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Un verano con Homero, de Sylvain Tesson - Zenda
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Un verano con Homero, de Sylvain Tesson

¿Cómo explicar que un relato de dos mil quinientos años resuene hoy con un brillo nuevo? ¿Por qué estos versos de inmortal juventud siguen iluminando el enigma de nuestro futuro? El autor de Un verano con Homero, Sylvain Tesson, nos lleva a las islas Cícladas, a orillas del mar Egeo, donde nacieron los personajes de...

¿Cómo explicar que un relato de dos mil quinientos años resuene hoy con un brillo nuevo? ¿Por qué estos versos de inmortal juventud siguen iluminando el enigma de nuestro futuro? El autor de Un verano con Homero, Sylvain Tesson, nos lleva a las islas Cícladas, a orillas del mar Egeo, donde nacieron los personajes de la Ilíada y la Odisea, y nos invita a apagar los ordenadores y los teléfonos móviles para volver a Homero. La fuerza, el destino, la guerra, la importancia de la naturaleza son temas antiguos de extraordinaria actualidad. Este libro es un viaje y una invitación a zambullirse en el Mediterráneo. Y también a releer los clásicos.

Sylvain Tesson (París, 1972) es un escritor aventurero, presidente de la Guilde Européenne du Raid, recibió el Goncourt de Novela Corta 2009, con La vida simple (Alfaguara, 2013) ganó el Premio Médicis de Ensayo 2011, y con Berézina (Aguilar, 2016), el Premio des Hussards 2015.

Zenda publica un fragmento de Un verano con Homero que publica la editorial Taurus.

La Ilíada

Poema del destino

LA OSCURIDAD DE LOS ORÍGENES

A pesar de las consideraciones de ciertos poetas, la guerra de Troya ocurrió.

La Ilíada nos acoge de golpe, Homero no se anda con rodeos. El lector no se precipita desde las murallas de Troya, sino directamente en el décimo año de la tempestad. Abrir Homero es recibir la bofetada de los temporales y las batallas. Sorprendemos a los griegos en plena asamblea, celebrando un consejo, aunque nada sabemos sobre las causas de la discordia. Homero es a la literatura lo que un aqueo a la guerra: corta en carne viva. El tema de la Ilíada es Aquiles, su cólera y las catástrofes que provoca.

Así lo muestra la invocación de los primeros versos:

Canta, diosa, la cólera aciaga de Aquiles Pelida,
que a los hombres de Acaya causó innumerables desgracias
y dio al Hades innúmeras almas de intrépidos héroes
cuyos cuerpos de presa sirvieron a perros y pájaros de los cielos.
                                                                                 Ilíada, I, 1-5

Para conocer las causas de la guerra habrá que esperar unos cantos o trasladarse a otro lugar: explorar otras tradiciones literarias. No cabe duda de que los griegos del siglo VIII, cuando oían al aedo dar inicio a su poema, conocían muy bien las diferencias que tuvieron troyanos y aqueos cuatro siglos antes.

Pero nosotros, lectores, ¿qué sabemos nosotros? ¡Han pasado más de veinte siglos y el viejo antagonismo entre los hombres de Príamo y los súbditos de Agamenón no nos resulta familiar! Más adelante, en el poema, al azar de un verso, Aquiles dirá:

¿Por qué los argivos movieron
guerra contra los teucros? ¿Por qué trajo aquí a tantas huestes
el Atrida? ¿Fue por la de hermosos cabellos, Helena?
Ilíada, IX, 341-343

Luego, una vez revelada esta breve explicación —donde los argivos son los griegos y los teucros, los troyanos—, se retira a su tienda y deja que sus compañeros vayan cayendo a manos de los troyanos. Y eso es todo cuanto Homero consiente en decirnos sobre los orígenes del conflicto.

Sin embargo, para entender el desencadenante de la guerra hay que remontarse a antes de la existencia de Helena. Los responsables fueron los dioses. Siguiendo la voluntad de Zeus, la diosa Tetis se casó en el monte Pelión con un mortal: Peleo.

A la boda acude Eris, diosa malvada, campeona de la discordia. Le propone al joven pastor Paris que es- coja a la más bella de las divinidades. Puede elegir entra Atenea, diosa de la victoria; Hera, encarnación de la soberanía; y Afrodita, reina de la voluptuosidad. Tal como hubiesen hecho la mayoría de los hombres, el muchacho escoge a Afrodita. Como recompensa, obtiene a Helena, la más resplandeciente de las mortales, que para entonces era la prometida de Menelao, rey de Lacedemonia y hermano de Agamenón. La guerra está servida.

Para el griego antiguo, la belleza del cuerpo es ese «sublime don» baudelairiano, manifestación de la superioridad y expresión de la inteligencia. Sin embargo, la belleza puede resultar fatal, y la de Helena, hija de Zeus y de Leda, está envenenada. Los aqueos no pueden soportar que la mujer de uno de sus reyes le sea arrebatada por un troyano. Helena se convierte en la llama que enciende la guerra.

