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Un regalo para Julia, un cuento de Francisco Massiani - Zenda
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Un regalo para Julia, un cuento de Francisco Massiani

Fue el encargado de dar voz la desolación de los jóvenes de su generación. Piedra de mar, su primera novela, sigue siendo todo un libro de cabecera en su país, Venezuela, y en muchos otros. A continuación reproduzco Un regalo para Julia, un cuento de Francisco Massiani. Un regalo para Julia, un cuento de Francisco...

Fue el encargado de dar voz la desolación de los jóvenes de su generación. Piedra de mar, su primera novela, sigue siendo todo un libro de cabecera en su país, Venezuela, y en muchos otros. A continuación reproduzco Un regalo para Julia, un cuento de Francisco Massiani.

Un regalo para Julia, un cuento de Francisco Massiani

Palabra que no era fácil. Casi todo el mundo regala discos y los pocos discos de moda son tres, cuatro. Julia iba a terminar con la casa llena de discos repetidos. Además tenía sólo veinte bolívares y así no se pueden comprar sino discos o chocolates o alguna inmundicia parecida. Yo nunca le regalaría un talco a Julia. Menos, un muñeco. Tiene una colección de muñecos desbaratados en el cuarto y lo de chocolates, menos, porque sé que Carlos se los comería todos. Carlos, tan perfectamente imbécil como siempre. Lo imagino clarito: oye Julia, dame un poquito.

Uno dice: le regalo un libro. Uno dice: le regalo cualquier cosa. Pero uno no podía regalarle cualquier cosa. ¿Con qué cara? Ayer, anteayer estaba con la cochinada de Carlos, que por cierto: fuaaa, fuaaa, y lo peor es que no tose y a mí en cambio se me salen las tripas. Fuaaa, botaba el humo, y fuaaa estiraba su pata y mataba una hormiga. Se comía un moco. Se estripaba un barro en la nariz, fuaaa, se rascaba la oreja, y después escupía el humo por los ojos, por la nariz, por la boca, por todos lados. Porque lo hace. Juro que sabe fumar. Es verdad. Fuma mejor que nadie. Y entonces te mira y dice: si llego a ser novio de Julia. Pero lo juré. Dije: por Dios santo que no se lo digo, y eso, ¿no?, así que nada, nada. No puedo decirlo. Pero en todo caso cuento que Carlos me dijo que si Julia llegaba a ser su novia, la metía en la bañera, la llenaba de jabón y le hacía esa porquería que juré que no se lo decía a nadie. Lo peor es  que yo vengo y salgo y voy a casa de Julia, porque algo tenía que hacer, ¿no?, y llega Julia y me dice así mismito:

–¿Qué vienes a hacer aquí?

Quedé tieso. Después me dice:

–Pasa.

Y pasé. Y después de que pasé me senté y ella puso un disco. Siempre que alguien llega a su casa pone un disco. Después te saluda, te mira, da tres pasos de última moda y después se echa en el sillón, tipo bandida de cine mexicano. Cine mexicano, cine mexicano… ajá:

–Oye –le digo–. Oye Julia, ¿qué tal te cae Carlos?

–¿Carlos?

–Sí, Carlos.

–¿Por qué? –cogió una revista de mujeres y modas y eso. Yo me puse a darle tambor a la mesa. Creo que pasamos como un minuto así. Me dijo:

–¿Quieres Cocacola?

Yo no le respondí. Seguí tocando tambor en la mesa. No le respondí porque me molestó que se olvidara que le había hablado de Carlos, que se hiciera la loca con la pregunta que muy bien sabía que yo se la hacía por un montón de cosas que ella sabía muy bien que yo sabía. O sea eso. O sea nada, supongo que se entiende, ¿no? Bueno. Me vuelve a preguntar:

–¿Quieres Cocacola?

Y yo:

–Te pregunté por Carlos.

–No me acuerdo –dijo.

–Yo sí –le dije–. Y muy bien.

–Bueno. ¿Qué cosa? –dijo.

–Eso que tú sabes –te dije.

–Yo no sé nada, Juan –me dijo. Y cuando la miré estaba viendo la revista.

–Bueno, Julia. –Yo tenía que hacer algo. Sabía que tenla que hacer algo–. Oye: imagínate que Carlos te regala el disco que estamos oyendo.

–¿Qué cosa?

