En el AVE de vuelta a Sevilla la abuela de mi amigo Esteban estaba intranquila. La señora sentada dos filas más atrás le resultaba conocida pero no sabía de qué. Definitivamente no era familiar ni ninguna de sus amigas de Pineda. Probablemente era famosa. ¿Actriz? ¿Tertuliana de Sálvame? ¿Socialité del Hola? Cuando la curiosidad se volvió abrasiva no tuvo más remedio que levantarse y enfrentarse a su conocida desconocida: “Perdone, usted es alguien, ¿verdad?”.
Es de sobra conocido que Talese es considerado uno de los fundadores del denominado “nuevo periodismo”, ese club alumbrado por dos directores excepcionales, Clay Felker y Harold Hayes, que fueron compañeros en Esquire y que acabaron siendo rivales cuando el primero tuvo que buscar acomodo en la revista dominical del Herald Tribune, New York Magazine, desde el momento en que el ego se comió la ilusión. Durante esa bendita rivalidad, en la que fomentaron historias largas con ópticas personales donde lo bonito era bonito y lo feo era feo, no todos sus reporteros compartían la misma visión. Leyendas como Norman Mailer o Lilian Ross buscaban personajes famosos para sus largos reportajes: Mailer acompañó a Kennedy en la campaña de las elecciones de 1960 (Superman va al supermercado) o a Cassius Clay en su viaje a Kinshasa para enfrentarse a George Foreman (El combate); Ross extrajo lo bueno y lo malo de Hemingway, John Wayne o John Houston y lo reflejó con crudeza en New Yorker. Otros, en cambio, optaron por la incomodidad de ir más allá, de buscar su propio ángulo. Jimmy Breslin fue enviado por Felker a Washington para cubrir el asesinato del presidente Kennedy para New York Magazine. Cuando el resto de enviados especiales estaban en el hospital escuchando el pormenorizado informe del forense, Breslin fue al cementerio de Arlington para entrevistar al que iba a ser el sepulturero del presidente (“¿qué se siente cuando se va a enterrar un presidente de los Estados Unidos asesinado?”). Cuando los demás llegaron al cementerio para coger posiciones durante el entierro, él se desplazó al desierto hospital para entrevistar al cirujano del presidente (Dr. Malcolm Perry) desde una perspectiva personal (“¿qué se siente cuando se tiene la vida de un presidente de los Estados Unidos en las manos?”).
En su último libro, Bartleby & Me, que saldrá a la venta en Estados Unidos a finales de septiembre —y en España en 2024—, Talese recupera al personaje de la historia de Melville, el pasante Bartleby, como modelo de aquello a lo que ha dedicado su vida periodística (o, lo que es lo mismo, su vida): un joven pasante gris, aparentemente irrelevante, que desconcierta a su jefe con su “preferiría no hacerlo” ante cualquier encargo rutinario y que acaba muerto en prisión de una manera insólita. La gran historia detrás del personaje anodino. El libro, una especie de legado del genio italoamericano, está escrito en tres bloques.
En el primero, Talese hace una selección de sus mejores historias de personas “no noticiables” a lo largo de sus años de trabajo en el New York Times y, lejos de recopilarlas sin más, nos ofrece una crónica de las crónicas. Talese elige a Talese como protagonista de su reportaje. La pirueta final. Dentro de este metarreportaje, un elemento común destaca sobre los demás: si es gente corriente lo que buscamos, vayamos al bar. Todos los periódicos tienen su “bar de abajo”. El del New York Times era el Gough’s Chop House, en la 43 Oeste. Allí bajaban de madrugada los linotipistas enfundados en sus monos manchados de tinta en busca de una hamburguesa de 30 céntimos y una cerveza. Ocupaban la barra y, sordos por el ruido de las rotativas, se comunicaban con el encargado del bar por signos (que éste entendía a la perfección). Tres o cuatro horas antes, quienes habitaban las mesas de la zona de la barra, en un escalón social superior, eran los correctores y los responsables del cierre de la edición. Y aún antes que estos, en las mesas de dentro, entre fotos de Di Maggio, “Babe” Ruth, Dempsey o Joe Louis, los reporteros, en la cúspide de la pirámide, terminaban la jornada en lo que A. J. Liebling bautizó como “un auténtico santuario”.
Pero, en parte, esta es la historia de una rivalidad, y la acera de enfrente, el Herald Tribune, también tenía su propio refugio tres calles más abajo, el Bleeck’s. Uno de sus reporteros, Richard Maney, decía que “nunca se sabía si la clientela estaba en Bleeck’s como prólogo de la jornada en el periódico o como epílogo”. Lo que sí se sabía era el gremio de los ocupantes: si el local vibraba con la rotativa eran los reporteros, si estaba en calma los linotipistas. Entre las celebrities que lo frecuentaban estaban Mailer, Joe Mitchel y, sí, Liebling. Y Bogart llevó a Lauren Bacall para enseñarle a jugar a los chinos.
