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Por una falda de plátanos - Zenda
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Por una falda de plátanos

Como sucede con los viajes que requieren del plazo de una vida entera, el punto de partida es muy lejano. Madrid, 1972, 1973 quizás. En aquella época, mis padres acababan de mudarse desde el barrio céntrico y bullicioso donde había transcurrido mi infancia —también la de ellos, y la de mis abuelos paternos—, a una...

Como sucede con los viajes que requieren del plazo de una vida entera, el punto de partida es muy lejano.

Madrid, 1972, 1973 quizás. En aquella época, mis padres acababan de mudarse desde el barrio céntrico y bullicioso donde había transcurrido mi infancia —también la de ellos, y la de mis abuelos paternos—, a una zona residencial con pretensiones. El Parque de las Avenidas, muy cerca del aeropuerto, muy lejos de la Glorieta de Bilbao —que para mí siempre ha sido, y será, el centro de Madrid—, era una isla de torres de ladrillo rojo, con zonas ajardinadas, aparcamientos y anchas aceras, que había brotado aproximadamente en el centro de la nada para colmar las expectativas de las capas adineradas, pero tampoco tanto, de la clase media madrileña de la década de los 70. Nunca me gustó aquel barrio, pero en el momento que hoy quiero recordar, yo sólo tenía doce, trece años, y ninguna autoridad sobre mi destino.

Empecé a adquirirla justo aquella tarde, 1972, 1973 quizás, en la cocina donde mi madre me dejaba ayudarla, encomendándome trabajos sencillos, como pelar los huevos duros, picarlos, trocear verduras, o darle vueltas a un sofrito con una cuchara de madera. Ella era una gran cocinera y yo he procurado seguir sus pasos. Siempre me ha gustado cocinar —hoy sigue siendo una de mis habilidades, de mis placeres principales— y me gustan las cocinas, pero la pregunta que desencadenó aquella escena no tuvo nada que ver con los condimentos, los ingredientes o los tiempos de cocción. Tampoco recuerdo el plato que estábamos preparando.

"Siempre me ha inquietado la gente que colecciona hijos, esas personas o parejas que adoptan niños como quienes compran libros por metros para llenar las estanterías del salón, aunque su generosidad parezca admirable."

Desde que tengo memoria, mi madre compraba todas las semanas una revista llamada ¡Hola!, que ya entonces constituía una venerable institución de la vida española. Hito fundacional de lo que después se ha venido llamando “prensa del corazón”, el ¡Hola! de aquella época era una publicación mucho más aristocrática y exclusiva que en la actualidad. En sus páginas de papel couché sólo tenían cabida las testas coronadas que acertaban a sublimar con una considerable dosis de glamour la azulada frialdad de su sangre —la Reina de Inglaterra, la entonces Princesa Sofía, Grace Kelly, Farah Diba, y otros fenómenos por el estilo—, las estrellas de Hollywood, y una estricta selección de cantantes, toreros y actores nacionales que a menudo destacaban más por su elegancia personal, o sus no menos personales contactos con la nobleza, que por la calidad de su trabajo. Pero, de vez en cuando, se colaba entre sus páginas una mujer misteriosa.

A mí me llamaba mucho la atención aquella anciana repintada, tan mayor pero tan adicta a una extraña, arbitraria versión de la coquetería, que se maquillaba con mucho esmero, trazándose muy bien las cejas con un lápiz oscuro mientras posaba con un chandal usado, la cabeza envuelta en un turbante de felpa. Vivía, y en consecuencia, posaba, en la campiña francesa, en una granja bastante destartalada cuyo deterioro no requería más explicación que el número de sus hijos. Porque esta extraña mujer tenía un montón de hijos adoptivos —diecisiete, creo recordar, aunque quizás fueran más—, de todas las edades, razas, estaturas y aspectos que puedan imaginarse. Eso ya me producía mucha inquietud. Siempre me ha inquietado la gente que colecciona hijos, esas personas o parejas que adoptan niños como quienes compran libros por metros para llenar las estanterías del salón, aunque su generosidad parezca admirable. En este caso, resultaba, además, sorprendente. La mujer del turbante y el chándal, con las cejas pintadas sobre el borde de sus gafas de sol, no parecía rica. Nada en ella revelaba la solvencia económica imprescindible para sacar adelante a semejante prole. Y ni siquiera eso era lo más raro. Lo raro rarísimo, pero raro de verdad, era un retrato muy antiguo, en blanco y negro, que solía ocupar una de las esquinas del reportaje.