–El disco.

–¿Qué disco?

–Nada –le dije.

Nunca lo entienden a uno. Yo seguí tocando el tambor y ella se levantó del sofá, dio un brinquito, se pasó la mano por el pelo y me preguntó:

–¿Qué dijiste de Carlos?

Nunca. Nunca entiende. Yo le dije que nada, que se sentara, y ella me sonrió y se sentó. Cuando se sentó, me sonrió. Cuando eso pasa, cuando me sonríe, entonces yo aprovecho para verle la boquita, esos dos gajitos de naranja, porque es así: tiene dos gajitos de naranja, y sé por ejemplo que el labio de arriba, cuando se separa del de abajo, parece que le diera miedo dejarlo solo, y entonces tiembla un poquito, no mucho, un poquito solamente y entonces se le acerca y lo acompaña un poco y entonces entre los dos gajitos sale como un juguito que le mancha un poco las arruguitas de los labios y entonces yo siento un marco y algo como un chicle entre las muelas y ella se me queda mirando y me dice:

–¿Qué te pasa?

Y despierto. Sé que nunca sería capaz de agarrarle la mano, nunca. Pero sabía, estaba convencido, como nunca, que tenía que hacer algo. Así que seguí tocando tambor a ver si me venía algo a la cabeza. Nada. Seguía tocando tambor. Nada. Seguía tocando y tambor y tambor y ella y tambor y nada. De repente ella me dice:

–Tengo un vestido para mañana que es una maravilla.

Yo digo:

–Qué bueno.

Y ella dice:

–Es algo que te deja desmayado.

Y yo sigo:

–Qué bueno.

Y ella:

–Lo ves y te mueres. Es de locura.

Y yo seguía con el tambor. Eso lo cuento para que vean.

Bueno. En eso pasó la hermana, después una de las sirvientas de las diez sirvientas que tienen en su casa y después, un rato después, vengo y le digo:

–Julia –ni sabía lo que iba a decir–, dime una cosa: si yo te regalara ese disco y Carlos el otro, ¿cuál pondrías más en el día?

Se me quedó mirando con mirada matemática de raíz cuadrada, y me dijo:

–Éste. El que estamos oyendo.

Yo entonces estiré las piernas, la miré, le eché una sonrisita y seguí tocando tambor, pero palabra que me costaba tocar tambor, porque lo que provocaba era salir gritando y llamar al cochinada de Carlos y decirle: mira Carlos, pendejo, nunca vas a hacerle esa cochinada porque Julia y yo, ¿no?, pero justo cuando se estaba acabando el disco me dijo:

–¿Qué fue lo que me preguntaste?

Palabra que no es mentira. Se lo repetí y ella me sonrió. Y me dijo:

–Qué salvaje eres.

Nunca la he entendido. Me imaginé que debía sonreírme y me sonreí. Después me dijo:

–Lo pondría todos los días si me gustaba.

–¿Qué cosa? –Yo comenzaba a olvidar todo el plan, todo lo que tenía en la cabeza se me reventó, ya nada,  juro que yo no entendía a nadie, que estaba loco, tan loco que dije:

–Julia. Quiero que mañana vayas a la fuente de soda de la esquina porque quiero darte un regalo especial.

Ella preguntando cosas hasta que por fin aceptó y a las tres y media era la cosa. O sea que a las tres y media nos íbamos a encontrar en la fuente de soda. Así fue que salió lo del regalo. Por eso lo conté.

