Diez años de edad nos separan a Miguel Munárriz y a mí, y sin embargo este libro suyo, que unifica —y con ello permite su lectura continuada y tranquila— entregas que fueron apareciendo en Zenda, y donde se entremezclan con tanta gracia como maestría las memorias personales y culturales con las referencias literarias y su repaso, reseña, análisis o crítica, me ha devuelto muchos de los momentos de mi propia experiencia, intensamente revividos gracias a la voz cercana con que el autor los va exponiendo.
Publicado en la editorial Luna de Abajo, con la que el autor está vinculado desde sus orígenes, en edición de Ricardo Labra, que en su prólogo nos dice: “Miguel Munárriz puebla este libro de novelas, de cuentos, de poemas, de escritores, de librerías, de ciudades…”, ilustrado con fotografías de Daniel Mordzinski, el libro comienza los sucesivos textos con un acróstico dedicado al inolvidable poeta Ángel González —que, en mi juventud, me descubrió, tras otros como Pablo Neruda o Blas de Otero, nuevos caminos luminosos de la poesía en español—, y va desarrollando su discurso desde numerosas facetas, como antes señalé y confirma el prologuista.
En el inicio están Goethe y Las desventuras del joven Werther, como peculiar homenaje romántico juvenil, y tras conocer una singular lectura de poemas en Oviedo de Jaime Gil de Biedma —que despedirá el libro, al final, con su “Elegía y recuerdo de la canción francesa”— pasaremos a saborear la opinión del autor sobre “Veinte cuentos que hay que leer” —de Poe, Stevenson, Chéjov, Maupassant y Kipling a Kafka, Hemingway, Carver, Cheever, Salinger, D. Parker, Capote, Lispector, Quiroga, Arreola, Onetti, Rulfo, Monterroso y Cortázar—, donde Munárriz ofrece su seguro conocimiento de cada escritor y de su obra, por lo menos, y sin que la referencia a tantos autores extranjeros lo haga olvidar a los españoles como Ignacio Aldecoa, Manuel Longares, Juan Eduardo Zúñiga o Carmen Martín Gaite, a través de un libro de la profesora Ángeles Encinar.
Varios de estos autores —Salinger, Onetti y Cortázar, por ejemplo, pero también otros como Pedro Salinas o John Galsworthy— merecerán jugosos trabajos a lo largo de la obra, que se van entreverando con recuerdos propios, como señalé al principio. Y como el autor conoció a varios de los escritores de los que trata, a veces hay estampas de experiencias, como la de su divertido encuentro con Adolfo Bioy Casares, en la que Munárriz, a petición del propio Bioy, le recuerda su relato “De la forma del mundo”.
Kavafis, Fernando del Paso, el venerable Marco Aurelio, Guimaraes Rosa, Valle-Inclán, John Berger, Wislawa Szymborska, Pedro Salinas, Isak Dinesen… irán siendo evocados desde una perspectiva polifacética, y a veces alguna de sus obras será recogida en el texto, o las relaciones entre ellos, o sus intervenciones públicas, facilitarán la reproducción de alguna carta —de Onetti a Cortázar, por ejemplo— o del fragmento de un discurso —el de Orham Pamuk en la recepción del Premio Nobel…—. En el caso de Kavafis, “Los bárbaros” se acompañará con referencias de similar orientación, como el Carpe diem horaciano nos devolverá el soneto XXIII de Garcilaso y el Carpe diem de Walt Whitman…
El autor no olvidará a colegas y amigos como Bernardo Atxaga, Carme Riera, José María Guelbenzu, Andrés Amorós, Javier Marías, Daniel Moyano, Juan Cueto, Rosa Montero, Juan Cruz, Almudena Grandes, Manuel de Lope… entre otros, al rememorar ciertos encuentros literarios que organizaba, lo que identifica aun más ese tiempo al que la escritura se enfrenta. Pues no hay, en efecto, defensa tan eficaz para soportar la embestida continua del tiempo destructor como la escritura, que en este caso recoge los ejemplos de muchos autores y de sus obras, pero también ciertas peripecias culturales —la colaboración de Munárriz en la editorial citada, o en ciertas publicaciones periodísticas y culturales, o su librería de Langreo…—.
Barcelona, Madrid, Oviedo, París… irán creando sutiles atmósferas de la evocación. A veces, también lo estrictamente literario se utiliza con un sentido simbólico. Por ejemplo, el “¡Por allí resopla!” de Moby Dick, lleva al autor a reflexionar sobre el aislamiento pandémico y a valorar el libro como “el mejor remedio contra todo”; o la memoria de Ernesto Cardenal, que se inicia con una referencia a Cortázar, nos permitirá, más allá del recuerdo de su precioso poema a Marilyn Monroe, conocer ciertos aspectos de su compromiso político; o el Me acuerdo con que John Brainard enumeró sus recuerdos de Oklahoma y Nueva York, le facilitará ordenar ciertos matices de su vida infantil y juvenil en un hermoso homenaje…
La memoria de Ángel González, “una de las figuras más emblemáticas de la generación del medio siglo”, tendrá especial significado dentro del libro y, aparte de recordar el de Ricardo Labra sobre el gran poeta, se reproduce una preciosa letra suya de canción inspirada en la popular asturiana “… a la mar fui por naranjas…”, así como aspectos interesantes de su personalidad.
Claro que los diez años de edad que nos separan me permitieron, en mis primeros tiempos de lector, conocer a Guillermo Brown, pues de los personajes de Enid Blyton supe cuando mis hijas empezaron a leer. Mas hay otro capítulo del libro que quiero rememorar, el titulado “Cuando París era una fiesta», que, según el autor, recuerda el “París como una enorme metáfora” con que lo calificó Cortázar en Rayuela, pues el libro me ha hecho pensar con cierta melancolía en la riqueza de oferta literaria y cultural que viví en mi juventud: el descubrimiento de Faulkner, de los cuentistas norteamericanos, de Joyce, de Proust, de Thomas Mann, del existencialismo, del cine italiano, del “boom latinoamericano”, así como mi primera relación con la escritura de poemas y de ficciones.
Además, recordé alguna obra en la que entonces colaboré. Por ejemplo, la antología de José María Castellet Nueve novísimos poetas españoles —en el libro se habla de ella, y en especial de Manuel Vázquez Montalbán, Terenci Moix y Pere Gimferrer, sobre los que el autor cuenta con humor placenteras anécdotas— suscitó enorme polémica, y Agustín Delgado, Luis Mateo Díez y yo escribimos y editamos una réplica jocosa titulada Parnasillo provincial de poetas apócrifos, con lo que nos divertimos enormemente.
A pesar de las enormes restricciones de aquellos años, la ebullición literaria era sin duda majestuosa. Y este libro de Miguel Munárriz, tan firmemente asentado contra el tiempo, es una prueba excelente, un magnífico testimonio de ello.
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Autor: Miguel Munárriz. Título: La escritura contra el tiempo: Ayer fue miércoles toda la mañana. Prólogo: Ricardo Labra. Fotografías: Daniel Mordzinski. Editorial: Luna de Abajo. Venta: en la página web de la editorial.
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