano, donde una parte no someta a la otra y donde el sistema democrático habilite la convivencia alternada de las dos Argentinas, sentimos que la amenaza es seria.

Esa amenaza me recuerda a Casa tomada, que los escritores de izquierda intentaron convertir en una alegoría sobre el horror que le provocaba a la oligarquía el avance del peronismo. “Después de escribir ese cuento, Cortázar emigró a París porque los bombos peronistas no le permitían escuchar a Bela Bartók”, aseveraban aviesamente. El autor de Rayuela soñó aquella pesadilla y escribió esa mañana y de una sentada el relato famoso, y nunca pudo desmentir que su inconsciente le haya dictado una metáfora política, aunque él siempre la consideró una mera pieza del género fantástico. Los dos hermanos que protagonizan ese cuento no son oligarcas, sino que están creados a imagen y semejanza de la pequeña burguesía ilustrada a la que pertenecía el propio autor. Vivían del alquiler de un campo y en una casa grande, pero no tenían empleados domésticos ni grandes recursos. Fuerzas fantasmagóricas van tomando partes de la casa, y ellos se ven obligados a retroceder hasta la calle. La pequeña historia, resignificada hoy desde la política, puede leerse en otra clave: la casa es efectivamente la patria, pero quienes avanzan son ávidas fuerzas de ocupación facciosa, que se van quedando con los organismos del Estado, las cajas, los juzgados, las escuelas, la historia, la cultura y el sentido común. Quienes retroceden no les hacen frente y terminan marchándose para siempre con lo puesto, arrojando las llaves a una alcantarilla y regalando el hogar.

Ahora muchos de nosotros, inclusive los que emigraron o emigrarán, aprendimos que no vamos a arrojar las llaves, que no van a poder expulsarnos tan fácilmente de nuestra casa. Paradójicamente, después de tantos miedos y desdichas, hoy nos sentimos más argentinos que nunca.

Epílogo del ensayo político “Una historia argentina en tiempo real. Apuntes sobre la colonización populista y la resistencia republicana”.

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Jorge Fernández Díaz

Jorge Fernández Díaz es escritor y periodista. Durante más de treinta años fue alternativamente cronista policial, periodista de investigación, analista político, jefe de redacción de diarios y director de revistas. Actualmente es uno de los principales columnistas políticos del diario La Nación. Publicó, entre otros libros, El dilema de los próceres, Mamá, Fernández, Corazones desatados, La segunda vida de las flores, La logia de Cádiz, La hermandad del honor, Alguien quiere ver muerto a Emilio Malbrán y Las mujeres más solas del mundo y El puñal. Recibió la Medalla de la Hispanidad, que le otorgó el gobierno español y la comunidad española en la Argentina; el Konex de platino como el mejor redactor de la década; el premio Atlántida con el que los editores de Cataluña celebraron su labor a favor de los libros, y la Medalla del Bicentenario por su obra periodística y literaria. En 2012 fue condecorado por el rey de España con la Cruz de la Orden Isabel la Católica. Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras. @fernandezdiazok

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Santiago DG
Santiago DG
5 meses hace

El autor del libro afirma “Apuesto todas mis camisetas de San Lorenzo “… ¿ Quién es el loco, señores?

Alberto Delgado
Alberto Delgado
5 meses hace

No parece que el Sr González pueda explicar en su libro el fenómeno Milei que no es mas que la expresión de un pueblo agobiado y empobrecido. A propósito en esta entrevista no hacen mención a la llamativa repercusión internacional de Milei. Tal vez gran parte del planeta está loco? Gracias y cordiales saludos desde Buenos Aires!

Juan Gallego
Juan Gallego
5 meses hace

En el primer párrafo hay un error, la mención de que por los muchos bienes que habíamos recibido, nos había llenados de argentinos es incorrecta: en realidad nos lleno de peronistas. A partir de allí todo se entiende. Un montón de aseveraciones sin demasiado argumento. No sólo este autor, muchos periodistas con corazón peronista, tratan por todos los medios que a este «loco» que solo lleva seis meses y al resto de argentinos nos vaya mal. Ellos, muy cercanos a Podemos y compañía, solo desean que el poder absoluto este en sus manos, para beneficiarse de manera personal a costa del Estado y no abrir la boca cuando roban a manos llenas y muchas veces en complicidad con empresarios o gobiernos a quienes les facilitan pingües negocios. A titulo de ejemplo privatizaciones y nacionalizaciones con participación de contratantes de España, Iberia, trenes chatarra etc. Por favor no nos ayuden, y recuerden que desde el infierno no se pasa directamente al cielo. Estamos transitando el purgatorio y de esto no nos salva ni el Papa peronista que nos envió

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