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Un elogio entusiasta de la urbe - Zenda
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Un elogio entusiasta de la urbe

Todas las veces que me he visto en el campo, o en cualquier otro paraje sin urbanizar de alguna manera, he creído vivir una de esas pastorales postcatástrofe atómica de las que nos habla la ciencia ficción de los años 60 —recuérdese a Taylor (Charlton Heston), llorando a la Nueva York destruida frente a los...

En un célebre discurso datado en el año 431 a.e.c., Pericles exhortaba a sus conciudadanos a un amor a Atenas más allá del fervor patriótico, en un sentido próximo al erotismo. Siendo yo un niño que no tenía ni la más remota idea de quién fue Pericles —a lo sumo alcanzaba a haber oído algo de la grandeza de los antiguos griegos— me daba miedo salir de Madrid. Hasta el agua me sabía raro en cualquier otro sitio. Y todavía es ahora, ya anciano, cuando no acabo de encontrarme a gusto en los lugares donde no hay cerca una boca de metro que me permita bajar, subir a un convoy y desplazarme cómodamente a cualquier otra parte en un momento.

Todas las veces que me he visto en el campo, o en cualquier otro paraje sin urbanizar de alguna manera, he creído vivir una de esas pastorales postcatástrofe atómica de las que nos habla la ciencia ficción de los años 60 —recuérdese a Taylor (Charlton Heston), llorando a la Nueva York destruida frente a los restos de la Estatua de la Libertad en la secuencia final de El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968)—, en las que, tras el holocausto nuclear, todas las ciudades se han visto destruidas y la naturaleza ha vuelto a apoderarse del planeta.

"Es ahora, cuando el neorruralismo rampante, amparado en la nefasta coyuntura política, vuelve a cargar contra la urbe, cuando Debate acaba de publicar Metrópolis"

En fin, urbanita hasta la médula del último de mis huesos, creí levitar cuando, entrevistando a Fernando Chueca Goitia, afirmó que la ciudad es el mayor invento de la humanidad. Que toda una referencia en la arquitectura española, académico, erudito y madrileño, se manifestase en semejantes términos, aportó a mi visceralidad urbana toda la racionalidad de la que adolecía cuando, más por afán de epatar al sempiterno bucolismo que por tener un argumento ponderado con que defenderlo, decía que la ciudad es el hábitat natural del ser humano.

Y es ahora, cuando el neorruralismo rampante, amparado en la nefasta coyuntura política, vuelve a cargar contra la urbe —especialmente contra la mía—, cuando Debate acaba de publicar Metrópolis, la traducción española de uno de los mayores elogios de la ciudad que se hayan escrito. Excusaré decir el entusiasmo con el que he leído el libro. Debido al historiador y periodista Ben Wilson, hablamos de más de quinientas páginas en las que, con aquella misma afirmación de Chueca Goitia como subtítulo, se refiere cómo, a través de los doscientos milenios que la humanidad lleva poblando la capa de la Tierra, nada la ha transformado tanto como lo han hecho sus ciudades, núcleos de innovación y creatividad constantes. La metrópolis sí que ha sido el verdadero progreso desde los primeros asentamientos urbanos como el de Göbekli Tepe, en la actual Turquía, hasta esa visión afrociberpunk de su ciudad que nos proponen algunos artistas de Lagos. Esta megalópolis nigeriana que con más de veinticuatro millones de habitantes es el mayor motor económico de su país también es el paradigma de la megaciudad emergente, a decir de Ben Wilson.

"En los países pobres, como España a comienzos del siglo XX, la gente vive en el campo y va en busca de progreso a la ciudad"

Aunque durante siglos sólo las habitaron minorías y lo normal era vivir en el campo, desde la Revolución Industrial la población de todas las ciudades europeas y estadounidenses ha ido inexorablemente en aumento. Más aún, desde 1950 la migración del campo a la ciudad ha sido un hecho inexorable. En los países pobres, como España a comienzos del siglo XX, la gente vive en el campo y va en busca de progreso a la ciudad, sin que nada ni nadie les obligue a ello. De hecho, ahora que España ha dejado de ser un país pobre —esperemos que no vuelva a serlo— vive mucha más gente en las ciudades que en el medio rural, al que sólo regresan quienes de una u otra manera han fracasado en su proyecto vital, en busca de sosiego, aire sano o aislamiento, convirtiéndose en una suerte de nuevos ermitaños. Tanto es así que hoy por hoy, sin afán de epatar alguno, sí podría decirse que la urbe es el hábitat natural del ser humano. Más aún, incluso en países tan remotos de nuestra perspectiva como pueda serlo Nigeria, si puede decirse que comienza a desprenderse de la maldición que se cierne desde tiempo inmemorial sobre el continente africano, en gran medida es debido al milagro económico y demográfico de Lagos.

“Por su manera de construirse sobre capas de la historia humana, por su casi infinito e incesante entrelazamiento de vidas y experiencias, las ciudades son tan fascinantes como insondables”, sostiene Wilson. “En su belleza y su fealdad, sus alegrías y sus miserias, y en lo desconcertante, desordenado de su complejidad y sus contradicciones, las ciudades son un retablo de la condición humana, algo que amar y odiar en la misma medida”.

