No es un trayecto largo, aunque sí incierto. Desde que el coche abandona la ronda de circunvalación de Burdeos para incorporarse a la estrecha carretera que toma la dirección de Bergerac, apenas damos con señales que certifiquen que nos vamos aproximando adecuadamente a nuestro destino. Sólo se extiende ante nuestros ojos una recta línea de asfalto que se hunde en la campiña francesa y atraviesa viñedos y terrenos donde aún resisten, impertérritos, marchitos palacios cuyos muros acaso custodien el recuerdo de una gloria improbable. Se llega al desvío que conduce hasta las puertas de Saint-Émilion y el sentido común, o el miedo a alejarse demasiado del terreno conocido, aconseja seguirlo hasta dar con algún lugareño hospitalario que tenga a bien reorientarnos, pero la precaución nos parece excesiva y optamos por seguir adelante. Tras un par de vueltas y revueltas motivadas por una inoportuna relajación del GPS, acabamos dando con las primeras casas de Castillon-la-Bataille y sólo al superarlas obtenemos la primera recompensa a nuestro tibio afán aventurero. Ahí a la derecha, un gran cartel indica que sólo unos kilómetros después, a mano izquierda, nos aguarda el final del viaje.
El pueblo está tan silencioso y tan desierto que tal parece que, en vez de viéndolo y pisándolo, lo estuviéramos soñando. Hay una pequeña serrería a su entrada, un coqueto negocio de hospedaje y algunas casas en cuyos corrales cantan las ocas. También un pabellón de hechuras más o menos contemporáneas presidido por una inscripción, Foyer Laïque Rural, de la que deduzco que se trata de una especie de punto de encuentro para los trabajadores del campo.
Nos espera una nueva indicación, allá al fondo, que orienta nuestros pasos hacia un pequeño camino de tierra en cuya margen izquierda se levanta lo que parece una antigua casa de guardeses. Tampoco aquí hay nadie. Aguardamos unos segundos antes de empujar la puerta que da acceso a la planta baja. Casi al instante, y sin duda alertada por el ruido, se asoma una mujer joven a la puerta del piso superior. «Voulez-vous visiter la tour?», pregunta. Luego, tras atender a nuestro callado asentimiento, añade: «La visite commence à onze heures; vous pouvez m’attendre à la porte de la tour ou just au pied du château.» Mientras habla, señala hacia el camino y nos invita a continuar por él atravesando una frondosa plantación de cedros. A medida que avanzamos, nuestros ojos comienzan a intuir tras el ramaje los contornos de una pared curva de piedra. Una rara mezcla de emoción y algarabía nos pellizca el espíritu. Es algo lógico: no todos los días se visita el lugar donde nació un género literario. Corría el año 1477 cuando Ramón Eyquem, un comerciante de Burdeos que se había enriquecido gracias al vino, los salazones y el pastel de hígado de ganso, adquirió por la cantidad de novecientos francos el señorío de Montaigne, una importante porción de territorio en la comarca perigordina que incluía un soberbio castillo levantado en el siglo XIV y que supondría, a partir de entonces, el símbolo más visible de la grandeza que gracias a la transacción alcanzaba su linaje. A lo largo de las centurias que siguieron, el edificio sufrió diversas modificaciones —algunas muy severas, como la que hubo que acometer cuando en 1885 un incendio destruyó la mayor parte de su fábrica—, aunque se mantuvo intacto el pequeño torreón que, en su ángulo más meridional, cumplió originalmente funciones defensivas y constituye hoy el único vestigio de la construcción primigenia. Fue precisamente esa parte del château la que eligió el bisnieto de Ramón Eyquem para retirarse a escribir la gran obra que incorporó su nombre a los anaqueles de la posteridad.
En los aposentos de la mansión familiar vino al mundo Michel de Montaigne el 28 de febrero de 1533. Su padre, Pierre Eyquem, quiso que tuviera una educación, cuando menos, peculiar. Cuando era apenas un recién nacido, lo envió con una pareja de campesinos que vivía en una aldea de sus dominios para que conociera las dificultades de la vida humilde. Unos pocos años después, lo trajo de vuelta a este palacio y prohibió que familiares y sirvientes se dirigieran al niño en francés.