"Aún así, su piel mullida, lustrosa, brillaba como un glaseado de chocolate líquido, y la belleza de su cuerpo se veía realzada por la gracia de una falda, más bien un taparrabos, fabricada con plátanos."

La modelo era mulata y monísima, jovencísima también. El pelo cortado a lo garçon, bien embadurnado con la brillantina que le permitía dibujar una caracola sobre su frente, aparecía desnuda de cintura para arriba, aunque la dirección de la revista, no faltaba más, había censurado sus pezones colocando sobre ellos dos grandes estrellas opacas. Aún así, su piel mullida, lustrosa, brillaba como un glaseado de chocolate líquido, y la belleza de su cuerpo se veía realzada por la gracia de una falda, más bien un taparrabos, fabricada con plátanos.

Yo la miraba y la miraba, la volvía a mirar y no entendía nada. Ni qué pintaba en el ¡Hola! aquella anciana pintarrajeada y tan poco glamurosa, ni qué pintaba a su lado aquella otra mulata joven y desnuda, ni por qué, asumiendo que irremediablemente eran la misma mujer, tenían que aparecer siempre juntas. Y eso fue lo que le pregunté a mi madre aquella tarde, mientras cocinábamos.

—¿Quién, Josephine Baker? —ella lo pronunciaba como se debía, o sea, Yosefin Béiquer, y no como mi tía Camila, que leía con mucha más gracia, en español, Josefina Báquer—. Pues claro que sale, porque es muy famosa. Bueno, ahora ya no, pero antes… ¡Uf! Famosísima, era.

—¿Y qué hacía?

—Pues cantar y bailar… Era una artista de variedades, de cabaret —y entonces, sin dejar de amasar, o de remover, o de zarandear una cazuela, dijo algo más-. Tu abuela la vio actuar.

Mi madre nunca fue consciente de lo que esas palabras significaron para mí. Nadie que no hubiera nacido en España, en 1960, y no se hubiera educado en un colegio religioso sólo para niñas, según los criterios morales de la política educativa del nacionalcatolicismo, habría podido entenderlo. Porque lo que yo sentí en ese instante, fue que me había quedado sin suelo debajo de los pies. Por eso, antes incluso de procesar lo que acababa de oír, intenté desmentir a mis propios oídos.

—¿Qué abuela? —pregunté, porque aquello era imposible.

—¿Pues qué abuela va a ser? —mi madre me miró como si no me entendiera—. Mi madre.

—¿Tu madre? —era tan imposible que tampoco podía entender la tranquilidad con la que la mía había enunciado aquel arcano-. ¿Pero cómo…? ¿Y dónde la vio, a ver?

—¡Pues donde la iba a ver! Aquí.

—¿Aquí? –pero eso era aún más imposible—. Aquí… ¿dónde?

—Aquí, en Madrid.

—En Madrid… —y lo peor era que podía llegar a ser mucho más imposible todavía-. ¿Y en qué sitio?

—¡Pues en un teatro! ¿Dónde quieres que la viera? —y al completar aquel sortilegio inconcebible, mi madre dejó por fin de remover o de amasar, apartó la cazuela del fuego o cerró el grifo, y se me quedó mirando con una expresión de extrañeza que no logró competir con la mía, más profunda, compacta, casi absoluta—. Pero, bueno, ¿y a ti qué te pasa?

—Nada… —la miré y no fui capaz de explicarle lo que me había pasado, porque en aquel momento no lo entendía ni yo—. Nada, es que… Me parece raro.

