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Txalaparta, de Agustín Pery - Zenda
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Txalaparta, de Agustín Pery

¿A qué huele la niebla en esta novela? A maldad. A maldad pura y dura. Un policía nacional euskaldún —cualidad muy apreciada, por escasa, en el Ministerio del Interior— conocido con el sobrenombre de Txalaparta —por el ritmo y la contundencia con la que golpea a los detenidos—; su hijo, un adolescente militante abertzale; y...

¿A qué huele la niebla en esta novela? A maldad. A maldad pura y dura. Un policía nacional euskaldún —cualidad muy apreciada, por escasa, en el Ministerio del Interior— conocido con el sobrenombre de Txalaparta —por el ritmo y la contundencia con la que golpea a los detenidos—; su hijo, un adolescente militante abertzale; y una madre a la que entre ambos han hecho de su vida un infierno son los protagonistas de esta novela ambientada en la Navarra de los años 90 del siglo pasado. 

Zenda ofrece dos fragmentos de Txalaparta (Pepitas de calabaza, 2023), de Agustín Pery, novela que llega a las librerías el 22 de marzo.

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Normal que quisieran aprovechar a un agente de tantísimo talento, cuidarlo como a un arma de precisión. Limpita y bien engrasada. Nada de mandarlo al Sur. Él feliz y los de Interior, más. Protestas de Ajuria Enea, ninguna. Los de la coordinadora de presos no piaban por vergüenza a que, uno a uno, todos fueran cantando La traviata ante ese cipayo cabrón. Sí, habría que pegarle un tiro pero, hostia, no es tan fácil, que andamos flojos de efectivos y cada vez son más inexpertos. Putos cachorros. Mucha testosterona y poca cabeza. Eso piensan en San Juan de Luz. A Altolaguirre hay que darle fiesta pero hacerlo bien. No la pueden cagar ni encargárselo a los niñatos de Jarrai. Un seguimiento vale, empuñar el hierro es otra cosa y los veteranos andan en Venezuela refugiados o escondidos en Iparralde.

—¿Y si vamos a por la mujer y el crío?

Quien lo propone debe frisar la treintena, ojos azules y un piercing en el ombligo.

—¿Qué hostias dices, Mayte?

—¿Qué hostias digo de qué? Pepinazo a la zorra y al crío.

—Cojonudo, la hostia, Mayte. La mujer y el hijo, nada menos. Muy bien, ni nuestra gente lo iba a celebrar, coño.

El que se encara con la chica tiene cuerpo escombro, un flequillo mod y gafitas de Lennon. Mayte piensa que es un mierda incapaz de disparar o apretar un botón, de mirar la nuca ofrecida del objetivo y reventarle los sesos, rematarlo en el suelo y salir corriendo «dale, dale, venga, cagoendios». Ella sí, un par de veces. La segunda en Pamplona. Era una cría y él un industrial sobrao, de los que no tomaba precauciones, por eso de que ya pagó una vez y no lo iba a hacer más. Era de aquí, de la tierra, matar olivas y azules vale, pero él daba trabajo en la fábrica a los de Lab y además no pagaba mal. Así tranquilizaba a Mamen.

—Hija, que por mí ya no van a ir. ¿No ves que a muchos les doy de comer yo? Si hasta dejo que monten sus tonterías del sindicato en la campa de los coches. Fíjate, el otro día me vino uno y me pidió dinero para la hucha de presos.

—¿Y le diste? Mateo, por Dios.

—Sí que le di, sí. Nada, 50 euros, lo que llevaba encima.

—¿Por qué le das ahora, cariño, que ya van dos cartas?

En realidad son tres, pero de la última Mamen ya no sabe nada. No se lo ha dicho por no intranquilizarla más. Del tono empresarial han pasado a la amenaza, sin tapujos: «Mateo López Sarasola, nos hemos puesto en contacto con usted en dos ocasiones sin que hayamos tenido respuesta. Su negativa a participar en la atención de las necesidades del pueblo vasco y su alineamiento con la oligarquía explotadora al servicio del Estado opresor nos obligan a considerarle objetivo prioritario de nuestras acciones».

La prosa elevada era de Tolstoi, el jefe de la banda. Así se lo dijeron en Interior, como si a él le importara una mierda saber quién empuñaba la pluma si a quien temía es al que llevara el arma.

No, a Mamen y a los hijos no les cuenta que ahora ya no va a pagar. Que está hasta los cojones y que duda de que la otra vez hiciera bien. El padre Anastasio le dijo que sí, que no quedaba otra que arrimar el hombro, «ayudar a nuestra gente para que algún día podamos ser libres, Mateo».

—Páter, pero es que van a matar con mi dinero. Que a mí eso no me parece bien.

—Ya hijo, ya, Dios transita por caminos… sus designios son inescrutables, pero piensa que Él estará siempre con los oprimidos y nuestro pueblo sufre la persecución de España como el pueblo elegido padeció la de Egipto.

