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Tinto de verano (Cara A y Cara B) - Zenda
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Tinto de verano (Cara A y Cara B)

CARA A Otro verano más. Solo. En Burgos. Unos días con una solana insufrible y otros con el jersey como en otoño. Ya han acabado las fiestas y aquí no queda ni Rita. Hasta Manolo se ha marchado, y me ha dicho que no vuelve hasta la Virgen de agosto para que nos vayamos a...

CARA A

Otro verano más. Solo. En Burgos. Unos días con una solana insufrible y otros con el jersey como en otoño. Ya han acabado las fiestas y aquí no queda ni Rita. Hasta Manolo se ha marchado, y me ha dicho que no vuelve hasta la Virgen de agosto para que nos vayamos a ese festival rarito que tanto le gusta, que no sé ni cómo se llama, sí…, el Sonorama. Pues va listo, que yo lo más actual que he escuchado en los últimos cinco años ha sido La violetera de Sara Montiel. ¡Malditos modernos! Siempre necesitando estímulos nuevos.

La gente de mi trabajo se vuelve loca en cuanto llega la primera semana de junio y alguien pronuncia las palabras mágicas: “horario de verano”. Si por mí fuera, lo aboliría. Tengo que levantarme antes de la cama, lo cual es un fastidio. Y lo peor, ¿qué hago con las tardes vacías de julio y agosto? La primera semana me lo intento tomar con humor: voy al súper y me compro una crema solar; un bañador de palmeritas en las rebajas; y busco por Internet recetas de ensaladas refrescantes, que harán que mi generosa tripa mude en un torso helénico que será la envidia de las piscinas de San Amaro. Pero la realidad acaba dándome un bofetón que me deja mirando para Cuenca. Que yo no digo que no sea bonito mirar para Cuenca, pero que hubo alguien a quien la vista se le hizo anodina y hasta hoy andamos con esas. Pero basta ya de digresión y vamos al grano: si no está Manolo, Pepe a las tres pone rumbo a Villalmanzo para estar con la familia y María se ha echado un novio francés que no la deja sola ni para hacerse la cera, ¿cuál es la alternativa? ¡Morirme de aburrimiento!

Como todos los años por estas fechas, he pasado una hora buscando mi carné de la Casa de la cultura. Como todos los años, no lo he encontrado. Como todos los años, he tenido que hacérmelo de nuevo. Al fin, después de unos interminables trámites burocráticos, he conseguido subir a la primera planta para conseguir los cinco libros que tengo permitidos coger en préstamo. Ayer por la noche, consulté un artículo que te decía qué cien libros tienes que leer antes de morir. ¡Cien libros! Ni uno más ni menos. Empezaré por 5. Creo que el 95% restante quedará pendiente para veranos posteriores. En cierta manera, es una buena forma de postergar el encuentro con la parca.

De los cinco, he escogido uno. No lo he hecho por ningún motivo especial. Lo rifé al “pito pito gorgorito” y le tocó a él. De qué hablamos cuando hablamos de amor. ¡Joder! Qué título más rarito. Me gusta el nombre del autor, Raymond Carver. Tiene nombre de jugador de baloncesto, de base de la NBA. Podría jugar en San Antonio o en los Warriors.

Pues ya tengo el libro. Tiempo, todo el del mundo. Solo me falta encontrar un bar. Abro la revista GO!, con los ojos cerrados, por una página cualquiera y apunto con el anular. Este. Este será el bar en el que pase el resto del verano.

No pinta mal. Buena decoración. Camareros atentos. Excepto el pelirrojo alto del tupé. Un poco estirado para mi gusto. Una carta llena de bebidas interesantes, aunque al final siempre acabo pidiendo lo mismo: un trinaranjus. Y, ¡Oh, Dios! una diosa de rubia melena, ojos de esmeralda y labios de rubí que me pregunta “qué vas a tomar”. He encontrado el paraíso. Bendito horario de verano.

