Mi primer recuerdo se confunde con una fotografía. Mi abuelo tenía una cámara negra con un botón rojo, entonces no lo sabía, pero si apretabas ese botón, el presente, por un instante, dejaba de sangrar. Su cámara era pequeña y alargada; tenía una funda donde me encantaba meter el dedo para sentir el tacto dulce de su interior aterciopelado. La fotografía, como la escritura de diarios, es un torniquete del tiempo. Mi abuelo me pedía que enseñara mis dientes de leche mientras miraba a través de la mirilla de la cámara y guiñaba su ojo. Cuando mi abuelo sonreía, su piel se convertía en un abanico desplegado de plastilina. Me daban ganas de moldear los pliegues de sus arrugas y hacer una figura que no se pareciese a la muerte. Por aquel entonces no sabía qué era la muerte, pero supongo que algo sospechaba, igual que ahora.
Meses después sucedía la magia. Mi abuelo llegaba con un sobre amarillo y sacaba una baraja de fotografías con excesivo cuidado, como si en lugar de papel estuviesen compuestas de finísimo vidrio. Me las iba enseñando, pero un niño debe tocar la realidad para que sea real. Hoy, un adulto la fotografía. No entendía cómo podía caber en ese rectángulo algo que era yo, pero al mismo tiempo no lo era. La fotografía es un desconcierto familiar. Esa magia también la tienen las palabras. Intentaba coger las fotografías por los bordes como indicaba mi abuelo, por si se rompían, pero no era ese el motivo. No había que dejar huellas. Siempre lo hacía mal y acababa imprimiendo la topografía de mi dedo. Mi abuelo nunca se enfadaba.
Nadie sospecha, cuando se captura el presente, cómo el futuro transformará esa imagen. En una de las fotografías que me hizo mi abuelo tengo cuatro años, hay una pata de jamón colgada en la pared de la cocina y me llevo a la boca un triángulo de quesito emparedado en otro triángulo de membrillo. Ambos venían en estuches de cartón circulares. Si tirabas de una hebra roja el envoltorio plateado se abría. Allí también era fácil depositar mis huellas. Hay algo de mí en esa fotografía, pero no sé el qué. Si tocas mucho una fotografía es inevitable que se queden las huellas, con el pasado sucede lo contrario, si no lo manoseas de vez en cuando, se convierte en un puente ruinoso.
Recuerdo la casa de mis abuelos conquistada por fotografías. Mi abuela era la mariscal de esos batallones del pasado, replegados en los álbumes o desplegados por las paredes, estanterías y mesas camillas, como soldados de aire y tierra esperando su asalto de ficciones. Mi abuelo colectaba; mi abuela recolectaba. Estos guardianes del tiempo hoy en día se han convertido en un ejército mucho más numeroso, pero muy poco eficiente. Las fotos que ahora tiramos solo dicen: estoy, pero enmudecen si preguntas: ¿quién?
La fotografía era la excepción de la vida, ahora es su condición, la mayoría de las veces desamortizándola. Mi abuelo jamás hubiese fotografiado la comida, comprendía la importancia del marco. Antes fotografiaban para enmarcar la vida. Mi abuela abría sus álbumes para confesar que había vivido y honrar lo muerto. Si algún día soy abuelo, quizá solo quiera borrar el inmenso historial audiovisual que he ido amontonando, si se conserva. Sacar la basura. Los álbumes de mi abuela tenían un botón rojo invisible que le hacía llorar.
Fue el aburrimiento lo que me hizo abrir los álbumes familiares y un antiguo disco duro. Entre todas las fotografías, me detengo en la que ahora sé que fui feliz, pero allí no lo sabía, tenía el gesto afinado de miedos. Mi brazo rodea el cuello de Soraya, es una selfie de nuestro primer viaje. El fondo es una playa desierta, mi pecho ya tiene vello oscuro, subraya mi piel blanquecina de escritorio. Soraya cogía color muy rápido, lleva un bikini morado. Aquel verano estrenaba dos bikinis, ese era el más pequeño, y dejaba ver las marcas blanquecinas que había fijado el otro. El triángulo blanquecino de su pecho en verano y su piel supurando crema solar son los primeros recuerdos de nuestra iniciación sexual, cuando sudábamos bajo la inocencia de un ventilador de techo e íbamos a tientas en el lenguaje de los gemidos. Pensábamos, como todos los jóvenes, que los instantes son eternos, pero ni siquiera la fotografía es capaz de captar algo estático. Pensaba que era el aburrimiento lo que me llevó a las fotografías, pero quizá solo haya sido la necesidad de hacer un torniquete. Salvar el pasado para hacer habitable el presente.
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