Toda la vida había querido decir “siga a ese taxi” y aquella noche lo consiguió. Hay días en los que se junta todo. Por la mañana había logrado otro de esos hitos sin los que no pensaba morirse: que el camarero del bar al que veía con más frecuencia que a su propia madre pasase de preguntar “qué va a ser hoy, caballero” a servirle directamente al verlo entrar. Como si el barman supiera mejor que uno mismo de qué está el día y el ánimo. Porque un buen camarero sabe más de todo, incluso de lo nuestro que nosotros mismos. Un camarero es un confesor laico con el que no se han cambiado más de tres frases en los últimos años sencillamente porque no es necesario. Él ya lo ha deducido todo.
En España sólo hay un limpiabotas, que es Rafael Álvarez, el Brujo, el de Juncal. “¡Búfalo de mi alma! A Búfalo lo pintó Murillo, en cambio este nuestro del Milford parecía sacado de un cuadro de Madrazo unos cuantos siglos después. Decía Ramón que los limpiabotas eran peluqueros para los pies y que los madrileños se limpiaban mucho los zapatos por tener con quien hablar. Si bien al Milford se iba con los zapatos limpios, el limpiabotas era el oráculo de aquel lugar; iba de una mesa a la otra leyendo el futuro al lustrar el cuero de los pies.
Así se entiende que un taburete en el Milford era mejor que tener una butaca a tu nombre en un teatro, una cuenta con varios ceros en alguna sucursal suiza o un palco en el Bernabéu. En el Milford ya saben lo que bebemos y desde ayer no preguntan al entrar.
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