"Desde las ciudades mesopotámicas hasta la Shanghái de nuestros días, que dicen ha sabido reinventarse ecológicamente, la urbe ha sido la cuna de la educación cívica"

El magnetismo que ejerce la urbe con sus innumerables oportunidades —eso que según sus enemigos hace de Madrid un “pozo sin fondo” de talento de otras partes de España— ha dado lugar a la mayoría de las transformaciones sociales, comerciales, científicas y artísticas. En la ciudad, garantía de protección de sus habitantes frente a la hostilidad de la naturaleza, florecieron las grandes civilizaciones. En ellas se ha alumbrado la escritura, la democracia y las técnicas de comercio. Todas las revoluciones políticas y sociales nacieron en una metrópolis.

Desde las ciudades mesopotámicas hasta la Shanghái de nuestros días, que dicen ha sabido reinventarse ecológicamente, la urbe ha sido la cuna de la educación cívica —la Atenas de Pericles— y de los mercados financieros —la Ámsterdam que en 1602 vio nacer la primera bolsa de valores—, pero también, que todo hay que decirlo, han sido lugares especialmente expuestos a las pandemias y demás hecatombes.

Antes que la Alejandría de la biblioteca (Siglo III a.e.c.), cuna de tantos saberes y grandezas, existió la Babilonia del pecado (Siglo VI a.e.c.), maldita por la Biblia, texto tan ruralista como otrora lo fuera el comunismo chino. “En la Biblia el paraíso es un jardín”, recuerda Wilson. “La ciudad, según se cuenta en ella, nació en pecado y rebelión. Se dice que fue Caín, expulsado de su tierra y arrojado al desierto después de asesinar a su hermano, quien construyó la primera ciudad (…).

"Dios ordenó a la gente que se dispersara para poblar la tierra. Pero, en contradicción directa con el mandamiento, la gente empezó a agruparse en ciudades"

«La ciudad es en el Génesis el máximo símbolo de la arrogancia humana. Dios ordenó a la gente que se dispersara para poblar la tierra. Pero, en contradicción directa con el mandamiento, la gente empezó a agruparse en ciudades y a llenarlas de símbolos de su propio orgullo». Y en ellas hay calles donde abundan los museos y centros culturales, al igual que otras donde menudean los burdeles.

Pese al odio de los dioses y de los políticos ávidos de medro al socaire del nuevo ruralismo, las urbes han demostrado una capacidad de resiliencia extraordinaria. Verbigracia, Varsovia y todas las que fueron bombardeadas durante la Segunda Guerra Mundial —por cierto, cuando Pétain prefirió rendir a Francia entera antes que asistir a la destrucción de París por los alemanes—, reconstruidas por sus vecinos con una rapidez y un entusiasmo que se dirían inspirados por ese amor a la urbe del que nos habla Pericles.

"No faltan amenidades, como puedan serlo los apuntes sobre cómo los turistas estadounidenses encontraban la mejor estampa de la democracia en los cafés decimonónicos parisinos"

De lo que dice el sabio no debemos dudar. Ben Wilson lo pormenoriza en un texto ameno a la par que lúcido. Así, en estas encomiables páginas, no faltan amenidades como puedan serlo los apuntes sobre cómo los turistas estadounidenses encontraban la mejor estampa de la democracia en los cafés decimonónicos parisinos. Un París que, por otro lado, se pavoneaba en la Belle Époque. Igualmente curioso es lo referido a cómo la natación ha constituido una de las formas más importantes del ocio ciudadano. Más sustanciosos son los fragmentos concernientes a la manera en que el trazado singular, caótico y abigarrado de la Atenas de Pericles contribuyó a que “la socialización y un sentido de la igualdad, basado en la ciudadanía, se desarrollase hasta el extremo de que esto —unido a la posibilidad de cultivar el ocio gracias a una economía que aseguraba, más o menos, la satisfacción de las necesidades básicas— fuese allí donde nació la filosofía occidental”.

Y en París, una ciudad occidental, inspirada por aquella filosofía, nacieron los Derechos Humanos, impulsados por unos revolucionarios que se llamaban a sí mismos “ciudadanos”. Sobra recordar la etimología de esta última palabra. Es más, incluso el comunismo chino —sólo superado en ruralismo por sus acólitos, los jemeres rojos— nació en Shanghái en 1921. La misma Shanghái que cien años después los nuevos comunistas chinos han convertido en todo un ejemplo de ciudad ecológica y una de las urbes más prominentes del mundo. Fue un proceso similar al que llevó a una ciudad insalubre y caótica que fue la Nueva York pretérita, que en los cuarenta primeros años del siglo XX llegó a convertirse en la capital del mundo. “La solución a nuestros problemas como especie”, viene a decirnos Ben Wilson, “no pasa por el rechazo de la idea de urbanización, sino por una mayor y mejor urbanización. Aunque ciertamente esa ciudad ideal, utópica como un falansterio, ha terminado en esas urbes distópicas que nos describe la ciencia ficción de todos los tiempos.

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Autor: Ben Wilson. Título: Metrópolis. Editorial: Debate. Venta: Todostuslibros

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Javier Memba

Tintinófilo, escritor y periodista con casi cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978–, Javier Memba (Madrid, 1959) es colaborador habitual del diario EL MUNDO desde 1990. Estudioso del cine antiguo, tanto en este rotativo madrileño como en el resto de los medios donde ha publicado sus cientos de piezas, ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción–La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008). Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014), un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada, es su última publicación hasta la fecha. Blog El insolidario · @javiermemba

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