Imagen de portada: Carlo V en Yuste, Miguel Jadraque y Sánchez Ocaña.
Catorce relevantes escritores se han unido en Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa, libro gratuito de Zenda patrocinado por Iberdrola. Con Última noche en Yuste, Juan Manuel de Prada nos pone en la mente de un Carlos V anciano, que conversa con su mayordomo sobre los sucesos que han ocurrido durante su reinado y en su vida personal.
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El mayordomo Luis de Quijada asistía al anciano Emperador Carlos desde su reclusión en Yuste. Había llegado vencido por los años, los trabajos de la guerra y las intemperancias del apetito, doloridos los huesos, más descolgado que nunca el labio inferior, que era el distintivo regio de su estirpe. El Emperador había decidido separarse del mundo, separarse del poder, separarse de las riquezas, separarse de la ambición, separarse de las pasiones, separarse de la gloria que lo había aureolado desde la cuna. Y Luis de Quijada había acompañado al Emperador desde el castillo del conde de Oropesa, en la última estación antes de llegar al monasterio jerónimo, cuando su litera pasó entre dos filas de alabarderos formados, que arrojaron con tristeza las alabardas al suelo, porque ya no querían usar más aquellas armas, después de haberlas empleado en su servicio. Más tarde, había subido con él por la cuesta pedregosa que conduce desde Cuacos al monasterio, donde toda la comunidad jerónima, con el prior al frente, había besado su mano baldada por el reúma, antes de acompañarlo hasta la iglesia, para cantar un Te Deum de acción de gracias.
—Adelante, don Luis, no os quedéis a la puerta —dijo, con la voz teñida de lejanías—. Ayudadme a incorporarme del lecho.
Luis de Quijada tenía permiso para entrar sin anunciarse; pero no lograba acostumbrarse a las familiaridades que el Emperador graciosamente le había concedido. Tumbado en su lecho, con la cabeza orientada hacia el mediodía y el viudo corazón hacia poniente, el Emperador oía misa todos los días, a través de una abertura practicada en la pared por la que los frailes jerónimos le daban la comunión. Luis de Quijada lo ayudó a alzarse y lo condujo hasta el sitial, de roble y cuero, que se hallaba junto al ventanal. Todos los días le pedía noticias de su hijo Felipe, que lo inquietaban. Luis de Quijada le había narrado meses atrás, con palabras encendidas de entusiasmo, el triunfo de San Quintín; pero el Emperador había lamentado entonces que Felipe no hubiese seguido avanzando hasta París. Para espantar su desazón, el Emperador se había rodeado de relojes que destripaba durante el día para después recomponerlos durante la noche. Y así, perdiendo entre los dedos engranajes y ruedecillas, como se pierde el agua entre los mimbres de un cestillo, se le iban al Emperador las horas, las noches y los pulsos del corazón.
—¿Han llegado noticias de Gravelinas? –preguntó, con niebla en la mirada.
—Son todavía confusas, señor… —murmuró el mayordomo, sin atreverse a cruzar la mirada medrosa con la de su señor.
—Siempre son confusas las noticias de la derrota –dijo el Emperador, con una suerte de severa nostalgia que parecía venir de ultratumba—. La era de las grandes victorias toca a su fin. Y Europa entrará pronto en fermentación, como el mosto en la cuba.
Contempló, a la luz del crepúsculo, el jardín de naranjos y limoneros que resplandecían como el fuego, antes de perderse entre suaves paseos de olmos, fresnos, castaños y nogales, que luego, hacia el Sur, se entreveraban de robles, encinas y olivos. Al Norte, sobre los tejados, se veían las cumbres abruptas de Gredos, que tenían a Yuste en su falda. Por el cielo revoloteaban graznando los grajos que anunciaban la noche, como nuncios fatídicos de muerte. El Emperador contempló complacido los parterres alumbrados de rosales de Bruselas.
—¿Por qué no habéis mandado plantar también tulipanes, don Luis? —le preguntó.
—Son las flores de la Reforma, señor —dijo el mayordomo, titubeante—. Pensé que os podrían ofender.
—Las flores son todas de Dios; nada que venga de Dios puede ofenderme.
A veces, mientras contemplaba las flores del jardín, el Emperador creía ver el rostro de la Emperatriz Isabel, tal como la había retratado Tiziano, pero más vivo aún sobre el fondo luminoso y verde, como la llama suave de una rosa sobre la verde espina. Habían transcurrido ya veinte años de la muerte de la Emperatriz, de quien tan enamorado había estado, de quien tal vez lo siguiese estando todavía, entre las cenizas de la vejez.