Total que hoy vengo y cogí lo que me dio mamá y salí a la calle. Me metí en todos lados. Vi todas las vitrinas. Entré en todas las tiendas y ni sabía qué podía regalarle. Pero no soy tan imbécil: si le dije que el regalo era especial por nada del mundo le doy cualquier cosa. Eso era lo que pensaba cuando estaba mirando el conejo. Porque en una de ésas vi un conejo. Ustedes lo han visto. Está por ahí, en una de esas tiendas de Sabana Grande, y es un conejo blanco. Es un conejo más grande que un caballo y mueve las orejas y tiene los ojos rojos. Por cierto que me acordé del profesor Jaime, porque el profesor Jaime tenía siempre los ojos rojos. Por cierto que el profesor Jaime era un gran tipo, y cada vez que me acuerdo de él tengo una vaina con Carlos. Porque sé que Carlos es el cochinada típico que le pone tachuelas a profesores como el señor Jaime. Cuando estaba mirando el conejo, me juré que si alguna vez Carlos tocaba el oso de mi hermanita, que también tiene los ojos rojos, lo agarraba por las patas, lo batía contra el árbol y lo volvía una cochinada. Porque es lo que merece. Juro que si alguna vez Carlos se burla del oso, lo machaco, lo aplasto, le martillo los dedos y lo reviento. Eso es lo que merece. Total que estaba viendo el conejo y ¡ah! nada: un pollo, Dios mío, ¿cómo no se me había ocurrido? Un pollito, chiquito, metido en una caja, y ella mirando el pollo, y jugando  con su pollo todos los días, y dándole de comer, y así tú puedes preguntarle por el pollo y tienes algo de qué hablar y es algo especial, es un regalo único, anda, apúrate, y salí disparado a Canilandia. Creo que se llama así: Canilandia. Y está en una callecita que se mete de Sabana Grande a la avenida Casanova. Bueno. Y entré y el señor me regaló el pollo. Ni siquiera aceptó que yo se lo comprara. Bueno.

Me fui a la fuente de soda. Cuando llegué pedí una merengada. Eso fue lo que pedí. Y ahí estuve. ¡Ajo! Estaba cansado. Hay que ver, corriendo, el sol, el pollo, y lo peor es que no podía correr mucho. Pero ahí estaba.

Bueno. Pedí una merengada de chocolate. Ya van a ver. Pido la merengada. Es para quedarse en casa. Francamente: pido la merengada y el imbécil del mozo viene y se queda mirando a la caja. Claro que la caja se movía, ¿no?, pero por eso no tenía que poner cara de imbécil y quedarse mirando y mirando y decirme, porque me lo dijo:

–¿Y eso?

Tuve que decírselo:

–Un regalo.

–¿Un regalo? –se sonreía con los dientes puercamente llenos de oro.

–Un regalo.

–¿Y por qué se mueve?

–Porque adentro hay un pollo –digo.

–Ah, ¿sí? ¿Un pollo?

–Sí. Eso. Un pollo.

–Qué bien –dijo el tipo. Que si qué bien. Qué tipo, francamente.

Bueno. La verdad es que no sé por qué cuento lo del mozo. Lo que sí es que ya estaba poniéndome nervioso porque Julia no llegaba y eran más de las tres y media.   Ya como a las cuatro, dejé la caja con la copa encima y llamé a casa de Julia. Como estaba pendiente de la caja, o sea, pensando en que a lo mejor el pollo se ponía histérico y pateaba y se armaba el relajo, estuve como media hora sin responderle a la mamá. La mamá:

–¿Aló? ¿aló? ¿aló? ¿aló?

Bueno. Por fin le pregunté por Julia.

–No está, Juan –me dijo–. ¿Eres tú, no?

–Sí. Soy yo, señora.

–Ayer vi a tu mamá. ¿Cómo estás?

–Ah, bueno…

–Me dijo que no estudiabas casi nada.

–Un poco.

–Tienes que estudiar.

–Sí, señora –palabra que eso era lo que me decía. No miento. Siguió así:

–… Y portarte muy bien, mira que ya eres un hombrecito.

–Sí, señora.

–Bueno. Tú vienes al cumpleaños, ¿no?

–Sí, señora.

–Julia está como loca… ya no sabe qué hacer. Bueno, Juan. Saludos por tu casa.

–Gracias, señora.

–Adiós.

–Adiós, señora.

¿Ven? Y la caja y la copa y el mozo y Julia no llega y la vieja: es para volverse loco. Palabra. Estuve a punto de tirar el teléfono. Y lo peor es que no he terminado: apenas me siento se me acerca de nuevo el mozo. ¡Qué tipo más imbécil! Me dice:

–¿Y para quién es el regalo?

