Cuando me preguntan en un formulario mi profesión, siempre respondo lo mismo: soy informático. Llevo usando ordenadores desde los doce años, cuando comencé a programar en BASIC. Y para hacerlo tenía que teclear. Es verdad que hay otras interfaces de usuario, como las pantallas táctiles, los ratones, la voz, pero darle a la teclita es lo que más he hecho en mi vida. Aprendí a escribir a máquina y me saqué los títulos de mecanografía con trece años solo para poder hablar más deprisa con mi cabezón. ASDFGHJKLÑ. Una y otra vez. Y luego los abecedarios que tan rápido tuve que escribir. Practicar para hablar más rápido con la tecnología.
Así que, como es la forma más cómoda y productiva de hacerlo, no llevo corbata que me caiga en el teclado, no llevo reloj que arañe mi portátil, ni pulseras que suenen cuando tecleo y me distraigan, ni anillos que cambien el peso de mis dedos al teclear y me rompan el ritmo del tiqui, tiqui, tiqui, tiqui de mis teclas.
Y tampoco me ha importado desde dónde hablo con mi ordenador. Lo he hecho desde el suelo de un hotel, desde unas escaleras en un parque, desde los pasillos de la universidad apoyado en la pared, desde una cafetería. Y desde otra cafetería. Y desde infinidad de cafeterías, que son los lugares más cómodos para que yo hable con la tecnología. No he necesitado mucho para estar cómodo. Música, un café, una conexión a Internet y listo. Me he conectado con cables RJ-45 en redes de mil sitios. Con módems de 33.600 bps que llevaba en la mochila en el año 97 y 98, cuando era tutor de las primeras formaciones online. Con redes WiFi de mil sitios. Incluso algunas tomadas prestadas. Con mi teléfono móvil en modo tethering con 2G, 3G, 4G y ahora 5G.
El último accesorio necesario para que yo pueda trabajar es tener música en los oídos. Hice mi carrera universitaria aprovechando el tiempo al máximo porque trabajé siempre, así que no iba demasiado a clase y me pasaba todos los días estudiando dos o tres horas a saco sentado en una cafetería. Los camareros, cuando me veían por la tele, me contaban que le decían a la prole de parroquianos de la cafetería: “Ese ha estudiado aquí, que yo lo he visto y le he puesto los cafés”. Allí siempre había ruido y gente hablando, así que aprendí a no escuchar el bullicio y a aislarme profundamente en mi universo con unos cascos y algo de música.
Si tenía un ordenador, un café, ropa cómoda, una conexión a Internet, nada que me molestara en las manos, a Rosendo cantándome con su voz “melódica” al oído, y a Rafa J. Vegas tocándome el bajo con buen ritmo, yo podía estudiar, trabajar, crear y sacar con la mayor productividad del mundo lo que tuviera que hacer. Soy un “vago” de esos que descubrió que hacer las cosas con el interés de hacerlas bien, y sin pereza para que salgan a la primera, es la manera más rápida de quitarte la tarea de en medio. No se trataba de perder el tiempo si quería sacar todo. Así que sin pereza a por ello. Al lío desde el minuto uno.
Soy un dictador con la protección de mi tiempo. Decido en qué quiero y debo invertir mi tiempo para poder hacer más cosas de las que quiero hacer. Y me vigilo para disciplinarme si no lo hago. Así que cuando trabajo lo hago teniendo claro que “esto va de clavar clavos”. Es decir, de cuántos clavos has clavado hoy. No de si has ido ocho horas a la oficina. O si has estado 16 horas trabajando. Se trata de “¿cuántos clavos has clavado hoy?”. No me digas que has estado todo el día en el despacho o trabajando veintiocho horas, Chema. Dime… ¿cuántos clavos has clavado hoy? ¿Has ido dieciséis horas y has estado empujando con tu dedo pulgar todo el tiempo sobre el mismo clavo para al final del día haber clavado un clavo? ¿Por qué no has invertido media hora en ir a la ferretería y comprar un martillo y luego has clavado doscientos? ¿O por qué no le has dado a los clavos con el pisapapeles que tienes encima de la mesa y has clavado cien?
Será que tengo vocación de pintor de esos que iban a destajo por metros, pero lo cierto es que la disciplina productiva es lo que rige mi horario. No ordeno el correo electrónico: “¿para qué, si tengo un bonito buscador que me ayuda en el caso de que necesite encontrar un mensaje?”. No pierdo tiempo en el qué me pongo hoy, repito la misma vestimenta desde hace décadas. No me gustan nada las reuniones largas, multitudinarias e improductivas, ni los hilos de correo electrónico con muchas personas y mensajes largos, prefiero levantar el teléfono y arreglarlo en 5 minutos con una charla con la persona clave. Y no me gusta perder tiempo en los atascos. Para nada. ¿Ir a una hora a un centro concreto para hablar cuando estamos en la era de la comunicación? Nop. Para mí eso es la excepción, pero no la norma.
