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Todo lo peor, de César Pérez Gellida - Zenda
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Todo lo peor, de César Pérez Gellida

Varios cadáveres de homosexuales aparecen brutalmente asesinados en el Berlín Este de finales de la Guerra Fría. Las autoridades no le prestan la atención que merece hasta que un alto cargo de la Stasi que maneja información muy sensible para el Estado aparece muerto en las mismas circunstancias. Por su experiencia en el comportamiento de...

Varios cadáveres de homosexuales aparecen brutalmente asesinados en el Berlín Este de finales de la Guerra Fría. Las autoridades no le prestan la atención que merece hasta que un alto cargo de la Stasi que maneja información muy sensible para el Estado aparece muerto en las mismas circunstancias.

Por su experiencia en el comportamiento de la mente criminal encargan la investigación a Viktor Lavrov, que, junto a un inspector apartado de la Kriminalpolizei, Otto Bauer, buscará la manera de sumergirse en un mundo prohibido tras los pasos de un despiadado asesino mesiánico.

Zenda ofrece a sus lectores las primeras páginas de la nueva novela de César Pérez Gellida, Todo lo peor.

 

LA QUÍMICA SE IMPONE (PRELUDIO)

Residencia de Viktor Lavrov y Erika Eisemberg
Rosenstrasse, 2. Berlín Oriental (RDA)
4 de julio de 1981

Tres son los segundos que invierte Viktor Lavrov en llegar a una conclusión. El primero lo consume en interpretar los alarmados rasgos faciales de Erika y la crispada expresión del hombre que tiene apoyado el supresor de una pistola en su sien. Otro más en procesar la fatídica e irreversible tesitura en la que se encuentran, porque, con Boris Kliuka en la ecuación, el resultante solo puede ser uno. Y, por último, el que emplea su sistema cognitivo en admitirla: uno tiene que morir.

No se equivoca pero tampoco acierta.

Serán más los que mueran en esa cocina.

 

Algunos días antes

 

TODO LO PEOR ES LO MEJOR

Presidio de alta seguridad de Parkhurst
Isla de Wight (Inglaterra)
13 de junio de 1981

Todo lo peor es lo mejor cuando a uno deja de importarle de qué lado está —afirmó Viktor con aire agnóstico, como si el conocimiento del ser humano no alcanzara para probar o negar dicha sentencia.

—¿Cómo dice? —se interesó Nelson McMahon, alcaide de la institución desde hacía trece años. Se le notaba visiblemente contrariado. Motivos no le faltaban para tratar con aspereza a ese ruso insolente de ojos saltones y con la cara picada por la viruela que le sonreía de un modo vesicante. Le escocía sobremanera no comprender cómo había conseguido colarse en «su» centro penitenciario un maldito comunista por muy eminencia que fuera considerado en el estudio del comportamiento criminal. Así y todo, británica abnegación, se había ofrecido a acompañarlo hasta la sala de interrogatorios por tratarse de una situación tan anómala como delicada, y, cuando esos dos adjetivos se encontraban en una misma frase, McMahon prefería dejarse guiar por la prudencia que por la irritación.

—Otro día. Olvídelo —solventó el psicólogo.

La máxima de Viktor Lavrov se había fabricado en sus cuerdas vocales tras escuchar que su incómodo e incomodado anfitrión calificaba a los presos allí recluidos como «lo peor de la sociedad». ¿Cómo hacerle entender que aquellas personas eran producto de esa sociedad? Esa que llevaba décadas adormilada por el opio del consumismo; esa que estaba del todo carcomida por unos valores tan nocivos como atractivos solo en apariencia; esa que querían imponer como única y verdadera. Y que, verdaderamente, lo estaban consiguiendo. Porque era un hecho que, a esas alturas, la gélida contienda entre el símbolo del dólar y la hoz y el martillo se reducía a una mera cuestión de tiempo: el que tardaría el bloque soviético en desmoronarse, aunque nadie que habitara en un territorio al este del telón de acero se atreviera a admitirlo, ni siquiera en su fuero interno. A Viktor Lavrov le habría encantado intentar argumentarle que la existencia de depredadores como Sutcliffe era consecuencia de la purulenta y corrupta sociedad occidental; sin embargo, era consciente de que iba a ser como eyacular contra la pared: placentero pero estéril.

