Parece ser que los hombres creadores, especialmente los escritores, siempre han sentido la necesidad de compensar la opresión de las mujeres magnificándolas en la ficción, centrando en ellas, casi en exclusividad, como demuestra un número destacable de memorables obras literarias, sus intereses creativos. Esta paradoja la resalta en Un cuarto propio con aguda clarividencia Virginia Woolf, al señalar que «las mujeres han ardido como faros en todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos: Clitemnestra, Antígona, Cleopatra, lady Macbeth, Fedra, Crésida, Rosalinda, la duquesa de Malfi […], Millamant, Clarisa, Becky Sharp, Anna Karenina, Emma Bovary, la señora de Guermantes… ». En cambio, en sus diferentes épocas, apenas podían salir solas por la calle o decidir personalmente la compra de una vivienda. Una manera sublimada, como señala la lúcida escritora del círculo de Bloomsbury, de que «las mujeres puedan figurar en la historia sin rastro de incidencia», por mucha Hermione y Andrómaca, Berenice y Rosana, Fedra y Atalía que surquen las páginas de nuestros clásicos.
No es extraño que este ensayo continúe fascinando a las mujeres y también a la mayoría de los actuales escritores, que firmarían el poder disponer de un cuarto propio y de unos ingresos por su trabajo creativo que les evitase sus cotidianos sobresaltos, porque, como señala la autora del Orlando, «el dinero dignifica lo que es frívolo si no se paga».
Virginia Woolf, como demuestra este ensayo, es una aventajada precursora del feminismo, que ha planteado diversos aspectos de algunos de los grandes temas que luego han reclamado la atención de la perspectiva teórica feminista, desde los intrincados debates sobre los determinantes biológicos de la conducta que pueden aplicarse a los sexos, al desplazamiento hacia el género como construcción cultural. Cuestiones esbozadas, otras veces implícitas y, en la mayoría de las ocasiones, desarrolladas en este fundamental ensayo sobre el porqué no escriben las mujeres, o por qué las mujeres no han podido ocupar un papel comparable en la literatura al ejercido por los hombres hasta fechas recientes. Virginia Woolf lo explica y fundamenta, permitiéndose, de vez en cuando, alguna mordaz ironía: «Las mujeres han servido todos estos siglos como espejos con el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre al doble de su tamaño original».
La mujer siempre ha estado desvinculada o, con mayor precisión cabría decir, despojada del dominio público, de la esfera donde se negocian las amplias decisiones políticas y económicas, tradicionalmente ha quedado supeditada al estrecho orbe doméstico, donde invariablemente se representan —como en una cuarta pared— los papeles que exigen los trasuntos familiares: hija, esposa, madre, abuela. Reina y sierva del ámbito doméstico, sin cuarto propio en el que poder desnudar sus sentimientos y reflexiones, ¿cómo iba esta desheredada social a emprender la titánica tarea de resignificar su mundo desde la escritura? Como habían intentado tradicionalmente los hombres, como había podido llevarlo a cabo William Shakespeare.
Para ejemplificar esta desigual e injusta distribución del poder patriarcal y de sus símbolos, Virginia Woolf imagina la existencia paralela de una hermana de William Shakespeare, tan talentosa y decidida a poner el mundo por montera literaria como el autor de Macbeth. El contraste de las dos vidas y de las dos vocaciones literarias no deja de ser aleccionador en su desenlace y clarividente en su desconsuelo. La hermana de Shakespeare no habría tenido ni sola una oportunidad para formarse en el teatro, ni por supuesto de escribir texto dramático alguno en la sociedad isabelina. En esa frustrada vocación recrea Virginia Woolf buena parte de su historia, como se sabe esta premonitoria escritora tenía la espina clavada de no haber tenido una formación reglada y de no haber podido acudir a la universidad como sus hermanos varones.
Pero, tras las convincentes y demoledoras argumentaciones de su alegato por la conquista de las mujeres del ámbito público y de sus exhortaciones a la independencia económica y a la apropiación de la llave de su propio cuarto —como metáfora de su inexpugnable mundo interior—, Virginia Woolf tiende puentes y aboga como síntesis aglutinadora por una literatura andrógina, quizá porque es fatal para una escritora «dar la más mínima importancia a cualquier agravio; interceder, aún con razón, por cualquier causa; hablar de alguna manera conscientemente como mujer. Y fatal no es una exageración; pues todo lo escrito con ese sesgo de conciencia está destinado a morir».
Un cuarto propio puede leerse todavía hoy como un alegato feminista y como un lúcido ensayo antropológico sobre la subordinación creativa de las mujeres, pero sobre todo debe considerarse una magistral lección de literatura. Virginia Woolf transmite en cada página su pasión y respeto por el oficio de escribir, desde la alta ponderación que otorga a la emancipatoria dimensión de la escritura. La tibieza del cuarto propio y el sosiego que procuran los recursos económicos solo adquieren su profundo significado al tamiz de la creación literaria. Leyendo este ensayo sabemos que Virginia Woolf no era una Ofelia, aunque su muerte nos la recuerde enamorada de un príncipe, sino la talentosa hermana creativa de William Shakespeare.
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Autora: Virginia Woolf. Título: Un cuarto propio. Editorial: Akal. Venta: Todostuslibros.
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