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El crimen de Malladas: Por vuestra boca muerta - Luis Roso - Zenda
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Un ajuste de cuentas con la verdad

En el verano de 1915, cinco víctimas —entre ellas dos niñas y una mujer embarazada— fueron masacradas a hachazos en una finca remota de un municipio fronterizo al noroeste de Cáceres, y como consecuencia cinco campesinos del lugar fueron arrestados y condenados a cadena perpetua. La condena fue el inicio de un largo proceso de...

En el verano de 1915, cinco víctimas —entre ellas dos niñas y una mujer embarazada— fueron masacradas a hachazos en una finca remota de un municipio fronterizo al noroeste de Cáceres, y como consecuencia cinco campesinos del lugar fueron arrestados y condenados a cadena perpetua. La condena fue el inicio de un largo proceso de búsqueda de la verdad protagonizado por los abogados defensores, convencidos de la inocencia de sus defendidos y de que se había cometido un gravísimo error judicial.

Zenda reproduce la introducción a El crimen de Malladas: Por vuestra boca muerta (Alrevés, 2022), de Luis Roso.

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¿Cuándo supe por primera vez de la existencia del cri­men de Malladas?

Ignoro la fecha exacta, pero tuvo que ser allá por el oto­ño del 2016, o puede que un poco antes. Mi primera novela, Aguacero, se publicó el 1 de junio de ese año, y dado que venía respaldada por una editorial grande y algunas buenas críti­cas, tuvo una gran acogida en mi pueblo, Moraleja, en el no­roeste de la provincia de Cáceres, de unos siete mil habitan­tes. En los meses que siguieron me organizaron allí un par de presentaciones, y en una de ellas, en el mes de noviembre, una vecina y poeta local —Flora Talavera Canales— levantó la mano y comentó la semejanza entre la trama de mi libro, que giraba en torno a varios asesinatos ocurridos en la sierra de Madrid, en plena dictadura franquista, y un crimen que había tenido lugar en el pueblo mucho tiempo atrás.

Tengo ese recuerdo grabado en la memoria, aunque como digo no estoy del todo seguro de si fue esa la primera vez que me hablaron del crimen: puede que alguien lo hubiera hecho en las semanas anteriores en persona o a través de redes sociales. Pero de lo que no tengo dudas es de que fue a partir de la publicación de Aguacero cuando tuve conoci­miento del caso.

Cuento esto porque considero que es bastante significa­tivo. Yo publiqué esa novela con veintisiete años, y en esos veintisiete años jamás oí mencionar una palabra sobre el crimen pese a que la finca de Malladas dista apenas diez kilómetros de mi domicilio familiar.

"Todo lo que hice fue una búsqueda rápida en Internet, gracias a la que me topé enseguida con el artículo de un catedrático llamado Laureano Robles Carcedo publicado en 1992"

Naturalmente, la historia llamó mi atención de inme­diato. Sin embargo, en aquellos momentos, entre el 2016 y el 2017, me encontraba en plena promoción de Aguacero e inmerso en la escritura de mi siguiente novela, Primavera cruel. Además, residía en Madrid y trabajaba como profe­sor de Secundaria, por lo que no tenía oportunidad de de­tenerme y documentarme en profundidad. Todo lo que hice fue una búsqueda rápida en Internet, gracias a la que me topé enseguida con el artículo de un catedrático llamado Laureano Robles Carcedo publicado en 1992 en una revista cultural extremeña. «Unamuno y el crimen de Malladas» reproducía un informe enviado a Miguel de Unamuno en 1918 que Robles Carcedo había hallado fortuitamente en la casa-museo del escritor en Salamanca (ver página A).

El informe se lo envió a Unamuno un abogado y militar que había participado en el juicio del crimen, Manuel Telo García. Se trataba de un texto denso y deslavazado, no apto para una lectura ligera como la que yo pretendía entonces, por lo que me limité a extraer de él algunos datos generales del suceso —la fecha del crimen, el número de víctimas, etcétera— y a guardar el documento en el disco duro de mi portátil para más adelante.

