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Un lugar al que volver - Miguel Barrero - Zenda
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Un lugar al que volver

La bruja del parque Imposibilidad del regreso Me ocurre a menudo y sé que me seguirá ocurriendo, por muchos años que pasen. Cuando uno abandona un lugar, se lleva impresa en la memoria su apariencia en el preciso momento en que lo deja, y cualquier transformación posterior quedará relegada en beneficio de esa estampa que...

La bruja del parque

Debía de tener yo nueve o diez años cuando Noemí apareció en la academia de inglés anunciando que en el parque había una bruja. No le dimos mucha importancia en aquel momento porque supusimos que la noticia obedecía a una de esas hipérboles a las que es tan propensa la niñez y que la bruja en cuestión no sería más que alguna señora malhumorada que se entretenía echando broncas a los zagales que jugaban a la pelota frente al auditorio o echaban carreras alrededor del estanque de los patos. No obstante, insistió lo suficiente para que al día siguiente, unos minutos antes del comienzo de las clases, nos apiñáramos cinco o seis tras uno de los matorrales que rodeaban el perímetro de los jardines. Se trataba de tener una vista lo suficientemente amplia del edificio que se levantaba en la acera de enfrente, una casa antigua de tres plantas cuya fachada marchitaban unos cuantos desconchados y que alojaba en su bajo, contiguo a un pequeño pasadizo que conducía hasta el portal, el local de una ferretería. Noemí nos pidió que reparásemos en una de las ventanas de la última planta, tras la que sólo acertamos a vislumbrar una oscuridad casi total, y que tuviéramos paciencia. No tardó en aparecer al otro lado de los cristales la silueta de una anciana que, encorvada, irrumpió por el flanco izquierdo y se desplazó sin detenerse hasta desaparecer por el derecho. Fue algo fugaz e inesperado, pero lo que nos causó verdadero asombro fue que, unos pocos segundos después, la señora volviera a aparecer, repitiendo exactamente el mismo recorrido que había hecho poco antes, y que aún lo hiciera una tercera vez, y una cuarta, y una quinta. Tuvimos que abandonar el puesto de vigilancia cuando nos percatamos de que los relojes marcaban ya la hora a la que debía comenzar la clase, y de ahí que al día siguiente nos citáramos con más antelación para disfrutar un poco más de aquel raro espectáculo. Inferimos que aquella mujer a la que no llegábamos ver la cara —su vivienda nos quedaba a demasiada altura, la ventana siempre estaba cerrada y además la perspectiva sólo nos permitía contemplarla de perfil y de espaldas— se pasaba la tarde dando vueltas a la misma habitación. Noemí nos informó cumplidamente de que corría por una leyenda según la cual sus itinerarios circulares se desarrollaban en torno a una mesa camilla sobre la que reposaban fotografías que ella misma sacaba a los niños que jugaban en el parque, con vistas a secuestrarlos o sacrificarlos o no recuerdo ya qué truculencias remotas. Uno, aunque estaba en esa edad a la que va descreyendo de las rumorologías infantiles, no dejaba de mantener las puertas del entendimiento entreabiertas a determinadas sugestiones, así que mi madre se rio mucho cuando le conté la historia de la bruja y le hablé de la vigilancia estricta a la que la sometíamos. «Pobre mujer», me dijo, «dejadla a su aire e id a lo vuestro». Evidentemente, no le hice el menor caso y mantuvimos nuestras rutinas policiales hasta que una tarde fuimos testigos de un hecho insólito: la anciana abrió la ventana, se asomó a ella —llevaba prendida en la cabeza una diadema con una pluma, igual que si se hubiera disfrazado como las indias que aparecían en las películas del oeste, o eso quisimos ver— y nos dedicó una mirada severa que no supimos si tomar como una maldición o una afrenta. No recuerdo cuál fue, dentro del grupo de aguerridos expedicionarios enfrascados en aquella misión secreta, el que resolvió que debíamos inmiscuirnos en su guarida a fin de romper el maleficio, y al día siguiente trazamos una estrategia manifiestamente mejorable para subir hasta su casa y llamar a su puerta. El plan terminaba allí: nadie se preocupó de pensar en lo que haríamos si ella abría y nos la encontrábamos cara a cara, y por descontado tampoco quisimos tener en cuenta la posibilidad de que nos cazara y nos obligase a permanecer en el interior de su vivienda. Supongo que, por mucho que nos hiciéramos los valientes, la cosa nos inquietaba un poco. En cualquier caso, no hizo falta: aunque el plan cosechó un éxito rotundo en uno de sus hitos más difíciles —no recuerdo cómo conseguimos abrir el portal, ni de qué modo llegamos a entrar los seis o siete que éramos sin llamar la atención de nadie—, naufragó en cuanto llegamos al primer piso y descubrimos que en él tenían los de la ferretería una especie de almacén por el que trajinaban un par de empleados que nos echaron el alto en cuanto irrumpimos por allí con el alboroto que cabe imaginar. La historia de la bruja del parque terminó en ese punto —no soy consciente de que mantuviésemos nuestras labores de vigilancia, quizá nos rendimos tras el fracaso, o nos entretuvimos con alguna otra cosa que nos resultó más interesante—, pero unas semanas más tarde descubrí que a mi madre no le había caído en saco roto: había preguntado aquí y allá y alguien llegó a contarle que la enigmática señora había sido la primera mecanógrafa de la que se había tenido noticia en Mieres y que desde hacía unos cuantos años vivía sola en aquella casa junto al parque, no sabía si al cuidado de una chica que iba a atenderla por las mañanas y la abandonaba al mediodía, que era cuando se ponía a rumiar las melancolías que inspiraban esa errabunda circular en torno a un centro indefinible. Me olvidé de la bruja como se va olvidando uno de tantas cosas que no merecerían quedar arrumbadas en el desván de la consciencia, y sólo al cabo de unos cuantos años la recordé y me dio por acercarme otra vez hasta su casa, pero no quedaba nada de ella y en su lugar habían levantado un nuevo inmueble cuya fachada lucía esplendorosa, sin un solo desconchado. Desde entonces le dedico un recuerdo siempre que paso por allí y me vienen a la mente las tardes que pasamos parapetados tras los setos del parque, y me pregunto en qué momento dejó de existir aquella buena mujer, cuántos ojos repararían en su esquela en el caso de que llegara a publicarse, si habrá alguien que cada primero de noviembre vaya a dejar unas flores a su tumba.

