Aquella noche mágica en el Gran Rex donde el Sinatra del flamenco fraseaba con su particular estilo un tema mítico de Yupanqui, la gente ovacionó especialmente una palabra: libertad. Diego El Cigala grababa allí mismo su disco de tango y música argentina, y el público era transversal y variopinto. Cuando Diego dejó caer los famosos versos —“Yo tengo tantos hermanos que no los puedo contar, y una novia muy hermosa que se llama libertad”—, el teatro entero se vino abajo. Este articulista, que entonces intentaba escribir una crónica sobre aquel mestizaje musical, se preguntó qué sucedería si al salir les formularan una breve encuesta a los tres mil asistentes: ¿qué significa para usted esa palabra? Probablemente algunos declararían que seguía siendo un testimonio contra las viejas dictaduras de la derecha militar o un desafío contra el imperialismo; otros dirían que se trataba de una declaración cifrada contra la opresiva radicalización del kirchnerismo (era 2010), y quizá nos encontraríamos a continuación con diversas aspiraciones existenciales de la vida privada. Me volvió a asaltar esa misma duda al repasar estos días una imagen repetida hasta el infinito en las redes: la estrella política del momento ingresaba en una zona urbana de clase media acomodada, en un barrio venido a menos o directamente en los suburbios pobres del barro, y jóvenes o veteranos se le acercaban para tocarlo y para sacarse una selfie. Hay un video en particular donde se ven chicas de un colegio secundario en éxtasis, como si Javier Milei fuera Mick Jagger. La consigna que lo lleva en andas atraviesa todas las edades y todos los segmentos ciudadanos: “¡Viva la libertad, carajo!”. Es un grito de guerra, pero sobre todo es el nuevo significante vacío —como diría Ernesto Laclau— que cada uno puede llenar a su manera: hay cien formas de libertad, y cada una se acomoda plásticamente a cada cual. Para las víctimas de la delincuencia, la libertad significa poder salir de casa y regresar con vida; para los empleados y los empleadores, se traduce en suprimir impuestos que los ahorcan y recuperar poder adquisitivo; para muchos significa la posibilidad de comprar dólares y defenderse así de la devastadora inflación; para adolescentes apolíticos implica rebelarse contra las reglas que les imponen la realidad adulta o el absurdo fanatismo de lo políticamente correcto. La libertad no debe buscarse entonces en la Escuela Austríaca y no es, más que para una élite, un concepto económico o ideológico, sino una pulsión vasta, emocional, popular y anárquica. Si se quiere, una nueva apelación emancipadora pero ya no colectiva sino individualista, que responde mejor a una sociedad atomizada que dejó en minoría al proletariado unido, a las organizaciones sociales e incluso a los marcos identitarios de la religión o la familia tradicional. La libertad es relativa y es, ante todo, una reconocida utopía humana de todos los tiempos.
Quienes intentaban criticar al peronismo se encontraban antiguamente con que sus militantes clausuraban toda discusión al decir que era un sentimiento. También el anhelo de una libertad personal es un bello sentimiento que no puede ser refutado, sobre todo después de un modelo intrusivo y asfixiante de (mala) planificación que resultó en los hechos comprobados una hecatombe. Pero es que Milei ha persuadido además a sus cuantiosos votantes de que son pobres o desdichados porque no son libres. Y que ellos encarnan el verdadero pueblo, vampirizado por el Estado y tiranizado por la agenda woke, y que para romper los grilletes y alcanzar la felicidad deben hacer bowling con su verdugo: la casta. Esta libertad desaforada del libertario entra por momentos en cortocircuitos con la noción jurídica, que regla el sistema de convivencia precisamente a través de determinados (ay) límites. Y también, secreta y paradójicamente, con el concepto que pretende combatir: donde hay una necesidad hay un derecho. “Mi necesidad individual me da derecho —parece vociferar el nuevo sujeto histórico del nuevo capitalismo—. Y la clase política no me permite ejercerlo con plenitud”. Este Espartaco argento está rompiendo las ataduras y sacudiendo el yugo, y todo aquel que ponga reparos a esa acción vindicativa caerá por lo tanto en la máxima de Voltaire: “Es difícil liberar a los necios de las cadenas que veneran”.