Era mucho más que raro, y desde luego, una rareza de magnitud incomparablemente superior a la que pudieran llegar a sumar juntas todas las fotos que Josephine Baker se hubiera hecho en su vida. Que mi abuela Paca, una señora decente, católica, apostólica y romana en la teoría de la única lógica a la que yo podía aspirar, hubiera ido con su marido, mi abuelo Manuel, militar de carrera, a ver bailar a una mujer desnuda en un teatro, era tan inverosímil para mí como un marciano de piel verde y ojos amarillos, con dos trompetas en lugar de orejas. Y hasta más. ¿Cómo iba a creerme yo eso, si había nacido en Madrid en 1960, si estaba haciendo el bachiller elemental en el colegio de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, si veía las zarzuelas y las obras de teatro que daba Televisión Española, si había aprendido por ósmosis, al mismo tiempo que a respirar, que los espectadores de los teatros donde bailaban mujeres desnudas eran forzosamente franceses, como los cabarets y los teatros de variedades en general?

Puede parecer frívolo, pero la imagen de mis dos abuelos, jóvenes y confiados, viendo bailar a Josephine Baker en un teatro de Madrid, aplaudiéndola, y yéndose tranquilamente a su casa después, fue la punta del iceberg, el cabo del ovillo, una imagen certera y luminosa que tardé muchos años en desentrañar. Ahora, al otro lado del camino, he logrado descifrar aquella misteriosa sensación de ingravidez, el miedo y la sorpresa de estar pisando el aire, que sentí aquella tarde mientras mis pies hollaban las baldosas de la cocina de mi madre. Porque aquella anécdota trivial, intranscendente en apariencia, acababa de enseñarme dos cosas fundamentales. La primera, que el progreso no es una línea recta. La segunda, en qué clase de país me había tocado vivir.

Hasta aquel momento, todo había estado muy claro. Yo era más joven que mi madre, y mi abuela, la más vieja de todas. Por tanto, yo debería ser la más moderna de las tres, mi abuela, la más antigua, y mi madre, ocupar un peldaño de modernidad intermedio. Y sin embargo, a partir de una escena tan inocente, tan pecaminosa al mismo tiempo, como una mujer desnuda bailando sobre un escenario, en aquel instante empecé a sospechar que las cosas no habían sido así, y nunca volvieron a salirme las cuentas. Ahora sé que el principal reto que afronta mi generación consiste en llegar a ser tan modernos como fueron nuestros abuelos. No lo tenemos fácil.

Pero tampoco era una simple cuestión de aritmética. A los doce, los trece años, alcancé ya a vislumbrar la gravedad de otras perspectivas. Porque había algo terrible, y profundamente injusto, en que yo no pudiera creer que la auténtica vida de mi abuela hubiera sido su vida verdadera. La inverosimilitud de aquella escena la convertía en una desconocida, una mujer incomprensible para mí, que era su nieta, la hija de su hija. Aquella distorsión iba más allá de lo misterioso, de lo extravagante, para convertirse en una maldad, y algo peor, semejante a un delito.

"Mi abuela había muerto, pero yo me dedicaría a reconstruir los hilos que el poder había cortado de un tajo, a reparar como fuera unos vínculos que nadie debería haberse atrevido a destruir."

Cuando logré elaborar mínimamente aquella noticia, lo que sentí fue que me habían robado a mi abuela, que me habían robado su vida, su historia, que entre todos, Franco y sus ministros de Educación, las monjas de mi colegio y los programadores de la televisión, los responsables directos, y los indirectos, del polvo que flotaba en el aire del país donde había nacido, donde había crecido, donde seguía respirando cenizas desde que me levantaba hasta que me acostaba, habían decidido arrancármela, apoderarse de ella, separarla para siempre de mí. Y ya entonces, decidí que no se lo iba a consentir. Mi abuela había muerto, pero yo me dedicaría a reconstruir los hilos que el poder había cortado de un tajo, a reparar como fuera unos vínculos que nadie debería haberse atrevido a destruir. Porque mi abuela era mía. Su historia, su memoria, me pertenecían a mí, a nadie más. Y no iba a permitir más interferencias.

Desde entonces, 1972, 1973 quizás, la memoria ha sido uno de los aspectos claves de mi vida. Y, por supuesto, de mi literatura.

