Hay dos cosas atribuibles a David W. Griffith: el resurgimiento del Ku Klux Klan tras el estreno de El nacimiento de una nación (1915), cuando esta organización terrorista ya estaba prácticamente olvidada, y una de las mayores canteras de grandes realizadores de la pantalla estadounidense. Fue precisamente en el rodaje de esta obra maestra —al margen de su apología del racismo y el linchamiento, técnicamente sirvió como modelo narrativo a todo el cine posterior— donde, entre los ayudantes y actores de Griffith, coincidieron futuros cineastas de la talla de Allan Dwan, Erich von Stroheim o Raoul Walsh. Este último también incorporó a John Wilkes Booth, el asesino del presidente Lincoln, y el mismísimo John Ford recreó a uno de los jinetes encapuchados del Klan.
Pero el más singular de los colaboradores de Griffith —y el único de todos ellos sobre el que obró un estigma de forma inequívoca— fue su ayudante en Intolerancia (1916), su filme posterior. Y acaso fuera Tod Browning, el cineasta en cuestión, el más cercano a Griffith de todos sus ayudantes. A diferencia del resto de los acólitos del apologeta del Klan, fue el único que, amén de en la ayudantía de dirección, también colaboró en un guion de Griffith. En efecto, aunque no aparece acreditado como tal —a diferencia de Anita Loos, que solo escribió los intertítulos y sí lo está—, Browning fue uno de los libretistas de Intolerancia, ese intento por parte de Griffith de decir algo tras el escándalo y la oleada de asesinatos de afroamericanos que, incluso en los Estados Unidos de la segregación racial, provocó el estreno de El nacimiento de una nación.
Lo que en verdad quiso decir el cineasta del Ku Klux Klan en Intolerancia ya es más difícil de dilucidar. El racismo era lo normal en la creación artística y literaria hasta la segunda mitad del siglo XX. Ahora bien, dado el lugar que ocupa su obra en el desarrollo del lenguaje cinematográfico, pocos racistas han gozado de tantos intentos de justificación, por parte de los comentaristas de la posterioridad, como Griffith. De ahí que suela sostenerse que Intolerancia fue una lanza rota en aras de la tolerancia. Con las mismas podría decirse todo lo contrario: Intolerancia fue un intento por parte de Griffith de justificar su fanatismo con el habido en la caída de la Babilonia del rey Baltasar ante los persas (539 a. C.), la pasión y muerte de Jesucristo, la matanza de hugonotes desatada en la Francia de 1572 y una huelga del propio 1916. Es decir, con la intolerancia existente a lo largo de toda la Historia.
Fuera cual fuese el mensaje de Griffith en Intolerancia, lo que incumbe a estas páginas es que llamase a Browning para la redacción de su libreto. Porque puede que fuera Griffith el primero en comprender que en aquel ayudante latía una verdadera buena voluntad. Ya andando en la propia filmografía de Browning, donde los productores, la crítica y los espectadores de la época solo vieron un interés enfermizo por parte de este realizador en las “deformidades”, que las llamaban entonces —inquietud que fue el origen de su maldición—, el cinéfilo de nuestros días, que nunca llamaría “deformidades” a esos hombres sin extremidades, esas mujeres barbudas y todas esas fisonomías bizarras que pueblan el universo de este cineasta, sabe perfectamente que el gran Tod mira a esos infelices con simpatía y comprensión.
Siempre inmerso en su carnaval de las tinieblas, donde situaron a Tod Browning David J. Skal y Elias Savada —sus mejores y casi únicos biógrafos—, el maestro de lo macabro en esa encrucijada que llevó a Hollywood del silencio al sonido no habló mucho. Ahora bien, fue conciso y claro en unas declaraciones a The Dramatic Mirror fechadas el 14 de octubre de 1920: “El valor de toda forma de arte dramático radica en la exactitud con que retrata personajes verdaderos, realizando gestos verdaderos y diciendo cosas verdaderas”. Afirmación que no deja de ser chocante en el realizador que fue el primero en enraizar los cuentos de miedo de la vieja Europa en la ciudad contemporánea.