En febrero del 2018 se publicó Primavera cruel y poco después dejé Madrid para instalarme en Ávila durante un curso escolar tras obtener una vacante en un instituto de aquella provincia. Allí escribí mi tercera novela, Durante la nevada, y allá por la primavera del 2019, cuando esta no estaba aún terminada, consideré que necesitaba tomarme un respiro. El texto iba bien encaminado, pero yo estaba mentalmente agotado de él. En realidad lo que precisaba no era tanto un respiro como un cambio de aires: aparcar por un tiempo, siquiera unos días, la escritura de la novela y despejar la cabeza con algo distinto, concentrarme en otra cosa, lo que fuera, para así tomar distancia con el texto. Justo coincidió que se acercaba la Semana Santa y que en ella me volvía al pueblo: qué mejor oportunidad para desco­nectar, me dije; lo único que necesitaba era otro proyecto en el que ocupar mi tiempo para evitar caer en la tentación de regresar al manuscrito del que deseaba alejarme —porque la cabra siempre tira al monte, y el escritor al manuscrito que tiene entre manos—. Para ello, quién sabrá por qué, se me ocurrió dirigir mi atención a lo de Malladas.

"Se trataba de un quíntuple homicidio ocurrido prácticamente en la puerta de mi casa"

Lo hice sin un propósito claro, sin método ni organización. Lo que pretendía era comenzar a elaborar un archivo de materiales, acumular recortes de prensa y quizá grabar al­gunas entrevistas. O sea, echar un vistazo un poco más pau­sado al asunto, a ver qué me encontraba, pero sin intención real de escribir nada, al menos no en el corto o medio plazo, principalmente porque tiempo atrás —al hojear el informe enviado a Unamuno— ya había vislumbrado que aquello era un lodazal en el que no me convenía adentrarme.

A fin de cuentas, se trataba de un quíntuple homicidio ocurrido prácticamente en la puerta de mi casa y en el que podían haberse visto implicados de un modo u otro los an­tepasados de algunos de mis vecinos y amigos. Para colmo, entre las víctimas había dos niñas pequeñas y una mujer embarazada, y nada estaba más alejado de mis preferen­cias como escritor y como lector que los crímenes demasia­do truculentos, el morbo por el morbo mismo. Sin embargo, pensé que no perdería nada por distraerme con el tema y de paso saciar un poco mi curiosidad.

La relectura atenta del artículo publicado por Laureano Robles Carcedo fue mucho más ardua de lo que suponía. Entre otras cosas porque el informe daba por supuesto que el lector para el cual se había redactado —es decir, el propio Unamuno— estaba al corriente de algunos pormenores del caso y del resultado del posterior juicio. Era por ello que, para mí, tantos años después, aquel texto era un buen pun­to de partida, pero no despejaba todas las incógnitas del suceso. En cierta medida, planteaba muchas más dudas de las que resolvía.

Con la relectura del informe todavía fresca, acudí al al­calde de Moraleja, Julio César Herrero Campos, así como a otras personas del pueblo —sobre todo ancianos— en busca de información. Pero, aunque obtuve algunos datos valio­sos, de lo que me percaté enseguida era de que nadie sabía demasiado; también de que muchos de los que creían saber algo en el fondo no conocían más que rumores, la mayoría sin lógica ni fundamento; y, finalmente, de que sobre el cri­men existía un nivel de desinformación tal que rayaba a ve­ces en el absurdo, incluso entre los descendientes de quienes habían tenido participación en el posterior proceso judicial.

Fue precisamente el encuentro con una de esas descen­dientes, Mercedes Alfonso Junquero, el que provocó que cambiara mi postura acerca de escribir sobre el crimen.

"Parafraseando a Nietzsche, yo me había asomado inge­nua, inconscientemente al abismo, y este me devolvía una mirada gélida, escalofriante"

Hasta ese encuentro con Merche —que tuvo lugar hacia el final de esa Semana Santa del 2019—, yo tenía decidido plantarme y no ir más allá. El crimen de Malladas se me antojaba un rompecabezas demasiado complejo, demasiado macabro y demasiado cercano a mí como para invertir en él mi tiempo y mi esfuerzo. Al cabo, yo no era historiador ni periodista, sino un novelista de ficción, alguien que no necesitaba embarcarse en investigaciones de esa magnitud para satisfacer a sus lectores.