 

En 2007 publiqué una novela titulada El corazón helado que pasa revista a la Historia de España en el siglo XX, a través de la historia con minúscula de dos familias españolas, a lo largo de tres generaciones. El punto de vista del libro viene determinado por su narrador, Álvaro Carrión, un español nacido en 1965, que forma parte, por tanto, de la generación de los nietos de quienes lucharon en la guerra civil. Al escribirla, yo pretendí ofrecer precisamente eso, la versión de los nietos, la mirada sobre el pasado de los hombres y las mujeres de mi generación, que sentimos el peso de la vida y la muerte de nuestros abuelos con mucha más intensidad que sus propios hijos.

El corazón helado

El corazón helado

El protagonista de la novela es un físico de partículas que da clase en la facultad de Físicas de la Universidad Autónoma de Madrid, un hombre corriente, razonablemente satisfecho con su vida, que asiste al derrumbamiento de su mundo, tal y como él lo ha conocido siempre, tras la muerte de su padre, cuando una serie de coincidencias accidentales, inocentes en apariencia, le permiten descubrir que nada, ni sus padres, ni sus abuelos, ni su familia, ni el papel que había creído jugar en ella, son en realidad lo que él había creído que eran.

Cuando Álvaro empezó la carrera, en la primera mitad de los felices 80, un profesor llamado José Ignacio Carmona y destinado a convertirse en su maestro, le recibió con un extraño discurso: “Este país, como todos ustedes saben, tuvo una vez una oportunidad. La tuvo y se la robaron. Entonces no se exiliaron sólo los poetas, no crean, se exiliaron también los científicos, los físicos, los químicos, los biólogos, los médicos, los matemáticos… ¿Y qué? Ha pasado mucho tiempo, me dirán, y tendrán razón, pero todos llevamos aún el polvo de la dictadura en los zapatos, ustedes también, aunque no lo sepan. Más tiempo hace falta para que florezcan los desiertos y, por desgracia para todos, la ciencia no se recupera tan deprisa como la literatura. Por eso prefiero que sepan esto ahora, para que luego no me digan que no les advertí lo difícil que es ser físico en España”.

En 2005, Álvaro le pregunta al profesor Carmona si sigue soltándole el mismo discurso a los de primero, y él le contesta que sí, pero que ahora ninguno se ríe de él, y muchos, incluso, le aplauden al final. Eso está bien, opina Álvaro, quiere decir que son más listos que nosotros. No, no son más listos, le responde Carmona, lo que pasa es que están más lejos. La óptica es una ciencia paradójica, ya sabes.

Los españoles de mi generación sabemos mucho de las paradojas de la óptica. Por eso, no es tan extraño que siendo los más cosmopolitas, los más políglotas, los más viajeros, los menos acomplejados y, sobre todo, los únicos españoles que han vivido sin miedo en muchos, muchos años, miremos tanto hacia el pasado.

Nos ha llevado toda la vida aprender que allí se puede ver el futuro.

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Almudena Grandes

Nacida en Madrid, en 1960, se dio a conocer en 1989 con Las edades de Lulú, XI Premio La Sonrisa Vertical. Desde entonces el aplauso de los lectores y de la crítica no ha dejado de acompañarla. Sus novelasTe llamaré Viernes, Malena es un nombre de tango, Atlas de geografía humana, Los aires difíciles, Castillos de cartón y El corazón helado, junto con los volúmenes de cuentos Modelos de mujer y Estaciones de paso, la han convertido en uno de los nombres más consolidados y de mayor proyección internacional de la literatura española contemporánea. Varias de sus obras han sido llevadas al cine, y han merecido, entre otros, el Premio de la Fundación Lara, el Premio de los Libreros de Madrid y el de los de Sevilla, el Rapallo Carige y el Prix Méditerranée. En 2010 publicó Inés y la alegría (Premio de la Crítica de Madrid, el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz), primer título de la serie Episodios de una Guerra Interminable, a la que siguieron El lector de Julio Verne (2012), Las tres bodas de Manolita (2014) y Los besos en el pan (2015).

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