De la parroquia salió con la bendición del padre Anastasio, un revoltijo teológico de mártires encapuchados, verdugos con tricornio y la quemazón meses después de que el pepinazo a la furgoneta de la Armada en Madrid lo pagó de su bolsillo. Él no apretó el botón, pero financió la carga de tuercas, tornillos y Goma-2. Le tortura creer que sí, que es el colaborador por omisión de auxilio de aquella masacre terrorista. Es verdad, no duerme, ya ni la respiración de Mamen le reconforta, no va a comer a casa, prefiere quedarse en su despacho de la fábrica. Todo antes que ver la cara de sus hijos y pensar que cuando sean adultos alguno dirá «Aita, ¿de verdad pagaste? No sé cómo puedes dormir tranquilo después de eso». Nunca más un viaje a Biarritz con el maletero cargado de billetes. A Mateo su padre le enseñó que lo único a lo que debía aspirar un hombre es a dormir tranquilo. Y él ha vuelto a fumar de madrugada, junto al alfeizar para que Mamen no se entere, desvelado, con la imagen de esos cuerpos destrozados, la furgoneta ardiendo en un amasijo de hierro y carne, los gritos, las sirenas, las carreras, las lágrimas y la portada del periódico al día siguiente: «eta vuelve a matar». Ya está, se acabó. Nunca más con su dinero. Mateo López Sarasola será mártir pero no de ellos. Dormirá tranquilo. El tiempo que le quede.

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Iñaki,

Te escribo porque tu padre ya no anda bien. La Izaskun y el marido apenas vienen a verlo. Ya sabes que tu hermana y Fermín están en Cádiz y claro, venir hasta aquí con los críos para un fin de semana no les compensa. Es una paliza de viaje. Yo no puedo encargarme ya más de él. Deberíamos ingresarlo en una residencia porque el alzhéimer avanza muy rápido y el otro día lo encontraron deambulando desorientado por donde la quesería de Aitor. Ekin cada vez sube menos a verle porque no lleva bien que Asier ya no le reconozca. Como no creo que vuelvas por aquí he hablado con tu hermana y está de acuerdo en meterlo en una residencia. Habrá que vender el caserío porque son todas carísimas…

A Alto lo de vender la casa de los Altolaguirre se la bufa. No es hombre de estirpes, terruños, lares ni gilipolleces de esas. Cuando pintaron una diana en el muro, «Iñaki pin pan pum goazen cipallos hiltzera» [Iñaki pin pan pum vamos a matar cipallos], no subió siquiera a borrarla. Dejó lo de darle a la brocha a su padre, a su hermana y al cuñado. Lo que sí hizo fue cogerse el coche y buscar a la chavalería que esperaba en la parada el autobús que les llevaría de vuelta al pueblo. Era un viernes, casi de madrugada, y los cinco niñatos vomitaban, se besaban y dormitaban arracimados bajo la marquesina. Aparcó el coche unos metros más arriba, metió las manos en los bolsillos de la cazadora y acarició la extensible. Se acercó tranquilo, sin acelerar el paso ni mirar a los lados. Tampoco es que esos pardillos ciegos de porros, macerados en destilados baratos, fueran a pensar que el hombretón que se les acercaba era un madero. Bastante tenían con tratar de mantenerse en pie y controlar que las aceras no se movieran tanto como les parecía.

—Qué, ¿ya de vuelta al nido, gorriones?

El primero que se giró fue también el primero en caer, doblado por el dolor, agarrándose las costillas que sintió que se le hundían más en el cuerpo. El que intentó levantarse del banco para ver «quién coño» había golpeado a su amigo, soltó un grito de dolor cuando «quién coño» lanzó la porra sobre su clavícula, de arriba a abajo, con la precisión del cirujano que sabe que es mejor dar con la bola y no con la barra si lo que se quiere es tronchar el hueso. Pisarle luego la cabeza era su primera opción pero antes tenía que darle un guantazo a la chavala que gritaba como una posesa, taladrándole los oídos. Con el labio y dos dientes partidos, la cría seguía igual de histérica pero ya no chillaba, solo gemía mientras repetía en salmodia «pare, por favor, pare». Así, de usted, recuperando las formas, que nunca deben perderse. Mejor, ahora ya puede concentrarse en el único que continúa de pie, tapándose el rostro, temblando como un cervatillo asustado, tratando de fundirse con el anuncio de Pacharán Zoco sobreimpreso en la mampara. Inmóvil, el muy imbécil era un blanco fácil. Alto pudo elegir dónde golpear. Fue en la rodilla, con toda su fuerza, el brazo extendido y la bola impactando tan certeramente que el chaval seguro que tendría que agenciarse una prótesis para recomponer el hueso astillado. «Diles a tus amigos que cipayo es con y». No le hizo falta decir nada más. Para qué. El mensaje ya estaba claro. Cristalino.

No hubo denuncia y sí muchas mentiras. En realidad una sola. La misma todos. No era cosa de que en el pueblo pesara más la vergüenza y acabaran como el amigo de sus padres, el que se colgó en el establo después de que un poli le diera una somanta delante de todos. Nadie en el valle creyó que fueran unos pijos de la Universidad a la salida de la discoteca pero dejaron que eso fuera lo que escucharan los sanitarios que los atendieron en el hospital y los forales que les tomaron declaración. No, no era cosa de que sus hijos acabaran colgándose en un establo como el pobre Eneko.