—Me encargaré, pues, de que los planten —se excusó, aturullado—. Pero habrá que esperar el tiempo propicio…
—No podré verlos florecer… —murmuró el Emperador—. Ni tampoco veré la derrota de la Reforma. ¿Sabéis por qué la combatí con todas mis fuerzas?
Luis de Quijada procuró que su voz no sonase ampulosa:
—Sois el paladín de la Iglesia. Y no podíais admitir que un fraile bellaco la corrompiese…
—La Iglesia ya estaba terriblemente corrompida, no era posible corromperla más… —lo atajó el Emperador con una sonrisa cansada—. Pero no se pone remedio a los errores cayendo en uno más grande. ¿Recordáis la parábola evangélica del trigo y la cizaña? Allí se nos advierte contra el peligro de arrancar la cizaña antes de tiempo; y se nos indica que esa es una tarea que no nos corresponde ejecutar a los mortales. Lutero pensó presuntuosamente que podía anticiparla…
Luis de Quijada sabía de los muchos esfuerzos empleados por el Emperador en evitar la división religiosa de Europa. Y sabía de sus afanes, primero en las dietas organizadas para aplacar a los rebeldes, después en la convocatoria del Concilio de Trento, venciendo incluso las reticencias de Roma.
—Los dogmas religiosos no son meras abstracciones sin consecuencias sobre la vida, don Luis. Lutero pensó que podría alterar algunos dogmas sin que el edificio se resintiese. Y sólo consiguió desbaratarlo. ¿Entendéis lo que os quiero decir?
Luis de Quijada agachó la mirada, compungido:
—Me falta ciencia para entenderlo del todo, señor.
Y, sobre todo, le gustaba que la inteligencia del Emperador se avivase; pues, mientras le hablaba de estas cuestiones, parecía recuperar el brío juvenil. Sentado en el sitial, el Emperador parecía, paradójicamente, más desvalido que nunca. La barba blanca y sin retajar le daba un aspecto de monje antiquísimo, como rescatado de alguna miniatura medieval.
—Repara, por ejemplo, en el dogma del pecado original —dijo—. La naturaleza humana está herida por el mal; pero conserva el instrumento de la libertad y los beneficios de la Redención para vencerlo. Lutero adulteró este dogma, instaurando una visión aciaga de la naturaleza humana y negando nuestra libertad para alcanzar el bien. Y si la naturaleza del hombre está corrompida, su razón, inevitablemente, se vuelve ciega y sorda. Así la definió Lutero: ciega, sorda, necia, impía y sacrílega. Y una razón tarada…
—No puede entender el mundo —concluyó Luis de Quijada.
—Eso es… No puede alcanzar las verdades universales… Tiene que conformarse con crear su propia verdad, una verdad ideal o subjetiva. Y así el mundo termina convertido en un caos, en una pesadilla, en un vacío atroz. Es el desenlace natural, cuando la razón no puede alcanzar una visión unitaria del mundo.
El Emperador se había acodado sobre la mesa de roble donde se alineaban varios relojes. Antes de recluirse en Yuste, los relojes ya eran un antiguo amor y un consuelo firme del Emperador. Pero, recién llegado a Yuste, había ordenado que el matemático Juanelo Turriano le trajese varios de su taller, con los que se pasaba las noches de claro en claro. Los relojes, que están hechos para medir y recordar el tiempo, le servían al Emperador para olvidarlo, tal vez para mejor acordarse de la eternidad. Mientras los destripaba y volvía a componer, contemplando absorto la perfecta armonía de sus engranajes y ruedecillas dentadas, el Emperador evocaba la armonía de una edad dorada que había soñado con volver a instaurar.
—Y, si ni siquiera podemos concebir una imagen unitaria del mundo, ¿cómo vamos a concebir la eternidad, allá donde no hay tiempo? –preguntó el Emperador en un murmullo.
Al Emperador le gustaba que su mayordomo le leyese de vez en cuando un capítulo de las Confesiones de San Agustín sobre el fluir del tiempo. Luis de Quijada se lo leía en voz alta, como un cántico, porque el cántico, el fluir melodioso de la voz humana, le ayudaba a entender mejor la esencia del tiempo. Y mientras Luis de Quijada leía el pasaje agustiniano, el Emperador se dedicaba a su diversión predilecta, que era cuidar de sus relojes y mantenerlos todos andando al unísono. A veces, cuando no lograba conciliar el sueño, le pedía que lo ayudase a desbaratar alguno, para volver a montarlo de nuevo.
