Si me preguntaran cuál es la canción más hermosa del mundo, ahora mismo, contestaría que “El rescate”, de mi querido y admirado Enrique Bunbury. Hace un mes, qué sé yo, igual hubiera optado por “Heroes”, de David Bowie; hace una semana, por “Bright Horses”, de Nick Cave. Las respuestas a esta cuestión son mercúreas, mutantes, movedizas. Parafraseando a Ortega, la canción más hermosa del mundo es la canción más hermosa del mundo… y las circunstancias del oyente.
“El rescate” es la tercera pieza de El viaje a ninguna parte (2004), el último disco de estudio de Bunbury con su banda de entonces, El Huracán Ambulante. He leído que fue escrita en Cajamarca (Perú) y que tomó como referencia la historia del frustrado rescate de Atahualpa. Tendría sentido. La rola empieza con este verso: “Desde la plaza de armas de un lugar cualquiera”; en la Plaza de Armas de Cajamarca, el último soberano inca fue ejecutado.
La directora del Instituto Cervantes de Albuquerque, Silvia Grijalba, me cuenta que “El rescate” es “la balada perfecta, con una melodía clásica y una letra que rompe ese aire casi canónico y te revuelve el corazón”. Y añade: “Encoge el plexo solar”. Yo suscribo. El tema secuestra desde el primer riff. La interpretación de Bunbury es elegante, sangrienta y, en ocasiones, desesperada. Me recuerda —esto es hipersubjetivo, conste— a Bob Dylan, cantando en carne viva y llorando su divorcio, durante The Rolling Thunder Revue, “It Ain’t Me, Babe”. El avance sonoro, sencillo en el arranque y explosivo en los estribillos, con esa conjunción instrumental perfecta de vientos, violín, órgano y guitarra, es espectacular. Y la letra sacude, desarma, atrapa y arropa: “No hay dinero ni castillos, / ni avales ni talonarios, / no hay en este mundo, / aunque parezca absurdo, / ni en planetas por descubrir / lo que aquí te pido. / Y no te obligo a nada que no quieras. / Las fuerzas me fallan, / mis piernas no responden, / te conocen, pero no llegan a ti”.
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¿Cuán hermosa es “El rescate”? ¿Se puede testar, pesar o medir la belleza de una canción? Poco tiene que ver con la carga vírica, con los niveles de dióxido de carbono o con el colesterol alto. Para mí, esta obrita de 4 minutos y 23 segundos supura duende, aje, “ese no sé qué —en palabras del propio Bunbury—que es lo único que importa”. Ahora bien, esta conexión trascendente entre el sujeto oyente y el objeto musical se puede convertir en un problema opiáceo porque, como escribe Karl Ove Knausgård, “implica una especie de esperanza”: “La belleza, es decir, ese filtro literario por el que se ve el mundo, proporciona esperanza a la desesperación, valor a lo que no tiene valor, sentido a lo que no tiene sentido. Indefectiblemente es así. La soledad descrita de un modo hermoso eleva el alma hasta las grandes alturas. Y entonces ya no es verdad, porque la soledad no es hermosa, la desesperación no es hermosa, ni siquiera la añoranza es hermosa”.
Entonces, ¿hay que prescindir del arte como cuidado paliativo y convertirse en un talibán positivista? Echemos gaseosa sobre tanto tremendismo. Vuelvo a Knausgård. El escritor noruego también señala que la belleza no es verdad, pero es buena porque consuela, y se pregunta: “¿Acaso reside en ello parte de la justificación de la literatura?”. Ese interrogante, evidentemente, se puede extender a la pintura, al cine y a la música. No invento la rueda al afirmar que la vida, esa aleación más o menos duradera de caricias y de hostias, de aciertos y de errores, de certezas y desengaños, se digiere mejor con las mentiras artísticas que alivian. Y “El rescate”, de Enrique Bunbury, es un magnífico ejemplo de ello. Viva lo sublime.
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