Juré que si me seguía haciendo preguntas que a ti no te importan te tiro la copa desgraciado. Eso es lo que pensaba. Y dale con el regalo. Menos mal que alguien lo llamó. Ya yo estaba realmente harto. Dale con la caja, el pollo, la vieja. «Ayer vi a tu mamá en el mercado» y que si «tienes que estudiar porque eres un hombrecito, Julia está como loca». Francamente. Y nada que llegaba la desgraciada. ¿Por qué la gente tiene que preguntar tanto? En serio: ¿para qué vienen y te preguntan que por qué tu mamá usa anteojos? ¿Ah? Palabrita que si alguien pregunta que por qué mi mamá usa anteojos le nombro la madre. Palabrita. Sinceramente le digo así mismo: mire desgraciado, señor, ¿qué pasa? ¿Qué le pica? ¿Nunca ha visto un pollo? ¿Nunca ha visto una señora con anteojos? ¿Ah? Dígame esa gente que viene y te dice: ¿Qué hay? O te dicen: ¿Qué has hecho? ¿Pero qué carajo les importa? ¿Ah?

Bueno. Por fin Julia llegó. Era tardísimo. La vi bajarse de su impresionante Buick negro, con su vestido de pepas, y meneándose, para todos los tipos que estaban en la fuente de soda. Julia no puede dejar de menearse y mirar a todos los tipos. Por mí que se iría con el primer tipo que le dijera: «Oye tú, mira…». Seguro. Lo único que le importa a esa carajita es menearse y poder menearle los ojos a todos los degenerados que la miran. A veces comprendo un poco por qué a la cochinada de Carlos se le ocurrió eso que me dijo y que yo no puedo contar porque juré por Dios santo que no se lo decía a nadie. Pero bueno. Llega, se sienta, se monta el vestido hasta las pantaletas, se bota el pelo para atrás, se pasa la mano por el cuello, y después que me volvió porquería, se quedó mirando la caja vacía y me dijo:

–Ajjj Dios mío, me estoy muriendo de sed.

Se me olvidó decir que justo en el momento en que la vi salir de su maldito Buick, justo en ese momento, me dio una vaina y en un segundo abrí la caja, agarré al pobre pollo, y lo escondí en el bolsillo de la chaqueta.

Me salió con que si:

–¿Llevas mucho tiempo aquí?

–No. Acabo de llegar –le dije.

–¿Qué calor, verdad?

–Sí. Espantoso –dije.

–No lo aguanto –dijo ella–. Puf, me muero.

Y para colmo me di cuenta que el tipo de la corbatica negra nos estaba espiando. Apenas llegó Julia me di cuenta que paró las orejas y hacía lo posible por acercarse y vamos a ver qué oímos y qué pasará con el pollo. Francamente. Deben volverse imbéciles. Que si la mesa uno un perro caliente, la mesa cuatro una hamburguesa sin tomate y otra con tomate, la mesa ocho una merengada de chocolate y una Cocacola, y la mesa dos un café negro y otro marroncito pero sin mucho café y la mesa tres un helado de mantequilla y la mesa nueve… Claro: nosotros ahí, así se divertía. No sé si se han dado cuenta la cara de loquitos tristes que tienen todos. Y además de la tristeza de loquitos llevan una corbatica de lazo. Pobrecitos. No le metía la nariz en las piernas de Julia porque no podía, y claro, porque Julia, justo cuando el pobre desgraciado la miraba, cerraba un poco las rodillas, la maldita botaba el aire, se sobaba la rodilla, y después te miraba como para que no te pusieras a llorar ahí mismo. Después que se subió más de lo que tenía subido el vestido, vino, y con su vocesita de pito, levantó un dedito y llamó al mozo. Inmediatamente pensé que el pendejo del mozo llegaba y le contaba lo del pollo. Y lo peor es que con lo del pollo, tenía que mantener el brazo en una sola posición, así, con la mano en el bolsillo, sin dejar que el pollo chillara, tapándole la jeta con los dedos, y ya sentía el brazo calambreado. Además estaba comenzando a sudar por todas partes. Era horrible. No exagero. Bueno.

El mozo llega y se para delante de Julia:

–¿Desea algo, señorita?

–Sí. Por favor…

–Dígame.

–¿Tiene Cocacola?

El tipo le dice:

–Pepsicola –y aprovecha para mirarle todo.

–¿Pepsicola?

–Pepsicola –se hizo el loco y le miró las rodillas. Julia seguía con el dedo en el aire y se soplaba un mechón de pelo que te caía sobre la nariz. Por fin parece que Julia se dio cuenta que estaba pidiéndole algo al mozo y le dijo:

–¿Tiene Orange?

–No. No hay.

–¿Qué tienen?