—Lutero era un fraile fracasado —se atrevió a deslizar el mayordomo, pensando que así lo consolaba—. Un maldito de Dios, rehén de las concupiscencias más torpes. Ahora se estará pudriendo en el infierno.
—No le deseo semejante cosa —lo atajó el Emperador—. Espero que se haya salvado y haya podido al fin comprender la verdad. Detrás de su furor reformista palpitaba, ciertamente, el fracaso. Pero no creas que su fracaso mayor era de índole carnal. Era más bien el fracaso espiritual de un hombre que había hecho todo tipo de sacrificios, penitencias y abnegaciones por alcanzar la unión con Dios. Y, al no lograrla, trató de justificar sus propias debilidades: puesto que el hombre pecador nada podía hacer por alcanzar la salvación, concluyó que Cristo ya había sufrido suficientemente por nuestros pecados; y que, por lo tanto, ya estábamos perdonados. ¿Sabes lo que esto significa?
Luis de Quijada lo ayudaba a desbaratar los relojes, pero no a recomponerlos. Un reloj no se compone «entre varios»; y aunque así se hiciera, el Emperador no lo hubiera querido, porque «entre varios» no hubiese alcanzado lo que buscaba.
—Que nos basta con tener fe para salvarnos. Que nuestras obras son indiferentes, que podemos pecar sin temor a condenarnos.
—A simple vista parece una visión promisoria, porque aleja la culpa y el remordimiento de nuestras almas –asintió el Emperador—. Pero en el fondo se trata de una idea sombría, porque niega la libertad humana para vencer las tentaciones y también la gracia de los sacramentos. Según Lutero, el hombre carece de capacidad para sobreponerse al pecado; así que será su propia conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, la que ordene su vida religiosa.
La operación de montar un reloj producía en el Emperador una suerte de paz beatífica, en la que las turbaciones del alma se volvían imposibles. Montaba sus relojes con amor, con meticuloso cuidado, con atención absorta, hasta ajustar todas las piezas con perfecto orden.
—Es la soberbia de la ignorancia —dictaminó Luis de Quijada, creyendo que así halagaba a su señor.
—Y algo todavía peor —dijo el Emperador—. Un hombre dispensado de discernir un orden moral objetivo puede refugiarse en su conciencia subjetiva. El bien ya no será una categoría que el hombre discierne a través de la razón, sino lo que en cada momento determine que es bueno; o, dicho más descarnadamente, lo que le beneficie. Y el mal será desde ese momento aquello que le perjudique. Así la conciencia humana se convierte en un instinto sin freno, guiado por la pura conveniencia; y el hombre, tomando las decisiones que le convienen, se cree libre como el viento, aunque sólo sea esclavo de sus pasiones. De ahí nacen los conceptos políticos más monstruosos.
Al Emperador le quedaban apenas tres dedos de la mano derecha para montar relojes, pero lo hacía con una facilidad pasmosa, con la misma facilidad con que en sus años mozos había organizado el gobierno del mundo. Para el Emperador, el arte del gobierno se traducía en una Imago Mundi como reloj perfectamente engrasado, silencioso o sonoro en sus tiempos, lleno de conciencia, de virtud interior, de sobrio ornato, como limpio espejo del alma. Pero esa luminosa Imago Mundi había sido desbaratada y traicionada por Lutero. Hasta los cielos azules de la unidad europea se habían encapotado con las negras nubes de la herejía y la discordia. Solamente los relojes, amigos fieles y constantes, lo satisfacían ya. No se cansaba de ver la regularidad de sus movimientos, que pasaban de la ruedecilla al piñón, del piñón a la ruedecilla, con igualdad y elegancia, en maravillosa armonía.
—¡Ay, don Luis, si fuera una cuerda la milicia, y otra cosa con ella, bien engrasada, la política, y otra la economía, y otra la ciencia, y una aguja el monarca y otra la Iglesia, y un hermoso horario la historia universal, y todo girase concorde en su diversidad, al compás de los cielos, en la sucesión de las noches y de los días! –se lamentó el Emperador—. Ese es el mundo que quise construir. Por eso combatí a Lutero.
—Por alcanzar el orden perfecto querido por Dios.