Sólo nosotros nos hemos acercado a visitar la torre en esta gélida mañana de diciembre. No hay más viajeros ni se ven por los alrededores turistas despistados. Nuestra joven cicerone —que sólo habla francés, pese a que nos comenta que su abuelo era andaluz y su abuela aragonesa— resopla y se frota las manos y quizá maldiga en silencio a estos dos españoles que la obligan a salir de casa con la que está cayendo. Hay que atravesar un mínimo zaguán cuya barbacana da fe de las viejas precauciones bélicas. «Quiero que me vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin estudio ni artificio. Porque me pinto a mí mismo. Mis defectos se leerán al natural, mis imperfecciones y mi forma genuina en la medida que la reverencia pública me lo ha permitido». Son las palabras que Montaigne escribió en el pórtico a sus Ensayos y que vienen a la cabeza ahora que, al fin, vamos a penetrar en sus dominios más privados. En la planta baja, a la derecha según se adentra uno en sus oscuridades, está la capilla donde cumplía con sus obligaciones litúrgicas. En una época dominada por las guerras de religión, él era católico en una comarca de mayoría protestante. Su vocación de moderador y sus veleidades pacifistas le llevaron a recibir la eucaristía aquí mismo, de manera casi clandestina, sin molestar ni sembrar la semilla del odio en su propia tierra. Es una estancia circular cuya pared se recubre con hornacinas pintadas siguiendo la técnica del trampantojo. Otro fresco, sobre el altar, data del siglo XVI y muestra a San Miguel matando al dragón. Durante mucho tiempo estuvo oculto tras otra pintura mural, del XIX, que representaba la misma escena. Una oportuna restauración permitió que, hace unos pocos años, se rescatara la imagen original. Cómo contemplar esta estampa sin pensar en la famosa sentencia —«En verdad, y no temo confesarlo, me sería fácil, en caso de necesidad, poner una vela a San Miguel y otra a su dragón»— que se encuentra en el discurso sobre lo útil y lo honesto con el que abrió el tercer libro de su obra magna.
También escribió que él tenía la suerte de dormir sobre las estrellas. Tampoco en esto mentía. Sobre la bóveda celeste que adorna la cúpula del minúsculo oratorio instaló su alcoba. Una habitación amplia, austera, que comunica con otra más pequeña que empleaba como guardarropa. La guía, que es sumamente amable y habla muy despacio para facilitar nuestra comprensión, explica que la cama con dosel que vemos no es la misma en la que dormía Montaigne —ésta se fabricó en el siglo XIX—, pero sí ocupa el mismo lugar en el que se encontraba aquélla. A sus pies se abre una mínima oquedad cuyo término hemos podido atisbar unos minutos antes, aún en la planta inferior. Se trata de un túnel acústico que Montaigne hizo perforar para que sus continuas dolencias —sufrió toda su vida de cálculos renales— no le impidiesen satisfacer sus necesidades espirituales: gracias a este ingenio podía escuchar desde el lecho las palabras del sacerdote que oficiaba en la capilla del piso de abajo. No es la única peculiaridad.