Imposibilidad del regreso

"Tampoco había un lugar al que volver, porque aún no nos habíamos ido a ninguna parte"

Me ocurre a menudo y sé que me seguirá ocurriendo, por muchos años que pasen. Cuando uno abandona un lugar, se lleva impresa en la memoria su apariencia en el preciso momento en que lo deja, y cualquier transformación posterior quedará relegada en beneficio de esa estampa que uno fija, sin ser consciente, como evocación o recordatorio de lo que aquello fue mientras él estuvo. Así, voy paseando por una de esas calles que acogieron mis caminatas infantiles y mis trastadas adolescentes, estoy a punto de llegar a su término y espero que al doblar la esquina aparezca la misma plaza elevada con los bancos en los que nos sentábamos a fumar y a comer pipas en algún que otro atardecer. Da igual que sepa bien que esa plaza dejó de existir hace años, que lo que una vez fue una superficie lisa de cementos y adoquines se ha visto sustituida, para bien, por un espacio verde y arbolado en el que unos pocos toboganes y columpios ofrecen un divertimento para los niños y un descanso para sus padres. Aun así, mis ojos esperan encontrarse con lo que sólo pervive ya en mi memoria, y por eso al tomar la embocadura y contemplar lo único que la realidad puede ofrecerme hay siempre un rapto de sorpresa que se esfuma en menos de un segundo, el que se tarda en recordar que el tiempo pasa y que no anduvo desacertado Heráclito cuando proclamó que nadie, por mucho que lo desee, se podrá bañar dos veces en el mismo río. Fue Félix Grande quien alertó en unos versos bellísimos de la imposibilidad del regreso, y a partir de cierta edad —aunque algunos parezcan incapaces de percatarse— uno va entendiendo que no extraña exactamente los lugares por los que anduvo, sino el momento en que lo hizo y, en todo caso, las compañías de las que gozó o hasta los enemigos a quienes padeció en ese periodo. Nos echamos de menos a nosotros, o a aquellos que fuimos, y no necesariamente porque entonces fuésemos mejores, sino porque aún desconocíamos determinadas cosas de las que fuimos teniendo noticia a medida que se sucedían las hojas en el calendario; todavía había más futuro que pasado, y aún era el mundo una gran página en blanco sobre la que nos dejarían escribir lo que quisiésemos. Tampoco había un lugar al que volver, porque aún no nos habíamos ido a ninguna parte.

Cuando se muere un Papa

"No hay muchas generaciones que hayan visto a un Papa en ejercicio presidir las honras fúnebres de su inmediato antecesor"

En una ocasión me preguntaron por mi opinión acerca del Papa —no recuerdo si aún era Ratzinger o si lo habían sustituido ya por Bergoglio— y no supe qué responder. Alejado como estoy de cualquier cuestión que tenga que ver con las instancias vaticanas, la figura del denominado Santo Padre no deja de constituir en mi imaginario una suerte de exotismo anacrónico, una figura anecdótica cuyas admoniciones se dirigen única y exclusivamente a los creyentes de una fe que no practico. Sin embargo, la muerte de Wotjyla —el único Papa que conocí durante un cuarto de siglo, era un hombre con aguante— me despertó cierta curiosidad por los rituales que rodean las honras fúnebres de la máxima autoridad de la Iglesia y seguí con bastante detenimiento el proceso por el cual se eligió a su sucesor, en parte porque las informaciones que emitía la televisión se demoraban en planos detallados de la espléndida columnata de Bernini y los magníficos frescos de Miguel Ángel. Se ha muerto ahora Ratzinger y, mientras unos ensalzan su envergadura intelectual —que no refuto— y otros recuerdan sus rigores inquisitoriales y su vista gorda con esas actitudes tan poco cristianas que en ocasiones derrochan los siervos de Dios, me dejo seducir una vez más por ese ceremonial tan extemporáneo y tan pomposo en el que emerge, igual que una estrella consciente de su papel fugaz, la figura tutorial del camarlengo —qué palabra tan bonita y qué función tan lúgubre la que designa— y donde detalles que en cualquier otra circunstancia serían inapreciables adoptan una función crucial. No hay muchas generaciones que hayan visto a un Papa en ejercicio presidir las honras fúnebres de su inmediato antecesor —hasta en eso es rara nuestra época—, y esa disonancia ha propiciado despistes protocolarios que los responsables del asunto han tenido que solventar sobre la marcha para no defraudar las expectativas del público: en un principio se instaló el velatorio en una sala, vamos a decir, común; ante las quejas, se trasladó al interior de la basílica de San Pedro. Lo dice alguien en Twitter con cierto sarcasmo, pero también con toda la razón: si a estas alturas no exigimos glamur al Vaticano, ¿a quién vamos a exigírselo?

 

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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