—Pero si la inteligencia humana está tarada por el pecado original, como pretendía Lutero, no puede aspirar a entender las leyes de la política —continuó el Emperador, con voz lóbrega—. Acaso sin pretenderlo, la doctrina de Lutero legitima el poder concebido como instrumento para reprimir la intrínseca maldad humana.
Luis de Quijada contemplaba sus manos baldadas por el reúma, que al contacto con las piezas del reloj destripado se volvían milagrosamente ágiles. Se atrevió a comentar:
—Y, sin embargo, azuzó la rebelión de los campesinos alemanes contra sus príncipes…
—Lo hizo porque pensó que los campesinos lo apoyarían en su lucha contra Roma. Pero luego, una vez consiguió que esos príncipes felones abrazasen su doctrina, los exhortó para que aplastasen del modo más inmisericorde a los campesinos rebeldes. En último término, lo que predicaba es que los súbditos obedeciesen al príncipe en todo, de una manera ciega.
—¿Aunque el príncipe les ordenase algo contrario a la justicia? —preguntó desazonado el mayordomo.
—Si la razón humana está corrompida, no puede saber qué es acorde o contrario a la justicia. Y entonces sólo le queda obedecer las leyes que dicta el príncipe, sean justas o injustas. Si la razón humana está corrompida, el poder se erige en puro ejercicio de la fuerza.
Luis de Quijada miró a su señor con reverencia. ¡Cuánto había combatido contra la confusión, la vanidad y la rebeldía! Pero a la postre, el mundo que había soñado había quedado reducido a añicos por la doctrina de Lutero. Los relojes, en cambio, nunca le habían fallado. En la pequeñez del reloj hallaba una ley universal, cumplida sin un solo desmayo; en su mecanismo exacto hallaba la cifra de la música que mueve las esferas celestes. En ese corazón seguro de resortes y ruedas dentadas, donde el tiempo vive dentro de sí y, a la vez, vive para todos, hallaba el ejemplo que debía guiar al monarca en sus labores de gobierno.
—Antes de que Lutero propagara sus doctrinas, los príncipes estaban limitados por una ley humana, la costumbre, y por una ley divina que no podían conculcar —dijo el Emperador—. Ambas barreras quedan anuladas por las doctrinas de Lutero, que en su obsesión por destruir la autoridad del Papa convierte al príncipe en representante de Dios en la tierra, afirmando que todo auténtico cristiano está obligado a someterse incondicionalmente a su mandato. La monarquía, antes de Lutero, se había acomodado a la sentencia de San Isidoro… ¿La recordáis?
Muchas veces se la había repetido el Emperador; y aunque Luis de Quijada no era versado en latines podía formularla sin temor a trabucarse:
—Rex eris si recte facias; si non facias, non eris.
—Y así, obrando rectamente, la monarquía podía ser el más perfecto de todos los gobiernos posibles, por ser uno, perpetuo y limitado. Pero, al destruir esos límites que constreñían al monarca, Lutero instaura la deificación del poder civil. El gobernante se convierte en objeto de adoración ciega, y su poder será puro ejercicio de la fuerza sin restricciones; o sin más restricciones que los reglamentos que él mismo proclame, según su conveniencia y capricho. Así se corrompe el principio de autoridad, hasta su confusión con la mera fuerza despótica. Desde entonces, la tensión social y la guerra constante se convierten en el clima natural de Europa. ¿Comprendéis ahora por qué combatí a Lutero?
Mientras componía los relojes, el Emperador se hundía en el gusto amoroso de lograr un orden perfecto, reconstruido pieza a pieza. Y cuando oía el primer tictac del reloj renacido seguía sus pulsaciones como si una vida y un orden nuevos renacieran.
—Creo que lo comprendo, señor —asintió el mayordomo—. La política se convierte en despotismo que genera un infierno de división…
En estas conversaciones pasaron la noche. Y cuando el Emperador ya rendido, con la luz del alba en los cristales, volvió a acostarse, el compás de los relojes recompuestos parecía la respiración de un niño que acabase de nacer. ¡Era tan bello el tiempo en los relojes nacientes! Pocos días antes, el Emperador había mandado celebrar por anticipado sus exequias fúnebres en la iglesia del monasterio. No lo había movido al hacerlo la extravagancia macabra, sino el deseo piadoso de reunirse pronto con su Hacedor; y, fuera de sus devociones, su única participación durante la larga vigilia había consistido en entregar al celebrante la palmatoria encendida, en un acto simbólico de rendida modestia. Había pedido que lo enterrasen en el altar de la iglesia, no debajo del altar («por ser lugar exclusivo de los santos») sino detrás, de modo que el sacerdote, al oficiar, pisase «la cabeza y los pechos» de su cadáver. Ahora, tumbado en el lecho, podía ver el altar mayor de la iglesia por la abertura practicada en la pared frontera. Allí, a la luz medrosa de las lámparas votivas, se distinguía una hermosa imagen de la Virgen.
