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Un futuro que no llega - Zenda
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Un futuro que no llega

La veraneante francesa Lo que va a pasar En las últimas décadas del siglo pasado se hicieron recurrentes un deseo y una pregunta. El deseo aspiraba a que la centuria que estaba por venir fuese mejor que aquélla en la que aún vivíamos y que pronto íbamos a dejar atrás. No parecía imposible: había sido...

La veraneante francesa

Me he acordado esta mañana de Benigno, un señor muy majo y dicharachero que era amigo de mis abuelos. Una tarde de hace unos cuantos años —más de veinte, me imagino, o casi treinta, me temo— me lo encontré delante del Aniceto Sela y, como siempre que nos tropezábamos y él andaba con tiempo y yo no tenía prisa, nos pusimos a charlar, que allí se dice dar la parpayuela, sobre esto y lo otro. Las conversaciones con él eran así, caóticas y divertidas; saltaba de un tema al siguiente sin solución de continuidad y uno salía de ellas con la sensación de que no había sacado nada en claro, pero a cambio se lo había pasado como un indio. En medio de su desparrame verbal hizo referencia a «la francesina aquella que era famosa y veraneaba en Mieres», y ahí yo lo frené y le pregunté qué francesina había sido aquélla. No recordaba el nombre, y como yo sólo conocía a dos francesines famoses le pregunté si se refería a Catherine Deneuve. Me dijo que no. Luego le pregunté si podía tratarse de Françoise Hardy, y entonces se le iluminó la cara: «¡Ésa!». De la Hardy yo había sabido unos pocos años antes, en esos territorios difusos que se abren entre el final de la adolescencia y el comienzo de la edad adulta, porque la mencionaba Aute en una de sus canciones —«L’amour avec toi», del disco Slowly— y porque de casualidad había escuchado en alguna parte «Tous les garçons et les filles». Me parecía tan inverosímil que una diva de la modernidad como Hardy hubiera elegido para veranear un lugar tan poco cosmopolita como Mieres que pensé que me estaba tomando el pelo, porque yo a Benigno lo apreciaba mucho pero no siempre me lo creía del todo. Como de aquella no había Internet, o al menos aún no era Internet lo que es ahora, di por hecho que o bien se trataba de una invención suya o bien era una de esas leyendas urbanas que empiezan a circular no se sabe por qué y terminan incorporándose a esa historia subterránea que se va abriendo paso en la conciencia de los lugares y terminan por conformar un imaginario parcial y deslavazado en el que sólo aciertan a reconocerse unos pocos iniciados. La cuestión es que pasó el tiempo y empecé a ver aquí y allá referencias variadas —todas ellas bien documentadas, y algunas prolijas en detalles— acerca de aquella estancia estival de la Hardy en Mieres —fue sólo un verano, el de 1964, y ni siquiera entero—, que resultó que al final sí que había sucedido porque la realidad, a diferencia de la ficción, no tiene ninguna obligación de someterse a las reglas de la verosimilitud. De ahí que al enterarme de la muerte de Françoise Hardy, en vez de acordarme de «Una balle al coeur», o de «La desesperación de los simios», o de «L’amour fou», o de la susodicha «Tous les garçons et les filles» —una canción que se convirtió en himno y que quizá eclipsara injustamente una carrera en la que hizo casi de todo, y todo bien—, me haya acordado de Benigno y de que fue él la primera persona que habló de aquella veraneante francesa que, en un agosto caluroso de mediados de los sesenta, pasó unos días avecindada en Mieres, en un piso del mismo barrio por el que mi padre andaría entonces despidiendo la niñez y donde su presencia debió de verse como un curioso exotismo, acaso la promesa fugaz de un futuro que todavía no llegaba.

