Portugalete. Miércoles, 31 de octubre de 1979. Poco más de las tres y cuarto de la tarde. Un muchacho de catorce años sale de su casa, camino del colegio y observa con estupefacción cómo, a escasos metros de él, un tipo encapuchado ametralla a un joven que se acababa de subir en su coche después de comer en casa de su novia, vecina del muchacho. El joven se desploma, herido de muerte, sobre el volante del vehículo haciendo sonar el claxon sin parar. Alertada por el ruido, su novia se asoma a la ventana y contempla horrorizada la escena. El muchacho, con el alma encogida, se mantiene inmóvil un par de minutos hasta que se da cuenta de que va a llegar tarde a clase. En el trayecto, su mente procesa a duras penas lo que ha visto: desde el encapuchado huyendo en una furgoneta de reparación de electrodomésticos hasta el rostro ensangrentado del joven y el llanto desconsolado de su novia. Entra en el aula en silencio, rehuyendo de cualquier conversación. Sin embargo, ya se ha corrido la voz de la noticia del atentado. Algunos compañeros cuchichean que han disparado contra un guardia civil. Uno de ellos pronuncia el consabido «uno menos». El muchacho sigue sin decir nada, por la conmoción, por la perplejidad, por el pánico… Media hora después, el director del colegio entra en el aula para interrumpir la clase de Lengua y pide al muchacho que le acompañe a su despacho. El muchacho se incorpora ante la mirada curiosa de sus compañeros y camina procurando controlar el temblor de sus piernas. En el despacho le esperan dos tipos vestidos con vaqueros y cazadoras. El muchacho trata de recordar la vestimenta de los dos hombres que cometieron el atentado. No, no es la misma. El director les presenta como dos policías. El muchacho no entiende cómo han podido averiguar que había sido testigo del crimen. Con la voz entrecortada, se limita a contar lo que terminaba de presenciar, a describir la ropa de los pistoleros y el vehículo en el que huyeron. Poco más. Espera que nada le pueda comprometer. Está muerto de miedo. Y, además, lo último que quiere es parecer un chivato delante de sus compañeros. Los dos tipos le dan las gracias y el muchacho regresa a clase, tratando de olvidar aquel día. Tardaría años en recuperar aquel episodio de su memoria.
Por aquel entonces, poco podía sospechar aquel muchacho taciturno, ávido lector, que un día sería escritor y que titularía a su novena novela La ciudad de la piel de plata. En ella pretenderá realizar un retrato social de las últimas décadas del siglo XX en Bilbao: la llegada de emigrantes desde los pueblos del interior de España, en un éxodo que los despobló; sus sacrificios por dar un futuro mejor a sus hijos vascos; la infancia y adolescencia de estos niños que crecerán sintiéndose de dos patrias, y a la vez de ninguna; sus problemas de identidad; su incorporación al mercado laboral, menos amable que el de sus padres, en una época marcada ya por la degradación de la tierra que los vio nacer… Y todo ello con la construcción del museo Guggenheim, como símbolo de recuperación de ese Bilbao en decadencia, y la búsqueda de una niña robada medio siglo antes en plena Guerra Civil.
A la hora de plantearse esta historia, aquel muchacho pensará ingenuamente que podrá soslayar el tema del terrorismo. Pero recordará que no solo presenció un asesinato en aquellos tiempos difíciles, llamados los años del plomo, sino que además tuvo que abandonar su tierra, su colegio, sus amigos, su primer amor… cuando tenía quince años, por culpa de una bomba descubierta, antes de que estallara, en los lavabos de una caseta de obras en Pobes, donde se construía uno de los últimos tramos de la autopista Vasco Aragonesa, en la que trabajaba su padre. Además, si pretende realizar un retrato social en su novela, y dotarla de ese costumbrismo que buscará en su obra, le resultará ineludible hablar del entorno hostil en el que creció su generación, muchas veces sin ser consciente de ello. Un entorno hostil marcado por el miedo que obligaba al silencio y a intentar restarle importancia y a olvidar los crímenes que se cometían. Él mismo lo haría. No sería hasta muchos años después cuando se interesaría por el nombre de aquel joven guardia civil gallego al que vio agonizar.
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Y así nacerá La ciudad de la piel de plata, en realidad, una historia de amor, no solo entre sus personajes, sino también hacia una ciudad que sabría reinventarse en un clima todavía de violencia. Aquel muchacho contará esa historia, que no será la suya, sino la de una generación que crecería rodeada por temas tabúes que no se podían comentar, ni siquiera en privado. Y, como cabía esperar, algunas voces le acusarán de haber hablado “de política” en su novela, la manera eufemística de referirse al terrorismo que usarán los que nunca lo condenaron.
Pero aquel muchacho se sentirá sereno, en calma, por haber acabado con su silencio con una historia escrita desde lo más profundo de su corazón.
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Autor: Félix G. Modroño. Título: La ciudad de la piel de plata. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros.
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