Pero seguimos en la torre porque aún hemos de culminar el último tramo de nuestra ascensión, que es el más importante. Cuidando de no resbalar ni incurrir en tropezones inoportunos por los peldaños estrechos e irregulares que configuran su endiablada escalera de caracol, dejamos a un lado la pequeña letrina donde nuestro hombre aliviaba sus necesidades fisiológicas y terminamos desembocando en el verdadero sancta sanctorum. «En casa, me aparto un poco más a menudo a mi biblioteca, desde donde, con toda facilidad, dirijo la administración doméstica. Estoy a la entrada y veo debajo de mí mi huerto, mi corral, mi patio, y dentro de la mayoría de las partes de mi casa. Ahí, hojeo ahora un libro, luego otro, sin orden ni plan, a retazos. A veces pienso, a veces registro y dicto mientras me paseo, mis desvaríos, que tenéis delante. La biblioteca se encuentra en la tercera planta de una torre […]. En el pasado era el lugar más inútil de la casa. Paso ahí la mayor parte de los días de mi vida, y la mayor parte de las horas del día». Imposible resistirse al escalofrío. Nos encontramos en un espacio que se reveló clave para la construcción de la cultura y el pensamiento occidentales. En este escritorio se fue cocinando un libro a cuyas páginas su autor no dio al principio demasiada trascendencia —él mismo se lo advierte al lector en el breve preámbulo: «El único fin que me he propuesto con él es doméstico y privado. No he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria. Lo he dedicado al interés particular de mis parientes y amigos, para que, una vez me hayan perdido (cosa que les sucederá pronto), puedan reencontrar algunos rasgos de mis costumbres e inclinaciones, y para que así alimenten, más entero y más vivo, el conocimiento que han tenido de mí»—, pero que terminaron delimitando los contornos de un nuevo género que resultaría crucial para el porvenir de las letras impresas y plantaría la simiente de la Ilustración. Montaigne no se limitó a esbozar las características básicas del ensayo. Lo inventó y casi puede decirse que, al igual que harían Cervantes y Shakespeare con la novela y el teatro, lo llevó hasta sus últimas consecuencias. A lo largo de más de un millar de páginas, aplicó su conocimiento profundo de los clásicos a los avatares de su tiempo y se incorporó él mismo a una gozosa tradición de pensadores para dejar una huella indeleble en los siglos que vendrían. Hay en su inagotable libro teoría política, apuntes memorialísticos, glosas literarias, divagaciones sobre usos y costumbres sociales y hasta lo que bien pudo haber constituido un volumen aparte, la «Apología de Ramón Sibiuda». Todo ello convierte los Ensayos en un instrumento irrenunciable para la reflexión, el deleite y el aprendizaje. Lo dijo muy bien Francisco de Quevedo: «Un libro tan grande que quien por leerle dejara de leer a Séneca o Plutarco leerá a Plutarco y Séneca».
Todo sucedió aquí, en esta estancia circular —«Su forma es redonda, y sólo es lisa en la parte que se requiere para mi mesa y mi silla; y me ofrece en una sola mirada, al curvarse, todos mis libros, ordenados sobre pupitres en cinco estantes alrededor. Tiene tres vistas con una perspectiva rica y libre, y el hueco mide dieciséis pasos de diámetro»— cuya chimenea tapió él mismo para evitar que una chispa inoportuna pusiera en peligro su arsenal bibliófilo.
La guía guarda un respetuoso silencio mientras nosotros caminamos embelesados por la sala, sumidos en la ficción de que respiramos el mismo aire que inhaló aquél que involuntariamente confirió a estos parajes tan bellos como inhóspitos toda su grandeza. Nos preguntamos si nuestros pasos seguirán los mismos derroteros que seguían los de Montaigne cuando cavilaba entre estas paredes mientras dictaba sus pensamientos al secretario que, obediente, permanecía en el escritorio —«Todo lugar de retiro requiere un paseo cubierto. Mis pensamientos duermen si los mantengo en reposo. Mi espíritu no avanza tanto solo como si las piernas lo mueven»—, y lamentamos que los recelos familiares impidiesen que llegara a nuestros días esa biblioteca que constó de más de mil volúmenes y que él había dispuesto en la pared curva que se enfrenta a la mesa de trabajo. Es un episodio que conviene contar para refrescar el recuerdo de Marie de Gournay, discípula tan de la predilección de Montaigne que casi llegó a ser su hija adoptiva y que fue una pionera del feminismo —escribió un libro sobre la igualdad entre hombres y mujeres en pleno siglo XVII— en un tiempo en el que el propio concepto de feminismo resultaba inaprehensible.
Llevamos una hora deambulando por la torre y toca regresar a la crudeza del invierno. Mientras avanzamos por el camino de tierra en dirección a la vieja casa de los guardeses, la guía nos explica que su marido está al cuidado de los viñedos que pueblan los alrededores del castillo y nos invita a probar el vino que elaboran allí mismo. Apenas llegan viajeros en esta época del año, según cuenta, y hemos sido afortunados, porque no todos los días se permiten visitas. Unos minutos después, el pueblo nos despide tan en silencio como nos recibió. Sólo el medallón que preside la lápida colocada junto a la torre de la iglesia parece sonreír al ver cómo se alejan, aún conmocionados, esos dos extranjeros que han dedicado una mañana a trasladarse hasta aquí para rendir, a su manera, el homenaje que merece la inmensa gesta que hace cinco siglos, desde este lugar recóndito, regaló a la humanidad un tal Montaigne.
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