Conforme avanzaban escoltados por dos guardias a través de uno de los corredores que llevaban al módulo C, podía notar cómo el halo de animadversión que manaba de McMahon crecía en intensidad, pero, a pesar de ello, no podría decirse que se sintiera incómodo. Más bien lo contrario.

Lo que sí le resultaba bastante molesto era esa mezcolanza de olores imposibles de calificar que conformaban esa viciada atmósfera.

—Doy por hecho que le han informado debidamente de las normas que se aplican en este área en cuanto crucemos esa puerta —retomó el alcaide.

—Tres veces, dos más de las que precisaba para comprenderlas, asimilarlas y cumplirlas. Por ese orden. Nelson McMahon chasqueó la lengua.

—Son del todo necesarias.

—Nadie lo pone en duda.

—Aquí están los tipos más peligrosos del Reino Unido.

—¡He aquí la paradoja!

—¿Perdón?

—Que sean los tipos más peligrosos del Reino Unido y que estén aquí aislados del resto de presos comunes para evitar que los otros, los vulgares —aclaró con retintín—, hagan picadillo a los excepcionales.

El alcaide se mordió el labio inferior y meneó la cabeza, exasperado. A dos metros para llegar a la puerta metálica, McMahon hizo un gesto autoritario con la mano y el funcionario de la cabina de control accionó de inmediato el botón de apertura.

—Hasta los presos comunes tienen sentido de la justicia —alegó al tiempo que le invitaba a pasar, ahora mediante un caballeroso ademán.

—Por tanto, podría decirse que estos hombres son peligrosos dependiendo de las circunstancias que los rodeen, ¿no es así?

El otro caviló unos segundos, los suficientes para darse cuenta de que estaba a punto de caer en una tela de araña de la que le iba a resultar muy complicado escapar.

—No sé si usted es del todo consciente del tipo de persona a la que ha venido a evaluar, doctor.

Viktor Lavrov compuso un gesto serio, casi creíble, y se detuvo antes de volverse hacia él.

—Ese «del todo» implica demasiado para tratarse de una expresión del todo ambigua, señor McMahon. En esta cartera —le mostró— llevo decenas de folios sobre el caso de Peter Sutcliffe, más conocido como «El destripador de Yorkshire». A saber: informes forenses y psiquiátricos, las diligencias completas de la policía de West Yorkshire, así como las del personal especializado asignado por Scotland Yard, incluidas las conclusiones generales firmadas de puño y letra por George Alexander Oldfield, máximo exponente en el proceso de investigación. También cuento con la transcripción completa del juicio y la sentencia, por supuesto. Mi propósito no es otro que obtener posibles evidencias psicopatológicas a través de una entrevista psiquiátrica con el objeto de poder elaborar una memoria que, con claridad y dentro de la terminología de su sistema jurídico vigente, pueda ser de utilidad para esclarecer el caos que nos ocupa. De cualquier forma, hay una frase que yo sitúo en la categoría de verdades indubitables y universales que podría atomizar lo dicho con anterioridad: nunca se convence del todo a nadie de nada. Anótela, algún día podría ser el germen de un poema o una canción.

El ruso se esforzó al máximo por contener la carcajada que le provocó comprobar que sus palabras habían causado el efecto que esperaba: total y absoluto desconcierto.

—Dicho esto, alcaide McMahon, reconozco que siento una gran curiosidad por conocer su opinión personal sobre el caso —comentó para dar de comer a su ego.

—Un maldito asesino. Un maldito asesino despiadado y letal —aliñó—. Se llevó por delante a trece mujeres, pero podían haber sido más si la fortuna no se hubiera aliado con los policías que lo detuvieron. Un perturbado mental que creía estar cumpliendo un mandamiento divino. Un…

—Un segundo, un segundo, por favor —le interrumpió el ruso—. ¿Cree usted que es un enfermo?