Lo que va a pasar

"El deseo aspiraba a que la centuria que estaba por venir fuese mejor que aquélla en la que aún vivíamos y que pronto íbamos a dejar atrás"

En las últimas décadas del siglo pasado se hicieron recurrentes un deseo y una pregunta. El deseo aspiraba a que la centuria que estaba por venir fuese mejor que aquélla en la que aún vivíamos y que pronto íbamos a dejar atrás. No parecía imposible: había sido tan desastroso el siglo XX que muy mal iba a tener que darse el XXI para propiciar una añoranza en términos históricos. Eran tiempos felices: los ascensores sociales funcionaban, las economías marchaban con pujanza sostenida —pese a las sucesivas e irremediables crisis— y la mayoría de las personas navegaban por la vida con la convicción de que llegarían al puerto de destino en mejores condiciones de las que habían conocido al partir. La pregunta, íntimamente relacionada con todo esto, se interrogaba acerca de las razones que habían provocado todos aquellos males que estuvieron a punto de arrojar al abismo al mundo entero. Podían resumirse, a grandes rasgos, en tres: el nacimiento y auge del nazismo y las dos guerras mundiales, especialmente la segunda, que nos ofrecía como símbolos irrefutables la infamia de los campos de concentración —sintetizados, a su vez, en el de Auschwitz, el más emblemático y uno de los más terribles— y la apoteosis homicida de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, con la famosa exclamación de arrepentimiento del piloto —«Dios mío, ¿qué he hecho?»— que apretó el botón con el que se segó la vida de decenas de miles de personas. Caminados ya algo más de dos decenios de aquel siglo que entonces era un futuro próximo y ahora es un presente imperfecto, podemos ir haciéndonos a la idea de que nada garantiza que se vaya a cumplir el deseo: el capitalismo —que, lejos de lo que una y otra vez sostienen sus apóstoles más cerriles, sólo funciona razonablemente bien cuando los estados lo tutelan y corrigen— hace aguas merced a su probada capacidad para enriquecer a los más ricos y empobrecer a todos los demás, las sociedades se exasperan al constatar que no se atisba por ningún lado un porvenir que sea digno de tal nombre y el río revuelto genera la ganancia de unos pescadores que, sin escrúpulos ni contención, se apresuran a internarse en las corrientes con esas grandes palabras y esas promesas monolíticas que por lo común esconden razonamientos endebles y propósitos turbios. Aquella pregunta que con tanta inocencia nos hacíamos unos años atrás empieza a hallar respuesta ahora, y aquel viejo aserto que enseña que la historia es cíclica, y del que alguna que otra vez nos reímos en privado, se vuelve a escribir con plomo en los renglones torcidos de unas crónicas que se prodigan en subterfugios retóricos para no tener que mencionar lo que va siendo evidente. La culpa, suele ocurrir, es huérfana y anda repartida: quienes responsabilizan constantemente a los políticos, incurriendo en una injusta tabla rasa en la que igualan a quienes se alían con el monstruo y a aquellos que le hacen frente, olvidan —porque tal vez ni siquiera hayan pensado en la cuestión— que ellos mismos desdeñaron los asuntos públicos en beneficio de los privados sin atender a la degradación de aquéllos; los que coquetean con el mal, y hasta lo aplauden, creen que estarán siempre a salvo y no caen en la cuenta de que también ellos, antes o después, se convertirán en víctimas. El enemigo está a las puertas, y en vez de cerrarlas a cal y canto y protegerlas con todo lo que tengamos a mano, permitimos que se las encuentre entreabiertas y hay incluso quien sugiere salir a darle una bienvenida cortés e invitarlo a tomar un café tranquilamente en el salón. Fue exactamente eso lo que ocurrió hace casi cien años, cuando pasó aquello que no sabemos cómo pudo ocurrir. Está sucediendo ahora de nuevo, y no es difícil vaticinar, al menos en su línea argumental más esquemática, las consecuencias que terminará teniendo aquello que, si no lo remediamos, va a pasar.

