La autora de este artículo-homenaje a Antonio Gala fue becaria de la Fundación para Jóvenes Creadores que lleva el nombre del autor de La pasión turca. Actualmente es tutora de narrativa de la Institución, con sede en Córdoba.
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Antes de nada, aclararé que este texto supone una doble traición. Primero, por celebrar a mi manera que Antonio Gala cumple noventa años; segundo, porque no creo que le agrade que hable de él por escrito, aunque sea para bien. Nunca ha celebrado sus cumpleaños, cualquiera que lo conozca un poco sabe que no era lo que más le gustaba y que las fiestas las hacía el día de San Antonio, pero tendrá que entender lo felices que nos hace que siga cumpliendo a los que lo queremos. Por otro lado, de su importancia como personaje público ya hablarán otros; la prueba de que sigue teniendo esa relevancia es que todavía hoy algunos aspirantes a escritores y periodistas se empeñan en escribir sobre él para lucimiento propio, a pesar de que Antonio lleve años retirado voluntariamente de los focos, y a menudo para hacer apreciaciones basadas en cosas que les han llegado de oídas. Él no querría que lo hiciera, pero yo vengo aquí a hablar del extraordinario ser humano que es Antonio Gala.
Hace un año me enteré de que leyó mi libro esa misma noche y que llamó con entusiasmo a su editora porque había visto algo en mí. Fue el primer escritor que vio algo en mí, más allá de mis pintas, mi edad o mi procedencia. No se me ocurría cómo dar con él, pero a partir de esa, lo buscaba cada feria del libro como se busca a un padre. Muchos años después, cuando estaba muy enfermo, cogería un tren para ir a verlo porque, tanto él como yo, pensamos que aquella sería la última vez y que tendríamos que despedirnos. Le dije que había sido mi padre literario y se enfadó porque, según su parecer, no era tan importante y no quería sustituir a nadie. Necesitaba decírselo, sin embargo, porque me lo había callado más de diez años, no sé si por timidez. Necesitaba decírselo porque era verdad. De aquella se curó milagrosamente. Antonio, perdóname que siga celebrando cada vez que cumples años, pero qué susto me diste entonces, qué huérfana pensé que me iba a quedar.
Cuando conocí la beca de la Fundación, la pedí. Aquellos años Antonio no participaba de las entrevistas, así que lo encontré directamente cuando me admitieron, y vi una alegría en sus ojos por tenerme allí que pocas veces he vuelto a ver en alguien al mirarme. En ese momento nos convertimos en familia.
La Fundación que lleva su nombre, en realidad, es el proyecto que define al Antonio que yo conozco. No es un espacio para mayor gloria de su memoria, sino un acto generoso de confianza en el futuro. Siempre le interesó más lo que venía tras él, y por eso ideó una beca para jóvenes creadores, un espacio de convivencia e intercambio donde reflexionar con tranquilidad si el deseo de crear es un capricho o una forma de vivir. Un ensayo del mundo. Una familia cultural. Un lugar de pertenencia. Es tan hermoso y disparatado que sólo se le podía ocurrir a él. Siempre pienso en la escena de Parque Jurásico en la que Samuel L. Jackson dice que tienen todos los problemas de un parque de atracciones y de un zoológico. La Fundación Antonio Gala para jóvenes creadores, al ser una beca multidisciplinar y al mismo tiempo de convivencia, tiene todos los problemas y ventajas de un centro institucional y de una familia. Y qué familia, Antonio, qué legado maravilloso. Qué bien has comprendido siempre que el futuro, y no el pasado —aunque este haya que curarlo, entenderlo, asimilarlo—, era lo importante. Eso también me lo he aprendido bien.
El mayor acto de valentía que se puede tener, cuando se tiene todo, es saber cómo ser generoso. Me consta que le preocupa no haberlo sido siempre, no haber sabido corresponder al amor que le hemos dado. Que te preocupe no haber sido lo bastante generoso también te convierte en un ser extraordinario.
Con Antonio me he peleado. No me refiero a los insultos, porque él siempre insulta a los que quiere. A los que no, «que los insulte su madre». Me refiero a discrepancias creativas. Recuerdo una que me enfadó muchísimo. Se acababa de leer el borrador de mi último trabajo y me dijo (parafraseo): «muy bien, ya hemos comprobado que sabemos hacer esto, ahora tenemos que aprender cuándo guardar algo en un cajón y no volver a sacarlo ni a pensar en ello más». Discutí con él, defendiendo mi borrador, como si me jugara la vida. Para todo tenía respuesta. Me enfadé muchísimo y me fui muy digna, iracunda. Por desgracia para mí, no había cruzado el patio y ya me había dado cuenta de que tenía razón en parte; no había pasado una hora y ya sabía, sin género de dudas, que la tenía por completo. Me tragué mi orgullo, pedí disculpas y hablamos. Guardé aquella novela y no he vuelto a pensar en ella. A raíz de ese disgusto, escribí la que creo todavía que es una de mis mejores obras. Poco después me diría que confiaba en que un día le contaría al mundo algo que el mundo no supiese todavía. Obviamente voy a poner todos mis esfuerzos en que así sea. Es la persona que me ha leído con menos prejuicios, así que mi obligación es corresponder.