Por eso soy lo que se llama una persona anti-presencialista total en el trabajo. Creo que vivir es otra cosa. Disfrutar de muchas cosas. Incluido del trabajo. De un trabajo que te guste. De vida familiar. De amigos. De tus actividades en soledad. De la lectura. De crear cosas. De ver una película. Irte con la bicicleta con los amigos. Al cine. Llevar los niños al colegio. Hacer que ese proyecto que estás creando con tus compañeros salga adelante. Darle un beso a tu madre. Hacerte hoy diez kilómetros corriendo. Leer el nuevo tomo de cómics que te has comprado de Carlos Pacheco, o de Salvador Larroca, o alguna aventura de DeadPool de esas que publica Salva Espín. Una paella. Una cena con vino. Apuntarte a una conferencia. Hacer deberes con tu hijo. Ir a un concierto a ver a David Summers con los Hombres G. Un partido de fútbol en la tele con amigos con los que compartir una cerveza.
Vamos, todos sabemos que la vida es más que trabajar. Y te lo digo yo que soy casi workaholic y me paso el día haciendo cosas. Pero peleo y peleo porque todo lo que haga sea productivo y útil. Soy un utilista y no hay nada que me moleste más que perder el tiempo innecesariamente. Una cola inútil. Un atasco inútil. Una reunión que no tenía sentido. Un hilo de correo enorme para demostrar “que trabajo mucho”. Una reunión a las 19:00 de la tarde en verano cuando se podría haber hecho al día siguiente por la mañana. Reuniones los viernes para que alguien se vaya el fin de semana preocupado a su casa.
La vida y el trabajo deben coexistir de manera armónica. Yo adoro mi trabajo desde que con 21 años comencé a picar piedra como informático. Y no necesito vacaciones de desconectar completamente de él. ¡Qué va! Si hasta me recarga las pilas. E incluso cuando estoy con tiempo libre se me ocurren nuevas cosas que hacer con él. Nuevos proyectos. Nuevos artículos que escribir. Una nueva herramienta. Una idea loca. O cualquier otra cosa que pueda parecer divertida. Y en ese momento pienso a qué amiguitos voy a liar en ella. Como cuando lié a Arturo Pérez-Reverte para hacer el Proyecto Maquet.
Y en todos esos momentos, nunca ha hecho falta que estemos todos en la misma sala física. El mundo físico no puede ser una barrera para vivir juntos. El mundo digital nos une a todos. Y yo estoy siempre conectado. Con las teclitas tiqui, tiqui, tiqui, conectado a mi ordenador, y con él y con mi teléfono móvil con el resto de seres humanos que también se conectan a la red. Así que siempre estamos juntos.
Esta forma de pensar y de trabajar nos llevó a que cuando llegamos todos a Telefónica con nuestra nueva empresa ElevenPaths, la deslocalización y flexibilidad del trabajo fuera la tónica. Así, el responsable tecnológico vivía en Bilbao, el responsable de innovación en Málaga, y había gente trabajando donde le pillara bien. Todas las reuniones eran mixtas. Unos estaban presencialmente, otros por teléfono, otros por videoconferencia. Y funcionó muy bien desde el principio, y así seguimos trabajando.
En el mundo de las startups, esto de trabajar de forma deslocalizada es algo muy común, y por ejemplo, el equipo de MyPublicInbox cuenta con Beatriz Cerrolaza, una CEO que ha pasado la mayor parte del tiempo en Logroño, y el equipo de programadores están en Córdoba, Galicia y Talavera de la Reina, mientras que la administración se encuentra en Madrid. Y funcionan a la perfección en este nuevo mundo.
Pero no es una cosa solo para startups o para grupos muy tecnológicos. Telefónica realizó una de las mayores operaciones societarias de la historia estando en pandemia. La creación de la joint venture entre O2 y Liberty se realizó a través de videoconferencia, y hubo que negociar muchas cosas, todas ellas discutidas y pactadas en remoto con equipos totalmente deslocalizados. Y es que España disfruta de una de las mejores infraestructuras de fibra óptica de todo el mundo justo para atacar este tipo de formas de trabajar.
¿Y por qué os cuento todo esto?
Pues porque estamos en un momento y un lugar de la historia en el que debemos aceptar estas formas de trabajar. Poder tener a gente trabajando desde donde quiere vivir en lugar de vivir donde quiere trabajar es un cambio que pone la vida personal a otro nivel. Pero si somos capaces de cambiar las formas de trabajar en todas las empresas de este país, podremos conseguir que la gente pueda trabajar en las empresas que quieren trabajar desde los lugares donde quieren vivir. Ese es el objetivo que todos debemos ponernos para hacer de este país un lugar moderno y competitivo.
Para los que ya me conocen, no estoy diciendo nada que no haya dicho mil veces en mil foros. No soy presencialista. Creo en que trabajar va de clavar clavos. De tener objetivos y conseguir cosas. Pienso que si un trabajador está cómodo trabajará más, y que si una empresa no pone al mayor activo de su compañía en el centro se estará equivocando. Creo que hacer que una persona vaya a una ubicación física para que eche horas no es conseguir crear un equipo que sea productivo. Pero es solo una opinión personal. Mi forma de ver el trabajo durante los últimos 25 años. Quizá porque creo que el trabajo de un creador de tecnología se parece mucho al de un escritor, que crea una obra de forma cómoda escribiendo en su lugar mágico. ¿Y a ti desde dónde te gusta trabajar?
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