La leyenda del maestro —“maestro” llamaba Renfield a Drácula— cuenta que tuvo un ocaso muy semejante al del último de sus grandes actores, Bela Lugosi. Aquel Browning postrero también vivía de noche para dormir de día. Ahora bien, tampoco fueron los pintoresquismos de su biografía los que provocaron el estigma. Ni siquiera su alcoholismo, que estuvo a punto de arruinar definitivamente su vida en más de una ocasión. Fueron, hay que insistir, los enanos asesinos, los ladrones tullidos, incluso los reptiles venenosos a los que retrataba. Rimbaud fue un poeta maldito porque hablaba en sus poemas de sus hermanas cuando le quitaban los piojos, mientras el común de la poesía aún estaba en la consabida belleza de la amada, no porque fuera amante de Verlaine.
Seguro que, en sus últimos días, el gran Tod dedicó por completo a su fabulosa colección de obras esotéricas, a beber cerveza en su casa —aunque se hacía pasar por un alcohólico redimido—, a ver las películas antiguas que emitían en la televisión y a su misantropía, e imaginó nuevos argumentos “en una turbia atmósfera de tinieblas y diabólica fatalidad”. Su versión de Drácula (1931) le sitúa entre los mejores realizadores del género, pero no fue un cineasta de terror propiamente dicho. Lo suyo fue el melodrama, y su genialidad, al igual que su maldición, consistió en saber retratar con simpatía, pero sin conmiseración alguna, las naturalezas y las psicopatías consideradas monstruosas por el vulgo.
Nacido en Louisville, Kentucky, en 1882, abandonó su ciudad natal a los 16 años para marchar tras un circo, en el que llegaría a ser un gran contorsionista. Ya en 1914 era un actor de la Biograph y trabajaba a las órdenes de Griffith. Una vez convertido en realizador, antes de dar las primeras muestras de su talento, dirige para la Universal varias películas de aventuras protagonizadas por Priscilla Lane. Las más recordadas de todas ellas son The Virgin of Stamboul (1920) y Outside of the Law (1921). Una y otra ya dejaban entrever la afición de Browning por los decorados exóticos y por ese actor fascinado con las prótesis y cuanto le hiciera parecer inhumano que fue Lon Chaney.
Convertido Chaney en una de las luminarias del momento, e Irving Thalberg —a quien Browning conocía de la Universal— en preboste de la Metro, el realizador le presenta el guion de El trío fantástico, para ser protagonizado por Chaney. Rodada en 1925, el éxito de la cinta, donde se recrean las andanzas de un ventrílocuo travestido que lidera una banda de criminales integrada por un gigante y un enano, marca el nacimiento de la perfecta simbiosis que se dará entre Chaney y Browning en los siguientes cuatro años. Bajo tan feliz circunstancia y casi siempre en base a los guiones de Valdemar Young, nacerán obras maestras del calibre de Garras humanas (1927). Verdadero alarde de sadomasoquismo, la cinta cuenta la experiencia de Alonzo, un criminal interpretado por Chaney. Escondido en un circo y disfrazado de lanzador de cuchillos con los pies, se hace pasar por manco. Tanto es así que se verá obligado a cortarse en verdad los brazos para evitar las pruebas que le acusan en un crimen y poder amar a la mujer que le inspira. Ésta responde al nombre de Nanon y está interpretada por Joan Crawford en uno de sus primeros papeles. Harta de que la manoseen desde niña, no soporta el abrazo de ningún hombre… Hasta que, para desesperación de Alonzo, llega al circo Malabar (Norman Kerry), en cuyos brazos precisamente Nanon conoce el amor.