—Y todavía Lutero nos trajo un mal mayor, don Luis —musitó el Emperador—. Si la naturaleza humana está corrompida, toda pretensión de plasmar la Belleza se torna insatisfactoria. Pintando a la Virgen María, nuestros artistas certificaron la unión de Dios con el mundo material: pues María, que es la gota más pura salida del lagar de la humanidad, es también la gota de cuya destilación ha salido el mismo Dios. Pintando a María, el arte selló de forma sublime la alianza entre Creador y criatura. El arte de nuestros pintores no sólo había logrado plasmar la Belleza, sino que también había conseguido gestarla en su propio vientre y nutrirla con su propia leche. Lutero, al negarse a venerar a María… —tragó saliva, como si lo que se disponía a decir lo angustiase—: ¡Ha negado al hombre la posibilidad de criar a Dios en su regazo! Así, el arte deja de beber en su fuente originaria y no hace sino amustiarse. ¿Lo entendéis, don Luis? No se puede cortar el tallo de una flor y pretender que sus pétalos no se marchiten…
Algo empezaba a entender Luis de Quijada. Con Lutero, se habían secado todos los lirios simbólicos de la Edad Media. Antes de Lutero, el hombre había sido capaz de penetrar en el corazón del Misterio a través de símbolos compartidos que tendían un puente con las realidades sobrenaturales. Y Lutero había volado ese puente que hacía posible la comunión entre los hombres y su vínculo amoroso con Dios.
—Al mediodía vendrá a visitaros Jeromín… —recordó el mayordomo, cuando se hizo otra vez el silencio mecido por el tictac de los relojes.
Bajo los párpados cerrados, el Emperador volvió con la memoria a la lejana ciudad de Ratisbona, donde su corazón viudo y amargado por las intemperancias de los luteranos halló consuelo entre los brazos de una joven llamada Bárbara Blomberg. Otras veces Luis de Quijada le había traído a Yuste al niño Jeromín, vestido de paje, hermoso como un doblón de oro y con una mirada de águila que parecía reavivar la gloria guerrera de su estirpe.
—Cuidad de ese niño como de oro en paño, don Luis —le encomendó—. No hay otro como él. Y procurad que su hermano Felipe le conceda los honores que merece. A veces pienso que el mayor honor de mi vida fue concebir a ese niño. Contadle, os lo suplico, nuestra conversación de esta noche.
—Mañana se la podréis contar vos mismo, señor.
—¡Mañana! —sonrió sin fuerzas el Emperador—. Tal vez haya llegado el momento de que se detengan los relojes… Yo me voy, pero vos os quedáis. Y a vuestro cuidado se queda Jeromín.
—No digáis tal cosa, señor —protestó el mayordomo—. Aún os queda…
El Emperador hizo un signo tajante con la mano, pidiendo que callara. Sus últimas palabras fueron tan sobrias como los últimos meses de su vida; y las formuló en una voz apenas perceptible:
—Luis de Quijada, ya veo que me voy acabando muy poco a poco: de lo que doy muchas gracias a Dios, pues es su voluntad. Ya es tiempo…
Los relojes veteaban el silencio con su tictac inexorable, mientras el Emperador entraba dulcemente en la agonía, como quien entra en una casa hospitalaria. Asomaba la tímida luz del amanecer sobre el ventanal, alumbrando el jardín donde Luis de Quijada habría de sembrar tulipanes, según le había ordenado Carlos.
—¡Duerma en paz nuestro Emperador! —susurró, con la voz atenazada por el llanto.
Aunque moría como un monje, aquel anciano había sido el dueño del mundo. Y el mundo, sin su dueño, se quedaba huérfano y en silencio, como un reloj desbaratado que ya nadie sabría recomponer.
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Autor: VV.AA. Título: Las luces de la memoria: Relatos de España en la historia de Europa. Editorial: Zenda. Disponible en: Kobo y Fnac
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