Tenía que dejar de fumar. No le costó una mierda apalizar a esos cabestros. Pero le fastidió estar jadeando. Tiene que ponerse en forma. No puede ser que se canse tanto por cuatro hostias de mierda. En fin, mañana mismo vuelve al gimnasio. Le da pereza coincidir con todos esos medialeche de la comisaría que devoran vídeos de boxeo y malgastan el tiempo mirándose los músculos, contando los bultos de sus abdominales, levantando pesas. Alto barrunta que si la tuvieran más grande se meterían la polla por el culo, de lo mucho que se gustan. Pero sí, hay que vigilar el cardio, «la clave del boxeo», decía su monitor, el único tipo al que respetaba porque pese a tener tres dedos agarrotados por un puñetazo mal curado todavía metía hostias como hogazas. Le llamaban Cochise por la nariz rota, la piel cobriza y porque si dejabas el costado al descubierto te podía cortar la cabellera. Alto no. Alto siempre le llamaba don Alberto y escuchaba atentamente sus consejos: «Se golpea con los puños pero se boxea con los pies», «lo importante no es caer sino saber levantarse», «la cabeza atrás, ballestea, Iñaki, ballestea, así, bien, así». A Cochise le jodió que ese chico se hiciera poli. No por gilipolleces políticas, que él era de Almería y lo único que tenía de vasco era la mujer. Es que le veía posibilidades. Tenía agilidad pese a ser tan grande, se movía muy bien en el ring y disfrutaba igual pegando que rehaciéndose tras una buena tunda. Sí, hubiera podido llegar lejos, alguna velada en Bilbao y a poco que se esforzara se lo hubiera llevado a juntar billetes a Madrid, «donde las bolsas son de categoría».

Pero Iñaki no quiso. No tenía miedo a recibir hostias pero él era más de darlas y eso solo se lo podían garantizar la placa y el uniforme. En la Jefatura Central lo tuvieron claro. Una vez comprobado que aquel navarro no era un topo de eta lo propusieron para antiterrorismo, de infiltrado. A eso dijo que no. Andar congraciándose con los piojosos y oliendo a monte ni por asomo. Él se ofrecía para hacerles cantar, encargarse de eso que todo el mundo sabe pero de lo que nadie en Interior habla. «Les irá bien, puedo rendir mucho más. Además, allí arriba ya me conocen, todo dios sabe que soy poli. Mejor lo otro, para infiltrarse ya tienen a los gabachos». Lo otro se le daba de cojones. Pronto se hizo un nombre, una leyenda en comisaría, una pesadilla en la muga: Iñaki Txalaparta.

Se lo contaron en la cantina de la comisaría. «Sí, macho, por las hostias que les metes ahí tumbados sobre la mesa, pum pum. Cómo les crujes la espalda a los hijos de puta». Si suenan o no, esos polis de la capital no tienen ni puta idea. Alto sí. Él prefiere el listín telefónico o una bolsa llena de naranjas. Ni una ni otra dejan huellas. Si acaso, la piel un poco rojiza, pero pasa rápido. Lo que dura más son las lesiones internas, que hacen descomponerse por dentro al detenido. La verdad es que casi nunca tiene que echar mano de sus habilidades. Basta verle para que los lobos muten en corderos. «Egun on, parrandarako gogoz nator, zu? Iñaki dut izena baina uste dut Txalaparta bezala ezagutzen nauzula Zer, hasten gara?» [Buenos días, estoy deseando que empiece la fiesta, ¿no? Mi nombre es Iñaki pero creo que me conoces como Txalaparta. Qué, ¿empezamos?]. Casi mejor. Tiene mucho más mérito quebrar voluntades con solo la palabra. Y es menos cansado.

Lo de apalear a los chavales fue más por mandar un mensaje. Mear en el árbol como los osos, que en el valle tuvieran claro quién mandaba en casa de los Altolaguirre, que los niñatos aprendan a hostias el respeto que deben a sus mayores. Casi que le van a ir debiendo un favor. Así los tenéis en casita, sin salir a emborracharse ni fumando canutos. No, si soy como un tutor. Sí, tendrá que dejar de fumar. Al menos bajar el ritmo. Una cajetilla solo.

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Autor: Agustín Pery. Título: Txalaparta. Editorial: Pepitas de calabaza. Venta: Todostuslibros.

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Agustín Pery

Agustín Pery Riera (Cádiz, 1971) estudió Ciencias de la Información. Durante 23 años trabajó en el periódico El Mundo donde ocupó diferentes puestos. En 2007 fue nombrado director de El Mundo/El Día de Baleares y hasta 2013 destapó junto a su equipo varios de los escándalos de corrupción política más relevantes en la historia de Mallorca. Fruto de esas experiencias es Moscas, su primera novela. En la actualidad vive en Madrid y trabaja en el diario ABC. @peryriera

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