El mozo como que ya estaba arrecho:

–Colita, Pepsicola, Hit, Sevenup y Grin.

–¿Tienen Grin?

–Sí.

–Bueno. Entonces una merengada de chocolate.

–¿De chocolate?

–No. Bueno. Tráigame una Grin.

El mozo estaba loco:

–¿Entonces Grin?

–Perdone –dijo Julia y se rió mirándome–, tráigame un helado de chocolate.

El mozo ni siquiera la miró. Salió disparado. Pobrecito. Y a todas éstas al maldito pollo como que le dio taquicardia porque comenzó a temblar y patalear y no sé qué diablos tenía. De golpe le abrí la jeta y el desgraciado chilló. Julia me miró y me dijo:

–¿Oíste?

–No –dije.

–Como un pito.

–Un niñito –dije.

–Fue raro –siguió Julia.

–Sí. A veces pasa.

–Mamá dice que oye todo el día una avispa en la oreja.

–Qué raro.

–Sí.

Por fin miró la caja, que estaba vacía, y me preguntó:

–¿Ése es el regalo?

Yo estaba esperando desde el principio la pregunta. Por fin. Sí, pero no sabía qué diablos podía decirle, ¿no? ¿Qué se puede decir si a uno le pasa una cosa de ésas? ¿Qué dice uno? Uno no sabe qué decir. Y yo dije que no. Que ése no era el regalo.

–¿Dónde está?

«¿Dónde está? ¿Dónde está?» ¡Qué pregunta!

–Me pasó algo, Julia.

–¿Qué cosa? ¿Se te quedó en tu casa?

–Fue un problema –le dije.

–¿Te caíste? ¿Y esa caja?

–Sí. Me caí. Se rompió. Ésa es la caja.

–Qué lástima –dijo. Y justo oí que el pollo eructaba o algo así.

No sé qué le pasaba al bicho. Como que estaba ahogado.

–¿Dónde te caíste?

–En una escalera –le dije.

–Palabra que lo siento, Juan –dijo.

–No importa.

–Por supuesto que importa –me dijo. Y aprovechó para agarrarme la mano. Yo sudé. Después me sonrió, cambió las piernas para que todo el mundo le mirara las pantaletas y me dijo:

–¿Te vienes conmigo?

–No, gracias Julia.

En eso fue que llegó el mozo. O bueno. Llegó antes o después de que se subió el vestido. El tipo traía una Cocacola. La puso, después pasó el pañito por una orilla de la mesa y se perdió. Julia me preguntó:

–¿No fue un helado de chocolate lo que le pedí?

–No sé –le dije. Y sí sabía.

–Ah no… es verdad –dijo–. Ahora me acuerdo que pedí una Cocacola…

Cogió el pitillo, lo metió en la Cocacola y echó una chupadita.

Después se pasó la lengua por la boca, se limpió la manchita de Cocacola que tenía en los labios, y se me quedó mirando sonreída. Inmediatamente comencé a sentirme como perdido. Como levantado del suelo. Lejos y al mismo tiempo muy cerca, tanto, que podía contarle los lunares que tiene en la nariz, esos punticos como marroncitos, como rosados que tiene juntados en la nariz, y mientras más la miraba, ella más se sonreía y yo volaba más lejos de ella, con la sonrisa, sin ella, con la sonrisa sola, flotando en el aire, con su sonrisa de espuma roja, y después que había volado con la sonrisa, la sonrisa regresaba a su cara, le cubría toda su cara y yo me daba cuenta que estaba ahí, frente a ella, y me entraba en el vientre un miedito dulce. Era un miedito como cuando vamos en un auto y de golpe el auto llega a una subida, y cae, y a ti te entra algo, se te abre algo en la barriga, y se te llena la barriga de ese miedo dulce que después sientes que se te escapa y te lo deja como vacío, como con un hambre raro.

–Juan –decía–. Oye, Juan…

–Ni siquiera me di cuenta que tenía el pollo en el bolsillo, palabra, No me daba cuenta de nada. Para colmo ella me decía Juan, así, suavecito, Juan, como soplando el nombre, como soplándolo con el aliento, y apenas me llegaba el nombre, apenas lo oía, y volvía a entrarme esa vaina y me quedaba más perdido y más mareado que antes.

–Juan –me dijo–. Oye. ¿Qué te pasa?

–Nada –le dije.

