Aunque no hayas nacido en el Mediterráneo, aprendiste que es un mar bañado de un prestigio incalculable. El hogar de Homero. Mare Nostrum en latín. Escenario de más amores que guerras, siendo estas cruentas. Serrat le dedicó una canción perfecta en 1971 que es el himno de varias generaciones y que quizá tú vuelvas a escuchar ahora en Spotify, o en un tocadiscos recién desempolvado.
La Historia de tantos siglos no se puede entender sin el Mediterráneo. Ni Litoral, vigía literario permanente, con este mar, el de Málaga, que la abriga desde que la fundaron Manuel Altolaguirre y Emilio Prados. Ni se concibe sin las peripecias de piratas, corsarios que operaban en la cuna de nuestra civilización. Tampoco sin los migrantes que aspiran a llegar a sus costas.
Este mar que te puede traicionar en la travesía, que se enroca en islas de acceso imposible si no vas en una embarcación, que te hechiza con atardeceres limpios en invierno que proyectan el cielo anaranjado sobre sus aguas. Es el mismo mar al que arribaron los primeros navegantes fenicios y griegos en Ampurias o Cádiz transportando “sus antiguos cultos del pan, del aceite y del vino”, relata Mauricio Wiesenthal en «Blues del Mediterráneo».
Lorenzo Saval y María José Amado han seleccionado, con su gusto exquisito, una combinación de textos de poetas, novelistas y ensayistas junto a fotografías y reproducciones pictóricas. Un compendio mediterraniense en el que viajamos, como Ulises, a mitologías, señales del pasado, geografías, paraísos aislados… y un crucero de papel que arranca con Manuel Alcántara en Rincón de la Victoria, llega a Almería con Angelina Gatell, hace escala en Alicante con Luis Javier Moreno y en Valencia con José Hierro hasta llegar a Barcelona con Jaime Gil de Biedma.
El trayecto continúa en Marsella con un texto de Gerardo Diego. Génova, Nápoles, Venecia, Atenas, Salónica, Estambul, Beirut y Alejandría completan la ruta hasta recalar en la bella Tánger con Luis Muñoz, cuando el Mediterráneo se convierte en africano.
Sabernos de este lado y apetecer el otro.
Haber buscado siempre donde nunca estuvimos
y para siempre andar esa distancia,
ese juego de luces que describe
la plenitud menuda, el cuerpo en que perderse
Porque ya lo dijo Cavafis en Ítaca: “Pide que tu camino sea largo. Que numerosas sean las mañanas de verano en que con placer, felizmente arribes a bahías nunca vistas (…). Ten siempre a Ítaca en la memoria. Llegar allí es tu meta. Mas no apresures el viaje”. Un mar de 4.000 kilómetros de longitud que “centellea los faros, un prisma maravillosamente apropiado para distraer los ojos, sin cansarlos jamás” (Charles Baudelaire).
Y ahora, observando el horizonte de este Mediterráneo sureño desde el que escribo el primer omoshiroi zendiano de verano, brindo por los dioses que nos enseñaron a amar este azul de infinitos matices, sensualidad arrolladora y horizonte perpetuo de vida, tan sabia.
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