El encuentro duró un par de horas, y en ese tiempo Mer­che se emocionó hasta el llanto al contarme cómo el estigma de ese crimen perseguía a su familia desde hacía más de un siglo. Ella era bisnieta de uno de los condenados, Lucindo Cantero, y aunque no tenía una idea demasiado precisa de lo sucedido en Malladas y de toda la polvareda que el crimen había levantado en su momento, lo que me quedó claro fue que para ella esta historia no era una cicatriz del pasado, sino una herida todavía abierta, sangrante y presente.

Ese encuentro, como digo, me obligó a realizar un pro­fundo examen de conciencia. Yo había encarado el proyecto como un pasatiempo —pese a que ya había captado señales que indicaban que me convenía mantenerme al margen—, pero de repente ocuparme del asunto de Malladas pasó a ser poco menos que una obligación moral. Una responsa­bilidad. Una carga. Y hasta una maldición, porque en poco tiempo, en cuanto se corrió la voz de lo que estaba hacien­do, en mi pueblo iba a dejar de ser el autor de Aguacero para convertirme en el chico que estaba investigando lo de Malladas. Pronto casi toda mi vida iba a comenzar a girar en torno a ese crimen y a esa investigación.

Parafraseando a Nietzsche, yo me había asomado inge­nua, inconscientemente al abismo, y este me devolvía una mirada gélida, escalofriante.

Había visto a una persona emocionarse y llorar delante de mí. Un llanto de pena y de impotencia. Mis principios me impedían regresar sin más al manuscrito de la nove­la que estaba terminando y olvidarme de lo de Malladas quién sabía por cuánto tiempo.

"Si en un siglo no había aparecido la persona idónea para llevar a cabo la investigación, no cabía suponer que fuera a aparecer entonces."

Entendí que aquel suceso había causado un destrozo tre­mendo en numerosas familias, tanto que un siglo después todavía eran visibles sus estragos; sin embargo, en todo ese tiempo nadie se había tomado la molestia de investigarlo a fondo. El crimen de Malladas, convertido prácticamente en una leyenda, en un cuento de viejos adornado de rumores y elucubraciones a cada cual más ridículo, llevaba cien años aguardando a que alguien tuviera suficiente ánimo, valor o inconsciencia para intentar un ajuste de cuentas con la verdad. Yo no tenía por qué ser ese alguien, por supuesto que no. Insisto en que no soy historiador ni periodista. Pero fui consciente enseguida de que el reloj corría en contra de eso mismo, de la verdad. Fui consciente de que no había un solo momento que perder, ya que cada día, cada mes y cada año que transcurriera podía suponer la pérdida definitiva de algún testimonio relevante; de hecho, ya escaseaban los vecinos que hubieran coincidido en el tiempo con algunos de los protagonistas.

Si en un siglo no había aparecido la persona idónea para llevar a cabo la investigación, no cabía suponer que fuera a aparecer entonces. Y por ello me arrogué el derecho de hacerlo yo.

No era mi deber como escritor, ni mucho menos —un escritor no tiene por qué ejercer de activista ni comprome­terse con ninguna causa—, y además yo no contaba con la formación ni la experiencia adecuadas. Pero sí contaba con una ventaja importante: que gracias a mis anteriores libros mi nombre era relativamente conocido en la zona, lo que me abriría muchas puertas seguramente cerradas a otros investigadores venidos de fuera. Eso, me consolé, ya era algo.

Unos meses después de esa Semana Santa del 2019, nada más concluir la novela que tenía entre manos —que no se publicó hasta octubre del 2020—, me concentré en investi­gar el crimen. Le dediqué todo aquel verano, aprovechando mis vacaciones del instituto, pero no fue bastante. Ni por asomo. La investigación, lo atisbé muy pronto, iba a alar­garse durante años y a complicarse hasta límites insospe­chados. Y dado que, por mi trabajo como profesor, no podía dedicarme en exclusiva a ello —además de que continuaba destinado como interino lejos de los lugares donde debía investigar—, lo que decidí, para no frustrarme demasiado y para que no hubiera un parón demasiado grande en mi carrera literaria, fue continuar avanzando en lo de Malladas mientras en paralelo continuaba con otros proyectos.

En esas llegó la pandemia de covid, que me sorprendió como profesor en Segovia, y durante el confinamiento de la primavera del 2020 prácticamente terminé la que sería mi cuarta novela, Todos los demonios. Una vez rematada esa, y en espera de su publicación —que se retrasó hasta noviem­bre del 2021—, me volví a concentrar en Malladas.