–Oye. Tienes una cara…

Cuando me preguntó eso sentí el calambreo en el brazo y comencé a asustarme y de verdad verdad me comencé a sentir mal.

–No, Julia –dije–. No me pasa nada.

–Me pareció que te sentías mal –me dijo ella.

El pollo volvió como a pitar y le tapé el pico, la cabeza y todo lo que pude taparle, desgraciado si sigues te ahogo, cállate, y Julia:

–¿Seguro que no te sientes mal, Juan?

Dale con lo mismo:

–¿Segurito, Juan? ¿Seguro que no te sientes mal?

–No, Julia. No. Palabra.

–¿Segurito?

–No, Julia.

–¿Pero seguro que no? No sé, tienes una cara…

–Palabra, te lo juro.

–¿Pero palabra, Juan? ¿No quieres ir al baño, Juan?

No le tiré el pollo porque francamente. Casi se lo estripo en la cara. Y lo peor es que siguió. Ya van a ver:

–Por mí –me decía la desgraciada–. Por mí puedes ir al baño.

–Pero bueno, Julia. Si no quiero ir al baño ¿para qué voy a ir?

–Pero no te dé pena. Anda.

–Julia. Deja la cosa del baño. No tengo ganas.

–No sé, Juan. Estás sudando y tienes una cara, yo sé, te conozco, eres capaz…

–¿Capaz…?

–Capaz de aguantarte por mí.

Eso era lo último.

–¿Aguantar qué?

–Aguantarte. Yo lo sé.

–Bueno, Julia. No me estoy aguantando. Te juro que no.

Por fin como que dejó la cosa y siguió tomando su maldita Cocacola.

La odiaba. Juro que la odiaba como nunca. Hasta pensé en lo que me dijo Carlos y me pareció que Carlos no era tan inmundicia como yo lo había pensado. Me pareció que Carlos tenía razón en pensar en esas inmundicias, y le rogué que lo hiciera, que le hiciera inmundicias más asquerosas todavía. Me provocaba matarla. Cuando terminó su Cocacola y dio los últimos chupitos me dijo:

–Bueno, Juanito. Te espero en casa. No faltes –me lo dijo con lástima. Después miró la caja vacía. Y después se levantó, me echó una sonrisita de «no sufras tanto que la vida no es tan mala» y se fue meneando el culo hasta su impresionante y asquerosísimo Buick negro. Ahí abrió la puerta, levantó las patas para que yo me derritiera con sus pantaletas, y después levantó su dedito y el maldito carro se perdió de vista en la esquina.

¡Dios mío! ¿Por qué pasan esas cosas? Apenas se fue, vuelve el mozo. Tenía que volver. No podía quedarse quieto. Tenía que volver, llegar con cara de melón y preguntarme con su vocecita de marica dulce:

–¿Le dio miedo dárselo?

¿Por qué todo, por qué me pasa, por qué? ¿Por qué nunca podré, por qué jamás he podido…? ¡Dios mío! Me sentía tan mal…

Metí la cabeza entre los brazos y por fin oí que el mozo se alejaba hacia otra mesa.

Entonces oí las risas. Apenas levanté la cara, vi que el mozo se reía junto a un gordo, y los dos me miraban. Se reían, hablaban un poco y volvían a soltar la carcajada. Yo comencé a sentirme rojo hirviendo, vi que no aguantaba más y que ese rojo hirviendo era cada vez más caliente y me quemaba más la garganta y los ojos y aflojé todo y entonces todo se me fue por los ojos y ya nada me importó entonces, lo juro, ya nada me importaba.

Cuando terminé de llorar, saqué al pobre pollo del bolsillo y me le quedé mirando: estaba tranquilito. Estaba como dormido. Me gustó pasarle la mano por su cabecita, por su cuerpo, y era tibio y bueno, y pensé que nos parecíamos los dos, él y yo, y estaba muy tibio y seguía como dormido. Estaba tan tranquilo que comencé a sentir algo espantoso. Entonces me dio frío y todo asustado lo dejé caer en el suelo.

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Autor: Francisco Massiani. Título: Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer. Editorial: Sudaquia. Venta: Amazon

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Laura di Verso

Leo poesía, con o sin rima. Y me gusta que me cuenten cuentos. Frecuento las redes, poco, desde marzo de 2020, como @lauradiverso.

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