Con el tiempo, aprendería que el mundo cultural tiene un poco de patio de colegio, un puntito de aprecio por el bullying, de desprecio por lo que no encaja —dependiendo del grupúsculo puede ser una cosa u otra— y que Antonio, en muchos sentidos, ha resultado ser un objetivo al que machacar, al que no tomarse en serio. Más allá de la importancia que él le pudiera dar a eso, sí creo que esa circunstancia le ha ayudado a ser como es, a acogernos a los que no encajábamos con una naturalidad inusitada. Veo con claridad, porque lo conozco lo suficiente, que todo su despliegue televisivo, por ejemplo, casa a la perfección con su aprecio por la cultura popular, con la importancia que le da a dinamitar una concepción clasista de la cultura. Eso, entre otras cosas, hace que exista gente que se permite el lujo de llamarlo banal delante de mí, y que a mí me den ganas de preguntar si yo me he metido con su madre, porque decirme esas tonterías sobre Antonio, que es de una lucidez apabullante por otro lado, es como si me mentasen a la mía.
Para mí, Antonio es familia. Me ha llamado por teléfono para abroncarme por alguna estupidez que estaba haciendo con mi vida, se ha leído todos mis manuscritos con una paciencia envidiable, ha dado el visto bueno —y malo— a mis novios, se ha metido con mi ropa y ha aceptado, como sólo lo hacen los familiares queridos, todos mis caprichos, vaivenes, salidas de tono e inquietudes durante los casi veinte años que lo conozco. También tiene una relación divina con mi familia carnal. Le disgustó darse cuenta de que no era «amante», como había creído, sino «amada», porque le pareció que lo iba a sufrir, y que lo sufriría por las mismas razones que él mismo lo sufría. Probablemente, como siempre, tenga razón.
En una ocasión me llamó por teléfono muy enfadado. Yo acababa de salir de una tienda donde trabajaba doblando camisetas y estaba cansadísima, por lo que me costó entender lo que sucedía. Me había estado llamando todo el día y, cada vez, se lo cogía un señor. Pensaba que le estaba tomando el pelo, pero lo que probablemente había sucedido era que estaba marcando un número viejo que ya no usaba hacía años, y que él no había borrado; se lo habrían dado a otra persona. Todavía me muero de la risa cada vez que pienso en aquel pobre hombre que pasaría toda una mañana recibiendo llamadas, cada vez más cabreadas, de un señor que decía ser Antonio Gala. Al final, según él, incluso charlaron un poco. Me lo creo porque lo veo capaz de mantener una conversación con cualquier tipo de persona. Desde que lo conozco, he visto en ese rasgo el mayor signo de inteligencia. En el hecho de que le importase bien poco la imagen de sí mismo que perduraba, si conseguía que la Fundación funcionase, hay más generosidad de la que conocerán en su vida muchos de los que todavía se meten con él a día de hoy, cuando está retirado, tiene noventa y no se va a molestar en responder.
También tiene defectos, claro, como todo el mundo, aunque exista ahora un empeño antinatural en que finjamos que no, pero no sé si alguna vez me interesó la gente impoluta. También Antonio me dijo que si eran demasiado buenos para ser ciertos es que no lo eran, aplicando a las personas el mismo criterio que aplicase mi abuela con las situaciones y en idénticos términos. De las aguas mansas líbreme Dios, que de las turbulentas ya me libro yo (si fuera necesario). Tiene defectos, pero no me importan ni pienso hablar de ellos. Sé cómo íntimamente molesta saber que están ahí, y que él nunca me rechazaría por los míos. Antonio es una de mis relaciones más intensas y duraderas. Siempre ha estado, en lo bueno y en lo malo, desde que me crucé en su camino no sé muy bien por qué; porque soy afortunada, sin duda.
Está, y estará para siempre, en lo que de bueno haga en la vida, porque supo sembrar muy bien desde aquel flechazo primero, ese primer día de feria del libro: nunca ha permitido que se cierre la herida de la que brota todo y cómo lo agradezco. Supongo que, al fin y al cabo, eso es el amor.
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