"Unas páginas atrás he dicho que investigar lo de Malla­das no era mi deber como escritor, y lo sigo manteniendo"

Las entrevistas a vecinos y visitas a archivos y campo­santos de pueblos remotos se convirtieron pronto en una tarea rutinaria —en la que, por cierto, embarqué a no po­cos de mis amigos—, y finalmente, tras mucho tiempo y esfuerzo, conseguí material suficiente para escribir el libro. El problema entonces era que no sabía cuál sería la mejor manera de hacerlo. Cuál era la mejor manera de dar salida a todo ese material.

Jorge Luis Borges tiene un relato de apenas una página de extensión titulado «Borges y yo» en el que se plantea la diferencia que él percibe entre el Borges real, la persona de carne y hueso que «vive», y el Borges autor, el cual «tra­ma su literatura». Esta dicotomía no termina de resolverse porque quizá no haya modo de resolverla. Tal y como afir­ma Borges en la última línea del relato: «No sé cuál de los dos escribe esta página».

Esta misma era la sensación que llevaba experimentando yo desde el inicio de la investigación. No tener claro quién era la persona que estaba investigando y, por descontado, tampoco quién era la persona que debía escribir la historia. Y, en consecuencia, cómo debía encarar la escritura.

Unas páginas atrás he dicho que investigar lo de Malla­das no era mi deber como escritor, y lo sigo manteniendo. Pero la cuestión era que yo no estaba investigando aquello porque fuera mi deber como escritor, ni tampoco con nin­gún fin comercial, sino que lo hacía porque lo consideraba mi deber como vecino de Moraleja. El ajuste de cuentas con la verdad no era un compromiso del novelista Luis Roso, sino del otro Luis, el hombre de carne y hueso que se escon­día tras el novelista. O sea, yo.

"Solventar esta discordancia fue un auténtico quebradero de cabeza, ya que un novelista no tiene por qué ceñirse a la verdad"

Ese era el dilema, el desafío. El Luis de carne y hueso, el vecino de Moraleja, había asumido la responsabilidad de investigar y escribir sobre Malladas. Pero, llegada la hora, quien debía ocuparse de esa segunda labor —la escritu­ra— era el otro Luis, el novelista, que era quien poseía la capacidad para hacerlo. Y también quien podía procurar que la historia fuera publicada en una editorial potente y, por tanto, alcanzara a un público amplio. Porque si la his­toria quedaba circunscrita a un número muy reducido de lectores no podría hablarse de ningún ajuste de cuentas con la verdad, pues el caso continuaría envuelto en penumbra para la mayoría.

Solventar esta discordancia fue un auténtico quebradero de cabeza, ya que un novelista no tiene por qué ceñirse a la verdad: puede mezclar la realidad con la ficción según su criterio, y nadie podrá reprocharle nada. Un novelista como Luis Roso podría emplear la información real acerca del crimen de Malladas para crear una obra de ficción, o más exactamente emplear la ficción para rellenar o adornar aquellas partes de la historia sobre las que la investigación no hubiera arrojado ninguna luz; completar las lagunas de la realidad a través de la ficción, conformando un relato ordenado con sus personajes principales y secundarios, sus diálogos y sus escenas perfectamente ambientadas.

Pero eso no sería honesto. No en este caso, dado que no era el novelista Luis Roso, sino el otro Luis quien había asumido la responsabilidad.

En cien años nadie había investigado el crimen de Ma­lladas, y no sería honesto que la primera persona en ha­cerlo se aprovechara de ello para crear una obra repleta de elementos ficcionales. De invenciones. De mentiras. Una novela sin más. No sería honesto si de lo que se trataba era de saldar la deuda histórica contraída con la memoria de las víctimas del crimen, de sus presuntos verdugos y del resto de las personas cuyas vidas se vieron afectadas —o truncadas— por el crimen y por el posterior proceso judi­cial, tal y como era mi deseo.

