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Tomarse en serio lo mundano - Miguel Barrero - Zenda
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Tomarse en serio lo mundano

Aunque sea un libro De vosotros, los jóvenes Hace un tiempo, cuando la pandemia nos obligaba a permanecer confinados en nuestras casas, recibí la llamada de un viejo y buen amigo de la infancia. Andaba enfrascado en la escritura de un libro, se le echaba encima la fecha designada por la editorial para la entrega...

Aunque sea un libro

Leo de refilón que una alcaldesa —creo que la de Zaragoza— ofreció un discurso en el marco de la cabalgata de Sus Majestades de Oriente y tras pedir a los Reyes Magos que dejaran regalos a todos los niños de la ciudad añadió, en un ejemplo de cómo el subconsciente puede dar al traste con las mejores intenciones, una apostilla estremecedora: «aunque sea un libro». Qué suspicacias y qué desinterés y qué desprecio y cuánta incomprensión suscitan los pobres libros, con todo lo que vienen ellos haciendo desde antiguo por la humanidad. Me recordó aquello tan memorable de Manolito, el amigo de Mafalda —«¿Cómo vas a regalarle a tu madre un libro, si ya tiene uno?»—, pero también la declaración que hace unos cuantos años dio a los medios aquel entrenador de fútbol que se llamaba Luis Aragonés y al que la prensa deportiva apodó El Sabio de Hortaleza: «No es bueno leer demasiado. Yo tenía un amigo que se puso a leer a Kafka y se volvió maricón.»

De vosotros, los jóvenes

"Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, pero la aseveración se queda corta"

Hace un tiempo, cuando la pandemia nos obligaba a permanecer confinados en nuestras casas, recibí la llamada de un viejo y buen amigo de la infancia. Andaba enfrascado en la escritura de un libro, se le echaba encima la fecha designada por la editorial para la entrega —eso que ahora, muy sofisticadamente, llaman deadline— y quería hacerme un par de consultas. Tras charlar durante unos minutos e intentar dar alguna respuesta más o menos certera a las cuestiones que me planteaba, compartió conmigo las dudas que le generaba uno de sus principales objetivos: «A mí me gustaría que este libro lo leyesen los jóvenes, pero es que los jóvenes de hoy en día no leen nada». «Vamos a hacer una cosa», respondí: «recuerda nuestra clase de cuarto o quinto o sexto de EGB; o, más aún, la de primero o segundo o tercero de BUP; la del COU, si quieres; vete repasando uno por uno los pupitres y dime cuántos de los chavales que convivíamos en la misma aula solíamos leer libros en nuestros ratos de ocio». Se hizo al otro lado del teléfono un silencio que duró varios segundos, y cuando se rompió no llegó a mis oídos un sí o un no como respuesta, sino un lacónico «tienes razón». Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, pero la aseveración se queda corta porque la historia nos enseña que podemos reincidir en los mismos errores hasta el aburrimiento. Recuerdo que, cuando el joven era yo, la generación de mis padres —qué decir de la de mis abuelos— no paraban de criticar nuestra desidia, nuestra vagancia y nuestra nula voluntad de esfuerzo, además de la deficiente educación que nos impartían en el colegio. Lamentaban que no tuviéramos que memorizar la lista de los reyes godos, que no nos enfrascáramos en la lectura atenta de los clásicos, que no se nos inculcaran los valores de la disciplina ni las bondades del cinismo. Aprendí pronto en una canción de Aute que hay que desconfiar por sistema de las frases hechas y las palabras grandes, y por eso nunca me tomé aquellas andanadas muy en serio porque sospechaba que escondían en su reverso una falacia, cuestión que me quedó bastante clara cuando aparecieron las redes sociales y comprobé con mis propios ojos que muchos de aquellos que presumían de haber gozado en su juventud de una formación excelsa, enriquecida por sus propias inquietudes culturales y su indesmayable afán de aprendizaje, eran incapaces de escribir un párrafo de cuatro líneas sin incurrir en al menos dos o tres faltas de ortografía y abundantes errores gramaticales. De ahí que sólo pueda sentir ternura cada vez que alguien de mi quinta se pone a echar pestes de la juventud de ahora, achacándoles los mismos vicios que otros cargaban sobre nuestras espaldas hace dos y tres décadas sin detenerse a meditar que a lo mejor el problema radica en que el mundo va cambiando y ellos no quieren o no saben darse cuenta Envejecer, en el fondo, consiste en ir viendo cómo a uno lo expulsan poco a poco de su época, y aunque es comprensible que el instinto o el amor propio se declaren en rebeldía ante la evidencia, flaco favor hace el enrocarse en la trinchera del amor propio en vez de tratar de comprender lo que ocurre alrededor. Hay un poema de Ángel González en el que una voz dictatorial impele a los jóvenes a que adopten uno por uno sus postulados, sin discutirlos ni someterlos a la más pequeña crítica, y sospecho que algo similar les ocurre a quienes a partir de cierta edad empiezan a arremeter contra los que han ido viniendo después, como si les envidiaran una insolencia, una rebeldía, una bisoñez, una oposición a lo establecido, que ellos han tenido que aplacar con el paso de los años y que no soportan ver ahora en manos de otros. Dicen que los jóvenes de hoy no leen apenas —como si ellos a los catorce años se hubiesen entretenido en las tardes de los sábados leyendo la Iliada o interiorizando los postulados kantianos— , pero constantemente me encuentro en los mares procelosos de la red textos de gente a la que saco entre diez y veinte años y que comparte tanto impresiones acerca de sus lecturas como versos o relatos salidos de su puño y letra. Lo hacen con arrojo y cierta altivez ocasional, como corresponde a su edad, y tratan de contactar con otras personas afines que compartan sus inquietudes. No me suenan apenas los libros de los que hablan y tampoco me interesan en exceso sus creaciones aún balbuceantes, pero quién me dice que no lo fueran también las mías cuando tenía su misma edad, y quién que no hubiese hecho yo lo mismo de haber tenido a mi alcance los canales de los que disponen ellos. El otro día una chica contaba que acababa de descubrir a Proust casi por casualidad. Se había puesto a leer En busca del tiempo perdido, le sorprendía que la obra constase de siete tomos y no estaba segura de que fuese a leerlos todos, pero de momento le estaban gustando. Lo explicaba con absoluto entusiasmo e inocencia, como si nadie antes hubiera tenido la menor noticia de la existencia del bueno de Marcel, y pese a que haya quien pueda pensar que ese candor no es más que la manifestación involuntaria de una ignorancia reprochable, a mí me pareció bonito.