—¿Un enfermo? —dudó rebuscando en su memoria a corto plazo para cerciorarse de que, efectivamente, esa palabra había salido de su boca—. En absoluto. Bueno, qué narices, tiene que ser un maldito loco para arrebatar la vida a martillazos a esas pobres mujeres. Incluso a una niña. ¡Dios Santo! ¡¿Qué mal puede hacer una niña de dieciséis años?!

—¿Y las otras doce? ¿O el hecho de ser en su mayoría prostitutas justifica en alguna medida que alguien pueda agredirlas o causarles la muerte? —No, no, para nada. Yo solo digo que…

—Aún no me ha respondido —intervino de nuevo quitándole la palabra—. ¿Lo considera usted un enfermo mental o no?

El alcaide McMahon carraspeó antes de recoger los brazos tras la espalda y retomar la marcha haciendo gala de esa flema innata tan propia de su tierra.

—No lo sé. Ni me importa, la verdad. Lo único que quiero es que ese malnacido se pase el resto de sus días entre rejas, aunque, entre usted y yo —añadió bajando la voz para que los dos guardias no registraran su veredicto—, lo que de verdad se merecería ese perro chalado es que lo hubieran colgado del cuello hasta morir.

—Si es eso lo que quiere, le conviene y mucho no referirse nunca a Peter Sutcliffe como un perturbado, maldito loco, perro chalado o de cualquier forma que invite a pensar que se trata de un enfermo. Le recuerdo que ante el Tribunal Criminal Central de Londres se declaró culpable de homicidio con atenuante por deficiencia mental. Y es esa, justo esa: aparentar que no está en sus cabales, su única salida cuando se enfrente a la Corte Suprema. Y si consigue convencerlos, alcaide McMahon, cumplirá su condena en una apacible institución médica.

—Si el jurado de la sala uno de Old Bailey no se tragó esa milonga, la Corte Suprema tampoco lo hará.

—Depende.

—¿De qué?

—De la evaluación que hagamos personas como yo. ¿Y sabe por qué el fiscal encargado del caso, Michael Havers, ha recurrido a mí? Su expresión corporal decía que no.

—Porque está convencido de que el equipo de psiquiatras dirigido por Hugo Milne va a concluir en su diagnóstico que Peter Sutcliffe está afectado por una esquizofrenia paranoide, ergo, que van a declararlo enfermo mental. ¿Estaba al corriente de que uno de ellos, un tal MacCulloch, ha tenido en consideración que Sutcliffe afirma estar capacitado para leer la mente de sus víctimas?

—¡¿Me lo está diciendo en serio?!

—Se lo juro por mis antepasados.

—¡Inconcebible!

—Puede, pero no imposible. Si alguien en sus circunstancias alegara eso en mi país…

—Continúe, continúe.

—Ya se habría convertido en un ratón de laboratorio para estudiar si posee o no poderes mentales. Ustedes, en cambio, no solo le prestan oídos a un despiadado asesino, además, hacen el esfuerzo de intentar creerle.

—No todos, doctor.

—Puede, pero los que van a decidir, sí. Según mi criterio, en el punto en el que estamos, nos encontramos más cerca de que la Corte Suprema acepte el alegato de la defensa y termine enviándolo al hospital Broadmoor, que es el que han solicitado sus abogados si mis notas no son erróneas.

—Eso sería una ofensa para las familias de las mujeres asesinadas y para toda nuestra sociedad, sobre todo para los que todavía creemos en la justicia. El ruso iba a decir algo acerca de la justicia, pero el alumbramiento verbal fue abortado por el repentino ataque de curiosidad del alcaide McMahon.

—¿Debo entender, por tanto, que usted tiene una opinión distinta al respecto?