En su novela El monarca de las sombras, Javier Cercas pone sobre la mesa algunas cuestiones parecidas. Cercas cuen­ta en esta obra la historia de un tío suyo, Manuel Mena, muerto en el frente del Ebro mientras combatía en el bando franquista, y al comienzo se pregunta por qué ha tardado tanto en abordar esa historia. Afirma que, tras acumular y revisar cierta documentación sobre su tío, se decidió a no escribir nada sobre él porque temía no ser capaz de hacer­lo, o de no estar a la altura que la historia requería. Lue­go terminó por escribirla, pero ya en las primeras páginas apunta algunas dudas que le surgieron sobre cómo hacerlo: «¿Hubiera debido mezclar realidad y ficción, para rellenar con esta los huecos dejados por aquella? ¿O hubiera debido inventar una ficción a partir de la realidad, aunque todo el mundo creyese que era veraz, o para que todo el mundo lo creyese?».

"No hay nada inventado en la historia que sigue, y que siempre que el narrador dé un salto al vacío para ir más allá de lo que se recoja en la documen­tación, se informará de ello al lector"

Luis Roso, como novelista, podía crear una ficción acerca del crimen de Malladas, o rellenar con ficción las lagunas de la investigación. Y si lo hiciera, probablemente el resul­tado sería una obra atractiva y que además se leería con facilidad, ya que sería una novela al uso, con sus buenos y sus malos, sus giros y revelaciones, y con un final cerrado y satisfactorio. Pero el otro Luis —el de carne y hueso, el vecino de Moraleja— no podía permitir que el novelista hi­ciera eso. No podía permitirle a su alter ego liarse la manta a la cabeza y ponerse a inventar, a fabular, sobre un asunto del que nadie había investigado anteriormente. Porque ese relato repleto de invenciones —de mentiras— pasaría a ser la verdad para casi todos.

Entonces ¿por qué este libro está catalogado como «nove­la» y no como otra cosa? Sobre todo porque, como ya he di­cho antes, quien se dispone a escribirlo no es un historiador ni un periodista, sino un novelista. Y ese novelista, por más que vaya a ajustarse siempre a la información estrictamen­te documentada, usará su condición de novelista —su téc­nica, sus recursos— para hilvanar y elucubrar a su antojo, también para expresar sus dudas u opiniones respecto a esa información, haciendo constar en todo momento, eso sí, dónde está el límite entre los hechos probados o probables y su propia voz.

Lo que intento decir es que no hay nada inventado en la historia que sigue, y que siempre que el narrador dé un salto al vacío para ir más allá de lo que se recoja en la documen­tación, se informará de ello al lector. Del mismo modo, si en algún pasaje existiera un desfase importante entre lo recogido en este libro y la realidad, esto deberá achacarse exclusivamente a las fuentes documentales, no a la falta de honestidad del autor.

¿Es este el mejor modo de afrontar la escritura de este relato? ¿Es esta la mejor opción desde el punto de vista li­terario o narrativo, o incluso desde el punto de vista comer­cial? ¿No sería más sencillo para todos que esto fuera una novelita corriente, basada en hechos reales, en lugar de un relato híbrido, sin un género definido, y en ocasiones enre­vesado hasta el extremo?

Más sencillo sí, de eso no hay duda. Pero la verdad rara­mente es sencilla de contar o hasta de creer. Y raramente, por cierto, se puede desvelar sin asumir algunos riesgos, como he podido comprobar por ciertas coacciones recibidas durante la investigación y escritura de esta obra, en las que prefiero no detenerme. Pero el mismo Unamuno tuvo como divisa personal una frase que me he repetido muy a menudo en estos tres años —una frase que rescató, por cierto, el cineasta Manuel Menchón para su documental sobre la muerte del escritor, Palabras para un fin del mundo, del 2020—: veritas prius pace, es decir: «antes la verdad que la paz». La verdad por encima de todo, la verdad a cualquier coste, la verdad ante­puesta a los espurios intereses de un novelista como yo, y a los legítimos intereses de un lector como usted. Y este libro, ya lo he dicho, no es más que eso: un ajuste de cuentas con una verdad enterrada en más de cien años de falsedades, de olvido y de silencio.

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Autor: Luis Roso. Título: El crimen de Malladas: Por vuestra boca muerta. Editorial: Alrevés. Venta: Todostuslibros

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Luis Roso

Luis Roso (Moraleja, Cáceres, 1988) es un novelista de género negro. Entre sus obras destaca la serie protagonizada por el inspector de policía Ernesto Trevejo, ambientada en la dictadura franquista. Es licenciado en Filología Hispánica e Inglesa, y actualmente trabaja como profesor de secundaria en Castilla y León. @_LuisRoso

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