La reaparición, en labios mileístas, de las palabras “pueblo” y “enemigo” son sintomáticas; el señalamiento de la “partidocracia” como la culpable de todo, alude al truco populista de modular una sola explicación simplista, cohesionar con ella a la grey y buscar un chivo expiatorio. También esa pretensión utópica, que es la libertad absoluta, y que cada uno moldea a su gusto y necesidad, se inscribe en una sociedad adolescéntrica. Este novedoso concepto fue traído al ágora por Agustín Laje, el más brillante intelectual de La Libertad Avanza. Ese joven cientista político, que explica como pocos “la nueva derecha”, ya se había destacado por “La batalla cultural”, un fascinante y controversial ensayo contra la hegemonía progre de última generación, cargada toda ella de exageraciones, cancelaciones y contradictorios sesgos despóticos. Laje vuelve ahora, en plena campaña electoral, con Generación idiota: Una crítica al adolescentrismo. En este libro explica que la premodernidad consagraba como sujeto central y determinante al anciano y sabio de la tribu, la modernidad y sus diversas revoluciones (científicas y políticas) entronizaba al adulto, y esta posmodernidad coloca al adolescente como paradigma de época. Los niños adoptan prematuramente actitudes adolescentes y los adultos y mayores intentan estacionarse simbólicamente también en esa fase etaria predominante, donde la cultura circula mayormente por las redes sociales: “El adulto está viviendo un proceso de regresión adolescéntrico, está desesperado porque no pase el tiempo —afirma Laje—. Porque cuando pasa el tiempo no es que adquiere experiencia valorada, sino que simplemente se desactualiza. Por lo tanto, hay que regresar continuamente a la adolescencia, haciendo un bailecito por TikTok, buscando likes”. Al fenómeno se añaden muchas otras cuestiones, como por ejemplo un endiosamiento de los mediáticos. Agustín Laje representa mucho más nítida y sinceramente que Milei una reacción contra la progresía internacional y su adoctrinamiento de género, y lo hace desde un fuerte neoconservadurismo social. Piensa que éste no será contradictorio con el anarcocapitalismo de su jefe político: históricamente, esos dos maximalismos no han sabido convivir, pero todo es posible en el siglo XXI. Cuando Milei participó de un mitin de Vox en España —partido que linda con una suerte de neofranquismo— encantó también a los simpatizantes con su apelación enfática: “Viva la libertad, carajo”. En esta asociación entre el agua y el aceite la libertad, no obstante, aparece un tanto selectiva: no aplica, por ejemplo, para el feminismo, la diversidad, la educación sexual, y mucho menos para legalizar el aborto. Sólo se mantiene firme en lo que se refiere a la libertad económica, y en este rubro también hay cierto conflicto, puesto que el derechismo católico y el proteccionismo tienen una larga tradición estatista. Lo crucial, sin embargo, es que si el ensayista tiene razón, el mediático conductor de leones, que promete libertad (valor supremo de la adolescencia), que luce patillas de super héroe de Marvel y usa camperas de roquero es el candidato adolescéntrico por excelencia.
Convertir en escaso y deseable el insumo de la libertad, dentro de un Occidente donde justamente esa condición ha alcanzado niveles inéditos, es una proeza de la retórica. Que este requerimiento conviva con la cada vez más persistente presión sobre la libertad de prensa —cualquier crítico está “ensobrado”, forma parte de la “casta periodística” y debe ser vapuleado— es menos picardía criolla que el germen autoritario de otra eventual democracia plebiscitaria. Los libertarios deberían recordar, en ese sentido, el aforismo de George Orwell, que se enfrentó con tanta potencia al colectivismo y a la sociedad de control: “La libertad también es el derecho de decirle a la gente lo que no quiere oír”.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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