Lo de las firmas

"No he ido este año a la Feria del Libro y me he quedado sin participar del espectáculo de entregarse a esa especie de ruleta rusa que consiste en cazar lectores imprevistos"

No he ido este año a firmar a la Feria del Libro de Madrid y lo lamento, porque la experiencia de sentarse en el interior de una caseta y aguardar la llegada de los lectores mientras por el exterior pasa la vida es una de las cosas que más disfruto cada vez que ando de promoción. No sé si les ocurre lo mismo —supongo que no— a los autores que han alcanzado la categoría de superventas y rubrican ejemplares todo el tiempo, sin apenas ocasión para mirar a los ojos a quienes van a obtener el consabido autógrafo, pero la contemplación pausada y exhaustiva del breve paisaje que uno tiene ante los ojos cuando permanece sentado en un asiento generalmente incómodo mientras el mundo gira alrededor y el género humano desfila ante él, a menudo ajeno a su presencia, ofrece un espectáculo apasionante y enriquecedor. Se aprecian así diversas tipologías humanas, de las cuales la más numerosa es la de aquellas personas que pasean sin prestarle la menor atención a uno, lo cual da una buena medida del valor que el conjunto de la sociedad concede a la cosa literaria. Están luego quienes ojean la mercancía de los puestos con mayor o menor agilidad y, cuando se tropiezan con un escritor dispuesto a entregar su firma, ejecutan acrobacias encomiables para fingir que ni siquiera han reparado en su presencia y continúan su camino igual que si ese cuerpo extraño no estuviese allí; a veces se detienen a charlar con el editor o el librero que acompaña al firmante en la caseta, ignorándolo por completo para que éste no pierda la consciencia de su insignificancia, y después prosiguen rumbo con las manos anudadas a la espalda y el aire indolente de quien camina por pura distracción, hábito en extremo saludable. Algunos compran nuestro libro bien porque saben de su existencia y vienen a ello expresamente —lo que nos llena de gozo— o bien porque se dejan caer por el reducto en el que nos atrincheramos, entablan conversación y terminan convenciéndose de las virtudes del libro que se les ofrece, cuestión que provoca en el autor una alegría extrema aunque fatigosa, puesto que no acostumbran a ser los plumíferos animales hechos a la rutina de la venta a domicilio. El último tipo es el más intrigante, y quizá por eso sea el que prefiero: se trata del visitante que se detiene en la caseta, justo delante del autor, observa con interés la portada de su libro y, después, toma un ejemplar entre sus manos; en este punto, el escritor comienza a entusiasmarse y celebra premonitoriamente la llegada de un nuevo lector mientras el otro comienza a pasar algunas páginas, por lo general mientras ejecuta leves cabezadas de asentimiento, y después se detiene a contemplar la contraportada y la solapa; si se da el caso de que en alguna de éstas figura una fotografía del padre de la criatura, la escruta con detenimiento y luego mira con atención al modelo, como si quisiera comprobar que, en efecto, el autor del libro es quien dice ser; a continuación, vuelve a ojear algunas páginas —ahora con más prisa, como si de pronto recordara que antes de salir ha dejado algo al fuego—, cierra el libro, mira fijamente al escritor, quizá le dice algo —«enhorabuena» o «gracias», suelen ser las expresiones más habituales— y después deja el libro en su sitio y sigue adelante sin mirar atrás, dejando al pobre escritor preguntándose en qué ha podido fallar, dónde estuvo el detalle que terminó por ahuyentar a quien parecía ya preso en nuestras redes, cuándo se rompió el vínculo que comenzaba a forjarse y que llegó a creer sólido como el destino. No he ido este año a la Feria del Libro y me he quedado sin participar del espectáculo de entregarse a esa especie de ruleta rusa que consiste en cazar lectores imprevistos, un juego que se desarrolla en un tenaz uno contra uno y en el que, como suele ocurrir siempre, pierde quien más desea la victoria y termina ganando el azar.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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