Estas referencias provienen de fuentes griegas y latinas posteriores al poema homérico. Jean-Pierre Vernant las estudió para dárnoslas a conocer.

PRELUDIOS Y APERTURAS

Los primeros cantos de la Ilíada están destinados a la exposición, tal como en una sonata se dice de la «exposición del motivo». El cielo de los humanos se ve cubierto por nubes y más nubes. Hace nueve años que los aqueos —Homero también llama así a los griegos— llegaron a orillas troyanas y se apostaron ante la ciudad del rey Príamo. Los soldados están agotados. La unidad aquea se basa en la autoridad de Agamenón, que se empieza a desmoronar porque el deseo de acabar va siendo más fuerte que el ardor guerrero.

El tiempo crispa los nervios de los que luchan. Agamenón comete un error: le arrebata a Aquiles su prometida, Briseida, una joven cautiva que pertenecía al guerrero como parte del botín. ¡Qué atrevimiento, el viejo jefe! Aquiles, el de los pies ligeros, el héroe rubio y guapo, rey de los mirmidones, Aquiles, el amado de Zeus, es el mejor de los guerreros. Humillado, se refugia en su tienda para rumiar su rencor, y no participará en la carga con sus amigos. Esa será la primera muestra de la cólera de Aquiles: un enojo por asuntos de honor.

Más adelante, volverá a tomar las armas para vengar a Patroclo, su amigo muerto en combate. Y entonces la cólera se convertirá en una furia inextinguible, titánica; pero, paciencia, todavía no hemos llegado al meollo.

Homero describe las fuerzas presentes en el campo de batalla, una larga letanía de los pueblos alzados en armas que forman la coalición aquea. Descubrimos así una insospechada geografía de islas y de mares lejanos donde reinan príncipes desconocidos y señores olvidados. ¿Quién se acuerda de los hombres? ¿Acaso existieron? El poema se convierte en una extraña enumeración.

A los beocios mandaban, a más de Penéleo y de Leito,
Arcesílao, Protoenor y Clonio. Ellos todos vivían
en los campos de Hiria, en Aulida la pétrea, en Esqueno,
en Escolo y en la montañosa Eteono, en Tespía,
Grea y en Micaleso la vasta; los que residían
en los campos de Harma, en Ilesio y Eritras, y aquellos
que en Eleón habitaban, en Hila, Peteón y Ocalea,
los que habían vivido en Medeón, la ciudad bien labrada,
los de Copas, Etreusis y Tisbe, la rica en palomas,
quienes en Coronea y la fértil Haliarto vivían,
en Platea y Glisante, los que poseían la hermosa
bien labrada ciudad de Hipotebas, los del sacro Onquesto,
el magnífico bosque que fue a Posidón consagrado,
y los de Arne de ubérrimas vides y los de Midea,
los de Nisa divina y los de la Antedón fronteriza.
Ilíada, II, 494-508

La lista podría continuar durante largos minutos. ¿Por qué se entretiene Homero con este juego? Por la gloria de un universo mosaico. Al griego antiguo, la universalidad y la unidad del mundo le trae al pairo. Nada de lo griego se tiene por global. Los hombres y los lugares brillan con inmensa diversidad, tornasolados y compuestos de partes infinitamente singulares, distintas las unas de las otras, y afortunadamente hostiles las unas con las otras, tal como preconizaba Lévi- Strauss, pues conviene salvaguardarse de cualquier forma de uniformización.

Entre los griegos homéricos no existe el «hombre» tal como lo forjó la Ilustración. Aquí, cada cual tiene su rostro, su uniforme, su descendencia y su rey. El «catálogo de las naves» traza una realidad fiera, espléndida, inasequible, de la que solo la descripción —y nunca el análisis— puede dar cuenta. Es un vitral que carece de sentido. Conformémonos con nombrar sus facetas.

LOS DIOSES JUEGAN A LOS DADOS

Así pues, Helena ha sido raptada por Paris y la tienen retenida tras las murallas de Troya. El enfrentamiento es inevitable.

Los hombres tratan de evitar el choque de las masas y organizan un duelo entre los dos interesados, el amante y el marido: Paris, que secuestró a la hermosa Helena, y Menelao, el esposo engañado. Pero quedan los dioses, sentados en el Olimpo, desde donde manipulan a los hombres como si jugasen a los dados. Temen que los pueblos logren evitar el conflicto y deciden echar más leña al fuego…

Zeus trama estrategias complicadas. Tiene que satisfacer a Hera, humillada por Paris y deseosa de la derrota troyana. Tiene que satisfacer a Tetis, que lo socorrió en tiempos inmemoriales y cuyo hijo, Aquiles, contrariado por Agamenón, ansía la victoria de los troyanos. En cuanto a Atenea, apoya a los aqueos. Y Apolo se pone del lado de los troyanos.

