El advenedizo es un hermoso relato escrito por la escritora ecuatoguineana María Nsué Angüe, fallecida en 2017. En él, como en toda la obra de la autora, vemos los rasgos evidentes de una tradición oral que se obstina en permanecer. Percibimos la huella de la cultura africana, palpitante y viva, resistente a la colonización, cargada de sabiduría, dispuesta a afrontar el paso de los siglos.
Nvara había recorrido la selva a instancias de su madre, Mëía, la infeliz cónyuge del brutal Ondoo. Deseaba que su único hijo tomara mujer lejos de su aldea natal, para que así ella pudiera irse a vivir con la pareja dejando atrás las humillaciones que sufre de su marido y de sus otras esposas. El retoño es como un panecillo a medio hacer, tímido, retraído, no parece que le adornen las virtudes de un luchador: es objeto de burlas por su natural bondadoso, poco pendenciero. Pero Mëía, que es sufridora sabia, ha depositado todas sus esperanzas en él y le manda ponerse en marcha, ir más allá de la gran ceiba que se eleva casi hasta el cielo, para cruzar un río y encontrar la aldea donde hallará la mujer con la que ha de casarse. Nvara muestra junto al árbol su gran generosidad, y aunque no tiene mucho, todo lo comparte con perdices y gorilas de la jungla que, para su sorpresa, se acercan a él, al bueno, al dócil, para recibir algún alimento.
Al dirigirse a la aldea de sus esperanzas, un peligroso demonio de la selva se cruza en su camino. Es burlón y ocurrente, bajo harapos andrajosos oculta su forma monstruosa. Parece una Quimera, o un Proteo cambiador de formas, uno que no hubiera nacido en el azul del mar, sino que habitara el proceloso mar verde de la jungla. El inquietante ser es un embaucador. Nada bueno trama y engaña a Nvara, le toma sus ropas, el perfume, el jabón y el dinero que llevaba para deslumbrar a la familia de su futura esposa. La misteriosa criatura demuestra claramente que su campo es el fraude y la simulación, pues en su mísera bolsa solo lleva ridículos simulacros de lo que ha robado y que ofrece al atónito joven como si fueran valiosos tesoros. Para colmo de males, también le roba el nombre. Ambos se dirigen a la aldea, y allí el falso Nvara deslumbra a todos por su porte, por el derroche de dinero y por su destreza en la danza. Los habitantes de la aldea caen engañados y la familia de Nchama cede a la joven para que se case con él.
Por fortuna el verdadero Nvara deja al descubierto la maldad de su pérfido doble, que obligado a despojarse de las ropas, muestra su verdadera esencia diabólica. No queriendo retirarse sin causar todo el mal posible, el funesto espíritu pretende ahora partir a la bella esposa en dos: blandiendo una sierra para tal fin, se ampara en la idea de que si había dos Nvara, la novia debía ser seccionada en dos mitades. Por fortuna, gorilas y perdices, aquellos que no habían olvidado la generosidad de Nvara al pie de la ceiba, se presentaron de improviso para rescatar a la novia. El farsante es condenado a permanecer en la orilla del río por toda la eternidad, pues al igual que las Danaides, al malvado le fue impuesto el castigo de llenar un cántaro roto que inevitablemente perdía todo el agua que recogía.
Reina la felicidad y vuelven por fin los sonidos de danzas, de tambores, de juegos y risas. Es la música nupcial, el epitalamio africano de una pareja de jóvenes que van a empezar su vida de felicidad juntos, y cuya historia atravesará las ondas del tiempo, para que las abuelas la cuenten a sus nietos, de año en año, una y otra vez, cuando haya fiestas o se celebre alguna boda, por siempre, en tanto haya bondad en el mundo, y mientras los días sucedan a las noches.
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