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Un cuñado en Nueva York, por Arsénico Lupín
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Un cuñado en Nueva York

Tras la lectura, tardía pero provechosa, de Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina, vienen a la cabeza algunas reflexiones que intentaré compartir con los lectores. Ahora que el año 2016 se fue por el desagüe, y gracias a que los medios de comunicación nos entretienen con resúmenes y compendios variados de los...

Tras la lectura, tardía pero provechosa, de Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina, vienen a la cabeza algunas reflexiones que intentaré compartir con los lectores. Ahora que el año 2016 se fue por el desagüe, y gracias a que los medios de comunicación nos entretienen con resúmenes y compendios variados de los eventos consuetudinarios acontecidos en las rúas del mundo, nos enteramos de que una de las palabras del año pasado es cuñadismo, en su acepción de actitud consistente en opinar porfiando y con afán avasallador de todos y cada uno de los temas que surjan en una reunión familiar o de amigos, se tenga o no conocimiento de los mismos.

Dicen que Muñoz Molina se infectó del virus del cuñadismo en Nueva York, con ocasión de una prolongada estancia, cuando, con sueldo pagado por el Estado vía Instituto Cervantes neoyorkino, del que fue nombrado director por su notoria capacidad de gestión cultural, alegría de vivir y don de gentes, descubrió las delicias de las ciudades populosas y modernas llenas de cosas, con museos, cuadros, estatuas, librerías grandes, sastrerías elegantes y cosas así. Y la verdad es que  lo hizo con cierto ingenuo y hasta conmovedor candor, pues hasta entonces el antiguo funcionario de Úbeda había sido un escritor de muchas lecturas, pero de pocos viajes y escasa vida social. De manera que, deslumbrado por cuanto descubría y sin sospechar que tal vez otros podían haberlo descubierto antes, se vio en la necesidad imperiosa, en la obligación moral, ética, apostólica, de comunicarlas al mundo. De traernos la buena nueva. De contarnos a todos, a modo de explorador de la cultura occidental (él ahora escribiría scout, igual que escribe Thanksgiving por “Acción de Gracias” y homeless para “sin techo”, pues con tanto refinamiento cosmopolita le pierde a veces el pulso al castellano), la existencia de esos tesoros culturales de los que, sin él como faro iluminador, ni siquiera sospecharíamos la existencia.

En buen parte de los artículos habituales de AMM, tanto en este libro como fuera de él, se cumple inexorablemente el mismo patrón: lectura o paseo, visita a tal museo o exposición, ciudad por todos sobada antes de que él la visitara, deslumbramiento suyo ante lo que por él era desconocido, subida al púlpito y comunicación urbi et orbi de la buena nueva. Todo tiene un oscuro antes y un luminoso después cuando AMM lo descubre, aunque media Humanidad lo haya descubierto antes, pues cuando él escribe sobre algo, todo lo anterior se hunde en la nada. Llegar tarde (con mucho mérito de superación personal, por supuesto) y con las naturales prisas y ansias a ciertos aspectos de la literatura, la cultura, el arte, la moda, la vida, aunque ya se lleve mucho rato en ellas, tiene esas cosas, que asoma el pelo de la dehesa y uno tarda en darse cuenta del papelón que hace, o no se da cuenta nunca.

Todo lo que era sólido, que como digo se publicó hace tres años pero yo no había leído hasta ahora, es un muy sólido ejercicio de muñozmolinismo. De descubrir lo ya descubierto, dotándolo además de una postura moral, de una mirada censora y ética que constituye desde hace mucho la principal seña de identidad como escritor y opinador de AMM. Pero la cosa, en verdad, venía de antes.