Total, que Zeus juega con dos barajas. Los dioses siempre han destacado por manejar a nuestra costa los hilos de ese «gran juego» que es el mundo visto como un tablero de ajedrez, lo que los rusos del siglo XIX, a la hora de referirse a maniobras politicomilitares, llamaban «la vorágine de las sombras». Hoy, los complicados tejemanejes de Zeus tienen su equivalente en Oriente Próximo, donde las potencias mundiales colocan sus peones sobre un tablero como quien planta velas sobre la tapa de un barril de pólvora. Zeus ansía la guerra de los hombres para lograr la paz del Olimpo.

Y Homero usa los primeros cantos del poema para asestarnos esta gran verdad (que volverá a aparecer en el poema): reinar sobre los humanos es más sencillo si ellos mismos se desgarran. El trono de los dioses se erige sobre nuestros escombros.

Los dioses rompen el pacto de los hombres. Zeus envía a un agente de su comando de choque, en la figura de Atenea, para reavivar la guerra:

—Al momento ve al campo en que están los troyanos y aqueos
y haz tú que a los altivos aqueos los teucros ofendan,
que ellos violen así los primeros lo que se juraron.
Ilíada, IV, 70-72

Comienza la batalla. Los siguientes cantos son de ruido y de furia. Sturm und Drang: tormenta y pasión, habrían dicho los románticos alemanes. Tormenta entre los hombres, pasión en el Olimpo. Sin embargo, a Homero todavía le queda un cuadro que pintar: la despedida entre Héctor y Andrómaca. El guerrero se desprende de los brazos de su mujer y ha de encajar el célebre y remoto dilema: ¿hay que sacrificar la felicidad de una vida mesurada en el altar de la gloria?

Ten piedad de nosotros y quédate aquí en esta torre;
no me dejes sin padre a tu hijo y viuda a tu esposa.
Llévate hasta la Higuera a las tropas, que es más accesible
la ciudad desde allí, y es posible escalar las murallas.
Ilíada, VI, 431-434

Héctor no prestará oídos a la súplica, pues

el destino no puede evitar ningún hombre nacido
y para ello no importa que sea cobarde o valiente.
Ilíada, VI, 488-489

De este modo, se precipitará hacia lo inevitable en el resplandor de su armadura, reflejo de las glorias venideras.

DEL LADO BUENO DEL MURO

Ha llegado pues la hora de la guerra. Los aqueos construyen un muro defensivo. El poema teje la dialéctica del sitiador y el sitiado. Hasta entonces, los griegos llevaban la iniciativa de la ofensiva y los troyanos resistían ocultos, al amparo de sus murallas. Aquellos vienen del mar, estos viven en la opulencia. Unos invaden, otros se protegen. El mensaje de Homero para los tiempos presentes es: la civilización se da cuando uno tiene todo que perder; la barbarie, cuando uno tiene todo que ganar. Deberíamos acordarnos de Homero cada mañana al leer el periódico.

Se alza el muro. Las tornas se vuelven y no queda mucho para que los conquistadores se conviertan en sitiados. Es entonces cuando el lector descubre con qué cinismo los dioses disponen del futuro de los hombres. Zeus le dice a Posidón:

Pero en cuanto los hombres aqueos de largos cabellos
a su patria feliz en sus cóncavas naves regresen,
ese muro derriba y arrójalo entero en el ponto
y enarena otra vez esta playa anchurosa de forma
que del gran muro aqueo no quede ni rastro siquiera.
Ilíada, VII, 459-463

Estos versos evocan la imagen de los templos ciclópeos sepultados bajo la vegetación. Pienso en Angkor o en las ciudades incas. Estamos lejos del levantamiento de tierra aquea ahogada por Posidón, pero se trata de la misma fatalidad: gloriosas construcciones que desaparecen barridas por el viento y cubiertas por zarzas o por arena, es decir, llevadas por el embate del tiempo.

Todo pasa, sobre todo el ser humano. Y todo sitiador puede convertirse en sitiado. ¡El secreto de la vida reside en saber en qué lado del muro situarse!

Se suceden los cantos. La suerte tan pronto favorece a unos como a otros. El péndulo del destino barre la llanura como el de un reloj. Una oscilación fatal.

Zeus va alternando sus favores y preferencias entre unos y otros según sus humores e intereses. Entre el tumulto, por encima de los vapores de la sangre, una magnífica imagen de campo de batalla sobrevuela la desgracia y nos recuerda que la muerte siempre se ve superada por la belleza:

Así, tan alentados, pasaron entera la noche
en el campo, y ardieron entonces hogueras innúmeras.
Al igual que en el cielo los astros en torno a la luna
resplandecen radiantes los días que el viento no sopla
y altas nubes se ven y se ven promontorios muy altos
y los valles, y el éter nos muestra desnudas de velos
las estrellas, y su corazón al pastor se le alegra,
ante el Janto y las naves brillaban los fuegos que habían
encendido delante de Troya los hombres troyanos.
                                                      Ilíada, VIII, 553-561

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Autor: Sylvain Tesson. Traductor: Robert Juan-Cantavella. TítuloUn verano con Homero. Editorial: Taurus. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

 

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