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Trigésima sombra: Real Academia, noviembre - I. Adler - Zenda
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Trigésima sombra: Real Academia, noviembre

¿Todo en orden, don Manuel? La señorita Danvers supervisaba la mesa baja preparada con el humeante café y las pastas de la tarde. El director asintió, sentándose en el silloncito de madera de cerezo y terciopelo azul, distraído, más atento a los periódicos que al gesto solícito de la mujer. Ésta esperaba instrucciones de pie,...

El académico se cerró la bragueta. A don Manuel Expósito Maldonado y Tello de Guzmán de Alfarache, orinar le empezaba a costar horrores, porque la edad no perdonaba ni siquiera a este flamante director. Se lavó las manos en el elegante aseo de académicos, al fondo de la salita de reuniones, mirando, condescendiente, su reflejo. A sus sesenta y ocho años recién cumplidos aún estaba de buen ver; le escaseaba el pelo en el cogote, pero lo disimulaba con empeño y un gel fijador. Traje bien cortado, corbata sobria, camisa impecable, dientes regulares. Sonrió frente al espejo de marco dorado, poniéndose unas gotas del caro perfume que la diligente señorita Danvers se encargaba de suministrar en cada uno de los baños de la Academia para que sus excelentísimos, mientras ideaban nuevas definiciones, poblaran las estancias inspirados por el aroma de la elegancia y el caché. “La señorita Danvers está en todo”, pensó el director académico, haciendo una mueca seductora. Con una edad incierta ente los cuarenta y muchos y los cincuenta y algo, Isabela Blanco Danvers era el alma de esta institución. Hija de diplomático y madre inglesa, educada en los mejores internados de Europa, siempre soñó con encontrar a su príncipe azul, que debía ser un hombre sofisticado e intelectual, en todo parecido a su amado padre, por el que sentía, desde niña, una admiración rayana en el incesto platónico. Sus delicadas exigencias, a juego con un cuerpo melancólico cubierto hasta los tobillos con oscuros trajes de Armani ligeramente pasados de moda, habían hecho que Isabela terminara sustituyendo su sueño romántico por la realidad palpable de la dirección y cuidados de la Real Academia.

"Puertas rosadas de una jugosa, auténtica lengua de académico de la lengua"

¿Todo en orden, don Manuel? La señorita Danvers supervisaba la mesa baja preparada con el humeante café y las pastas de la tarde. El director asintió, sentándose en el silloncito de madera de cerezo y terciopelo azul, distraído, más atento a los periódicos que al gesto solícito de la mujer. Ésta esperaba instrucciones de pie, a su lado, en reverencial silencio. Embargada por el perfume masculino, dilató un poco las aletas de la afilada nariz mientras miraba aquellas manos delicadas de horas de estudios filológicos, la frente despejada cuajada de pensamientos lingüísticos, esos labios de impecable dicción, puertas rosadas de una jugosa, auténtica lengua de académico de la lengua. Sintió un cosquilleo húmedo entre los muslos. El académico, absorto en la lectura, mordisqueaba una galletita texturizada de frambuesa y toffee líquido cuando de repente se abrió la puerta y entró en el salón, taconeando en todo su esplendor, Silvia Pérez, la rutilante becaria. El director se levantó como accionado por un resorte, sacudiéndose las miguitas de la chaqueta. Los treinta y uno a punto de caramelo cuajaban en un cuerpo lleno de curvas rematadas por unos generosos pechos turgentes asomando por el escote de la camisa estratégicamente desabotonada. Pelo rojizo, piel clara, ojos verdes, falda negra y una espléndida naturaleza puesta al servicio de un desparpajo natural para la lexicografía y sus aplicaciones prácticas en redes sociales, donde Silvia, desde hacía dos meses, resolvía cuestiones de índole ortográfica y gramatical en la cuenta oficial de la Academia, @anteladudalamassesuda.

—Ya tengo los informes preparados para la comisión de esta tarde, don Manuel. le dijo, sonriendo. Si no les molesto demasiado, los podemos repasar aquí mismo.

—Yo creo que debería esperar a que consulte la agenda del señor director… se apresuró a decir la señorita Danvers, mohína.

—Tonterías sentenció don Miguel. Es cuestión de unos minutos. Qué diligente es usted siempre, Silvia. Sentémonos aquí.