—Radicalmente opuesta. Peter Sutcliffe cometía los asesinatos con absoluta premeditación, eligiendo el momento propicio para asaltar a sus víctimas, por norma, en lugares apartados y con nocturnidad. Actuaba siempre de forma alevosa al seleccionar mujeres a las que solía golpear en la cabeza con un martillo para evitar que estas pudieran defenderse o alertar a alguien. Apuñalarlas decenas de veces con un destornillador, patearles la cabeza una vez muertas, eviscerarlas y eyacular sobre sus órganos eliminan cualquier duda en relación con el ensañamiento. Todo ello nos dibuja el modus operandi de un asesino organizado con un propósito concreto, lo cual nada tiene que ver con la forma de actuar de una persona afectada por cualquier tipo de esquizofrenia.

—Él alega que Dios le ordenó matar prostitutas.

—Y yo demostraré que lo único que le impulsaba a asesinar era una incontrolable y severa misoginia. Elegir prostitutas responde a cuestiones de practicidad, como hacen los depredadores cuando cazan: elegir al ejemplar más débil de la manada. El alcaide se rascó la nariz con extrema fruición, como si la última frase del ruso le hubiera rozado la pituitaria.

—Hemos llegado. Adelante, por favor —le invitó empujando una pesada puerta de hierro.

El cuartucho no tendría más de diez metros cuadrados. Tras la cristalera, Viktor pudo distinguir la figura del detenido, sentado con la espalda recta, acodado sobre una mesa metálica sosteniendo una pose de aparente serenidad. Acto seguido desvió la mirada para centrarse en las otras dos personas que aguardaban dentro.

—Jim Carson, técnico especialista de la oficina del fiscal —le presentó el alcaide—. Se encargará de grabar todo lo que acontezca durante el tiempo que usted permanezca en la sala de interrogatorios. Y Madison Rawlinson, del bufete Rawlinson & Shultz, que representa al señor Sutcliffe y que, conforme a lo que la ley recoge, ha querido hacer valer su derecho de estar presente.

—Un placer —saludó él.

—Igualmente, doctor Lavrov —respondió ella, seca y cortante—. Lo primero que querría saber es la duración estimada de la sesión.

El colmillo derecho aprovechó para salir a escena cuando los labios del psicólogo se abrieron dibujando una ingrávida sonrisa.

—Estimo que se prolongará hasta que yo la dé por finalizada, letrada. Le aconsejo que se ponga cómoda. La siguiente petición que el ruso tenía en la recámara le privó de disfrutar de la reacción de la abogada.

—Señor McMahon, sé que contraviene las normas que con tanto afán me han explicado, pero necesito que le quiten las esposas al señor Sutcliffe. Bajo mi responsabilidad —añadió. El alcaide, satisfecho al comprobar que la abogada aún tenía cincelado el agravio en su configuración facial, asintió.

—¿Algún inconveniente? —le consultó a ella.

—Ninguno.

—¿Algo más? —lanzó al aire McMahon. Este se despojó de su gabardina y se giró de nuevo hacia el cristal.

—Sí. Antes de comenzar quiero ver su celda.

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Autor: César Pérez Gellida. Título: Todo lo peor. Editorial: SUMA. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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César Pérez Gellida

César Pérez Gellida nació en Valladolid en 1974. Es Licenciado en geografía e historia y máster en dirección comercial y marketing. Ha desarrollado su carrera profesional en distintos puestos de dirección comercial, marketing y comunicación en empresas vinculadas con el mundo de las telecomunicaciones y la industria audiovisual hasta que, en 2011, decidió dedicarse en exclusiva a su carrera de escritor. Irrumpió con fuerza en el mundo editorial con Memento mori, en 2012. Constituía la primera parte de la trilogía «Versos, canciones y trocitos de carne», que continuó con Dies irae y se cerró con Consummatum est. Desde entonces ha publicado las novelas Khimera, Sarna con gusto y Cuchillo de palo. Actualmente sigue escribiendo y colabora como columnista en El Norte de Castilla. @cpgellida

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