Gérard Lenne, uno de los grandes expertos en la mitología del cine fantástico, sostiene que, en el asunto de Garras humanas, subyace esa sonrisa del Diablo de la que nos hablan tanto Baudelaire como Poe, referencias obligadas en estos menesteres: “Y no pude reír con el Demonio, y él me maldijo porque no podía reír”.
Igual de caprichosa en su fatalismo se nos presenta Los pantanos de Zanzíbar (1928). En ella se refiere la venganza de un mago que, abandonado por su mujer y tullido como resultas de un forcejeo mantenido con el amante de ésta, muerta ella convierte a su hija en prostituta en un burdel africano. Finalmente, el mago descubrirá que la muchacha no es hija del amante de su mujer, sino suya.
La primera incursión de Browning en el terror propiamente dicho —La casa del horror— data de 1927 y es una adaptación de Drácula, más o menos subrepticia, habida cuenta de la negativa de la viuda de Stoker a ceder los derechos de adaptación. Desgraciadamente, no ha llegado a nuestros días copia alguna. Lástima.
No obstante, el magisterio de Browning alcanza su mayor cota en La parada de los monstruos (1932). La ternura que el realizador siempre ha mostrado hacia las naturalezas que los demás consideran “deformes” halla el mejor contexto en la troupe de un circo integrada por enanos, jorobados, siameses, mujeres barbudas, mancos a los que también les faltan las piernas y demás engendros para la gente supuestamente normal. Sobresale entre todos ellos una hermosa trapecista que se casará con un enano por su dinero. Descubierta su vileza por los lisiados, éstos se vengarán practicándole una serie de amputaciones que la dejan convertida en una mujer/gallina.
De esta forma, Freaks —su título original— cuenta una insólita historia en la que la normalidad representa el mal y la anormalidad el bien. Estrenada con el escándalo que cabía esperar en los estados donde no fue prohibida, la Metro la retiró de la circulación. En Europa permanecería inédita hasta 1962, año en que fue proyectada para admiración de todos los amantes del buen cine en la Mostra de Venecia. Pero Browning ya estaba en trance de muerte en su residencia de Malibú.
El escándalo de Freaks estigmatizó a su autor hasta el punto de que la Metro le prohibió firmar su siguiente película: Perdone, señorita (1933), un drama al servicio de un acabado John Gilbert. Si se le permitió volver a firmar La marca del vampiro (1935) fue porque el aplauso conseguido con Drácula —producida por la Universal— aún se escuchaba. No fue ése el caso de Muñecos infernales (1936), una fantasía sobre un antiguo recluso de la Isla del Diablo, la temida prisión de la Guayana Francesa, que regresa a París y, travestido como una anciana, desarrolla una serie de homúnculos que llevan a cabo su venganza. Fue su última obra maestra. Pero tampoco la pudo firmar.
Tras una última cinta, Miracles for Sale (1939), Browning había ganado lo suficiente como para retirarse junto a su amada segunda esposa, la actriz del silente Alice Wilson. Viudo desde el 44, no le quedó más que el cine antiguo televisado, la cerveza y su soledad.
Tras la muerte del maestro, un extraño tipo se presentó en la funeraria con una caja de cervezas y un documento que daba fe de la última voluntad del cineasta. Ésta consistía en que aquel sujeto, un individuo que fue un día a pintar su casa y se acostumbraron a beber juntos, ventilase esas últimas birritas frente a su cadáver. Así fue.
La posteridad dio al maestro toda la gloria que su tiempo le negó. Ahora sabemos lo determinante que fue su aportación a la imagen de Drácula. Browning hizo del conde un espectro elegante al vestirle como uno de esos ilusionistas a los que tanto admiró. El Drácula de Stoker y el de Murnau hacen gala de un torpe aliño indumentario. Y fue el gran Browning quien sentó las bases de los fenómenos de feria, un subgénero del cine de terror que abarca desde el dudoso díptico de It hasta la cuarta temporada de American Horror Story, no en vano titulada Freaks.
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