"El director viajaba en clase business desde los tobillos a las pantorrillas, subiendo por los muslos"

Sentados en el sofá, con la señorita Danvers concentrada en unos importantes mensajes de su smartphone, pero sin moverse de allí, la becaria comenzó a leer con entusiasmo, en voz alta, el texto, mientras el director viajaba en clase business desde los tobillos a las pantorrillas, subiendo por los muslos, que parecían querer escapar de la opresión de aquella estrecha falda, hasta el escote, un poquito sudoroso por la calefacción, siempre alta para que los abueletes académicos no se enfriaran, alcanzando finalmente el lóbulo de la oreja, en el que no había pendientes, solo el pequeño agujero del sacrificio de hembra. Un agujero redondo, perfecto, oscuro, carnoso…

—¿Le parece bien el informe, director?

Le sonreía muy de cerca, intensificando los hoyuelos de las mejillas. «Esta mujer está llena de misteriosos agujeros, como el universo», pensó el académico, y en ese momento se dio cuenta de que tenía una espléndida erección. Sus rodillas se rozaban, y el pecho de ella subía y bajaba acelerado, deseando liberarse de botones y ataduras.

—Sí, está más que bien. Yo diría incluso que es brillante, dando una visión completa y apropiada que no requiere desarrollo o ampliación de información, puesto que se proporcionan los detalles necesarios para sustentar que, en cada párrafo de división, es presentada la idea principal, que a su vez se expone en sus partes componentes.

"El director se acarició el pelo de la nuca, seductor. ¿Le apetece una galletita de frambuesa?"

La señorita Danvers lo miraba embelesada desde una esquina de la salita. Silvia, la becaria, parpadeó, confusa. El director se acarició el pelo de la nuca, seductor. ¿Le apetece una galletita de frambuesa? La becaria negó con la cabeza, y sin dejar de sonreír salió, cerrando con suavidad la puerta.

La señorita Danvers, temblando un poco, se decidió por fin. Echó el pestillo de la puerta y se acercó con pasos de gata en celo al sofá, donde el director trataba de compatibilizar aquella erección persistente con el inesperado abandono de la becaria. Oh, director, dijo, agachándose a su lado y poniéndole una mano justo sobre el bulto de la bragueta. Es usted un Monstruo de Naturaleza, un Fénix de las Letras, un Dios. Le bajó con suavidad la cremallera y, decidida a no dejar pasar esa oportunidad única, comenzó a chupar el miembro, mientras que el hombre, sorprendido y dudando por unos momentos, pero ya carnalmente atrapado en aquel affaire, se acomodaba en el sofá, dispuesto a disfrutar de aquello. Ella chupaba con más placer que experiencia, saboreando la carne dura, tiesa, caliente, a punto de explotar. Pasaba la lengua por la punta hinchada y resplandeciente como había leído repetidamente y en secreto en las Memoirs of a Woman of Pleasure; luego, con resignación y entrega, abrió mucho la boca, dejando que el miembro académico se clavara en lo más profundo de la garganta, moviéndose sin descanso arriba y abajo de aquella delicia.

"Él gozaba del momento con los ojos cerrados, sudando perfume y gel fijador mientras imaginaba a la becaria desnuda"

Él gozaba del momento con los ojos cerrados, sudando perfume y gel fijador mientras imaginaba a la becaria desnuda, tumbada en este mismo sofá, los pechos pesados, ligeramente caídos a los lados con unos pezones duros y sonrosados como galletitas de fresa, el vello abundante y oscuro del pubis mojado de sudor y de ganas de sentir a un académico dentro de él; los muslos abundantes, turgentes y dulcemente celulíticos abiertos, entregados. ¿Me permite pedirle un favor, señorita Danvers? ¿Puedo llamarla Silvia?

Ohdiosmío fue todo lo que logró decirle, levantando la cabeza y sonriéndole picaruela, pero el director seguía con los ojos cerrados. Entonces vino un temblor, luego un leve gemido. ¡Silvia, Silvia! Y por fin, el fin.

El académico se cerró la bragueta por segunda vez aquella tarde. Se ajustó la corbata y enderezó la chaqueta. Ella se recompuso el peinado, estirando lo mejor que pudo la arrugada falda sin ser capaz de mirarle.

¿Desea algo más, señor director? —preguntó reverencial, mirando al suelo.

—Nada, señorita Danvers, muchas gracias. Puede retirarse.

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