Entre los reportajes que Talese “reportajea” está la historia del chófer de Manhattan (la abuela de Esteban lo llamaría mecánico) que tenía tanto éxito que acabó con una flota de cinco Cadillacs y un Rolls para uso particular que, por supuesto, conducía otro chófer. También está la del electricista responsable de circular los titulares del NYT a través de las miles de bombillas que conformaban el cartel luminoso del edificio del periódico en Times Square y que esperó 24 horas de guardia para poder iluminar Manhattan con el titular de la rendición de Japón y el fin de la guerra, momento en que el marinero besa a la enfermera (aunque en la mejor sintonía de entrada de todos los tiempos, Zack Snyder reinventa la historia en Watchmen y es Silueta quien se adelanta al marinero y besa a la enfermera). Después tenemos a su compañero de litera en una especie de mili que hizo en Fort Knox. El tipo, “el hombre más afortunado del mundo”, era paracaidista, y en unas maniobras en Alaska, tras saltar a mil metros de altura, ninguna de las dos anillas disponibles consiguió abrir el paracaídas. El caso es que cayó en una pila de nieve virgen de 12 metros y sólo se fracturó tres vértebras. Por último merece la pena destacar una de las obsesiones de Talese: sus compañeros en el New York Times. Alden Whitman era el responsable de obituarios y, por tanto, era el encargado de decidir quién era digno de aparecer en el Times (y con qué extensión: el obituario de Churchill ocupó 16 páginas) y quién no: “ustedes no nos llaman; nosotros llamamos”. Por supuesto Whitman, “Mr. Bad News” tituló Talese, a costa de separar la paja del trigo, los “nadies” de los “álguienes”, tuvo su propio obituario.
El segundo bloque es un reportaje-matrioska muy especial. Talese revive la historia de lo que la revista Esquire ha considerado “el mejor reportaje del siglo”. Después de abandonar el New York Times, el escritor italoamericano se une a la orquesta dirigida Harold Hayes con el propósito de escribir más largo y más libre. Su primera propuesta es escribir el perfil del que fue su jefe en el Times, Clifton Daniel. Hayes aprueba pero retrasa la iniciativa: “Hemos apalabrado con Sinatra una entrevista en Los Ángeles y quiero que la hagas tú”.
La historia de la entrevista que nunca se produjo, titulada “Sinatra está resfriado”, de nuevo, es una historia de bares. Jilly’s, en la 52 oeste, era el garito de un amigo íntimo de Sinatra, Jilly Rizzo, donde el crooner tenía reservada una silla especial y exclusiva y donde los partidarios se agolpaban en la entrada para, al menos, cruzar la mirada con su ídolo. Dos gestos de Sinatra con su amigo dan idea de la íntima relación que ambos tenían: el local estaba decorado con cuadros pintados por el cantante, en los que el predominio del naranja (su color obsesión) era casi absoluto, y en la versión que hizo del clásico de Simon & Garfunkel, «Mrs. Robinson», incluyó un guiño en el estribillo: “And here’s to you, Mrs. Robinson. Jilly loves you more than you will know”.
Pero si Jilly’s era su local fetiche, toda la historia de la entrevista-que-no-fue se inicia en la otra costa, en Los Ángeles. En el mismísimo Rodeo Drive. Daisy, el primer club privado para socios de toda la costa oeste, propiedad de un matrimonio de íntimos amigos de Talese, los Hanson, era el centro de reunión de toda la élite “holywoodiense”. En el menú uno podía encontrar los “huevos revueltos Paul Newman”, el “sándwich de roast beef Frank Sinatra” o la “ensalada de frutas y queso Cheddar Jane Fonda”. En la pista de baile se podía ver con asiduidad a Robert Redford o Steeve McQueen bailando con actrices noveles embutidas en pantalones de campana que movían sus caderas para deleite del resto de comensales. También frecuentaban el club parejas como Cher y Bono (hablamos del tiempo en que Cher era Cher), la cuota de entrada de socio eran 250 dólares y la admisión estaba limitada a 400 miembros. Además del restaurante y la pista de baile, el local tenía una sala de billar y fue precisamente ahí donde Talese contempló por primera vez los estragos que causaba Sinatra siendo Sinatra. El artículo, así como el reportaje incluido en Bartleby & Me, deben leerse (pretender hacerlo más atractivo sería suicida) pero vale la pena recordar que lo hicieron posible el inabarcable talento del escritor y la tozudez del director, y que Talese, despreciado, amenazado, ignorado por Sinatra y los suyos, nunca perdió la compostura y se despidió del cantante en una nota nunca contestada en la que aseguraba que “llegué como un amigo y me voy como un amigo”.
Como Talese no puede evitar ser cronista, cierra el libro con una última historia inédita, la del Dr. Bartha y su adorado edificio de piedra marrón ubicado a tres minutos andando de casa del escritor en el Upper East. El tratamiento de los personajes, los detalles conseguidos a través de una minuciosa y prolongada investigación, las preguntas planteadas, las respuestas obtenidas y la prosa celestial son marca de la casa. Pero lo que cierra el círculo, lo que hace del título del libro una genialidad, es que, probablemente, estemos ante el mayor Bartleby de todos los Bartlebys de Talese, el viejo escribiente.
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La editorial Alfaguara publicará la edición en español de Bartleby & Me en 2024
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