A principio de los 90, si no me falla la memoria, nuestro héroe se las tuvo tiesas con Cela y Umbral, y ahí, verdaderamente, no cuesta nada ponerse con simpatía de su lado. Pero al poco, aunque nunca de forma directa, pues AMM tiene a gala ser un intelectual mesurado, la emprendió desde lejos y a base de suaves pellizquitos de monja con otros autores y columnistas más o menos respetados o seguidos por los lectores, y fue cuando empezamos a detectar la sintomatología, las ganas irreprimibles de repartir certificados de moral y buen gusto, incluso de actitud insobornable ante el poder, actitud que en el caso de AMM encaja mal con su episodio Cervantes neoyorkino. Y así, por mérito propio, decidida y deliberadamente, AMM ha acabado convirtiéndose en la caricatura de un Catón moralista y severo, árbitro, guardián y juez de costumbres, administrador de las esencias intelectuales hispanas. Lo que no deja de tener su mérito, porque en España, donde no escasea la competencia, pasar de simple pelmazo moralista y cansino a cuñado por antonomasia requiere una actitud proactiva, una contumacia que no está al alcance de cualquiera.

Por ese camino vinieron algunos otros rifirrafes con colegas, una impostada polémica a cuenta del premio Jerusalén… Siempre con la virtud como guía y la moralidad intelectual como divisa, naturalmente. Y por fin la consagración de la primavera llegó con Todo lo que era sólido, este ensayo de 2013 que quizá no sea el texto fundacional del cuñadismo, pero sí su más acabada manifestación, su más depurada síntesis. El procedimiento para elaborarlo no estuvo exento de enjundia: primero, artículo a artículo, el autor acumuló todos los tópicos sobre la pasada crisis, sin dejarse uno. Luego, olvidando a quienes sí habían dado la cara (haciéndose enemigos por ejercer de Casandras) mientras él se ocupaba de gestionar con brillantez inolvidable y cosmopolita el Instituto Cervantes en Nueva York (Arcadi Espada, Javier Marías, Ignacio Camacho, Pérez Reverte, Fernando Savater, Félix de Azúa y otros), se subió a una escalera, porque siempre hay que poner distancia y elevación, y, nada de mancharse, se calzó unos guantes de ámbar para ponerlos a todos en el modesto lugar secundario que respecto a él les corresponde. Finalmente, echó encima varias toneladas de severa solemnidad y dijo que el único que lo había visto venir todo era él, enfrentándose en solitario, desde Nueva York, pero daba igual, a las fuerzas oscuras de las galaxias. Y todo se volvió sólido. Y le dieron el premio Príncipe de Asturias, que aceptó con la cabeza baja y con su habitual modestia. Con esa condescendiente, sabia y ligera sonrisa, no desdeñosa (eso nunca) sino olímpica, que últimamente dedica al mundo vulgar en el que, muy a su pesar, se ve obligado a moverse cuando no pasea, reflexionando y sereno, por las calles de su nunca bastante mencionada Nueva York. O por Lisboa.

Todo lo que era sólidoResumiendo: el cemento que todo lo aglutina en la prosa articulera de AMM es la solemnidad, una solemnidad moralista, asfixiante, opresiva, pelmaza, insufrible, desprovista de humor, cuñadísima, que aumenta en varios kilos el peso de cada párrafo. Todo lo que era sólido predispone, incluso obliga, o por lo menos a mí me pasa, a ser leído en una postura de piadosa contemplación, de contrita humildad intelectual por parte del lector, como dándose golpes de pecho  ante el sacerdote que cuenta, a quienes hace años tienen libro de familia numerosa, cómo deben hacérselo, o no, a la esposa, al marido, al novio o a la novia.  De cualquier modo, no bien concluido, resulta que lo sólido se diluye en líquido, este se transforma en gaseoso, y el libro se olvida rápidamente. Pero la contractura de las cervicales, así como el hartazgo de tanta soberbia disfrazada de buenismo intelectual, eso sí tarda algunos días en olvidarse.

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Arsénico Lupín

Arsénico Lupín es —como su propio nombre indica— crítico literario, o algo así. Culto pero impredecible, según el pie que le pisen. Suele ser correcto excepto cuando se enfada. Lo sacaremos de la jaula de vez en cuando para que tome el aire.

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