El mejor de la historia

"Hasta el asunto más banal puede utilizarse ahora como coartada para excavar una trinchera, pertrecharse en ella y disparar contra todo lo que asome alrededor"

Hasta el asunto más banal puede utilizarse ahora como coartada para excavar una trinchera, pertrecharse en ella y disparar contra todo lo que asome alrededor. Se ha formado bastante revuelo porque Televisión Española acaba de estrenar un concurso o un programa, no sé bien, en el que se ha de dilucidar quién es o ha sido el mejor español de la historia entre un listado de candidatos en el que figuran desde Cervantes o Antonio Machado hasta Emilio Aragón o Miguel Induráin. Entre rasgamientos de vestiduras y apelaciones a altas categorías morales, se genera una discusión tan vacía como pintoresca, como si de repente se le concediera a la televisión una capacidad para sentar cátedra que ni le han reconocido nunca quienes atacan el formato ni creo que ella aspire a tener. Más allá de que quienes afrontamos mucha precaución y no demasiado entusiasmo las máximas grandilocuentes que atañen a patrias y banderas consideremos que no es muy afortunado dar por hecho que determinados españoles son o fueron mejores que otros —se puede entender que, a partir de ese razonamiento, hay españoles buenos y malos, y eso es como dar munición al enemigo—, tampoco me parece que haya que ver esto más que como lo que es, un mero entretenimiento con el que pasar la tarde y animar las tertulias más ociosas, en las que a partir de ahora se podrá dilucidar si cinco Tours de Francia valen más o menos que El Quijote o si la poesía de Lorca goza de la riqueza expresiva que derrochaba en sus chistes Matías Prats. Es mala cosa tomarse en serio lo mundano, sobre todo si —como ocurre— enmascaramos en estas discusiones bizantinas nuestra tendencia preocupante a frivolizar con lo que realmente debería tratarse con rigor.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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