Los días pasan, pero las horas se hacen eternas en el trabajo esperando que sean las seis. El momento en el que el repelente del engominado tupé abre la verja del bar; de mi bar. Disimulo fuera. Evitando que nadie vea que estoy allí esperando. Entro a los pocos minutos. Evitó pedirle a él y espero a que sea ella la que me pregunte. Uno tras otro, los trinaranjus van cayendo. ¡No hay quien me pare! Hoy es el día. Se lo voy a decir. Me voy a confesar. He reunido la fuerza suficiente. Estoy henchido de azúcares industriales. A un paso del coma diabético. Y justo en ese momento: llega él, el maldito pelirrojo. Posa sus labios en su cuello y le acaricia la mano con la delicadeza de Nureyev ejecutando un cabriolé. Mi nuevo mundo se derrumba. Salgo sin hacer ruido del bar que prometo no volver a pisar. Cuando llevo un par de manzanas recorridas, me limpio los mocos con la palma de mano. Sin ira, pero con pena. Es entonces cuando me doy cuenta que me he olvidado el maldito libro. Al principio, pienso en dar la vuelta. Total, ¿para qué? El próximo verano tendré que volver a darme de alta en la Casa de la Cultura. Y además el libro no era para tanto. Pensándolo bien, Raymond Carver no da la talla ni para alero suplente de los Sixers.

CARA B

¿Para qué sirve un Erasmus? Para nada. Para creer que eres libre, importante, que ya no necesitarás depender de nadie nunca más. Pero de repente un día los ingresos ya no llegan al banco, la Universidad de Cracovia cierra por vacaciones y tú tienes que volver a la casa de Maruja y Antonio. A tu habitación de 10 metros cuadrados, con límite horario hasta las 4 de la mañana y en la que no se pueden fumar Marlboros ni comer helado dentro de la cama.

Y lo peor de todo ocurre cuando miras en la web de La Caixa tu saldo y ves que ni siquiera tienes para el abono del Sonorama. «Mal pinta el verano, Verónica». Después de muchas cábalas, de estrujarte el coco y de idear varios planes imposibles, llegas a la única conclusión imposible: ¡tienes que encontrar un empleo de verano! Un empleo de verano es como un amor de verano: solo dura unos meses, pero te parece que llevarás toda la vida con él, es intenso, sofocante, pegajoso y cuando se acaba, ¡Ay cuando se acaba! Piensas que por qué no se terminó antes.

Desde que pusiste un pie en España, ya lo dijo Antonio: “Maruja, tienes que buscarle un trabajo a la niña”. Antonio es Batman y Maruja Robin. No hay nada que esa pareja de intrépidos superhéroes se proponga que no pueda conseguir.

Todavía con resaca de la primera noche de los Sampedros, tu madre te despierta a las nueve —¡sí, las nueve de la mañana!, ¿en serio hay gente que se levanta a esa hora?—, para decirte que Paqui, la nuera de Julia, la vecina del quinto, tiene una amiga, que conoce mucho a tu prima, María, que, por cierto, a ver cuándo la llamas, que ella siempre está preguntando por ti y por lo que haces, que tiene un novio con un amigo que ha abierto un bar nuevo.

—¿Y?

—Pues que ya tienes trabajo, tonta. Empiezas esta noche.

Te lavas la cara. Te vuelves a lavar la cara. Vomitas un poco. Otro poco más. Te vuelves a lavar a la cara. Y te preparas para conocer a tus carceleros. Bye, Bye, verano. Por lo menos podrás ver a los Lori en Aranda.

Al final, resulta que el trabajo no está tan mal. Los compañeros son majos —excepto el engreído del pelirrojo—, el bar es una chulada y resulta que el amigo del novio de la amiga de Paqui, la nuera de Julia, la vecina del quinto, que por cierto conoce a la petarda de tu prima María, que por algo no la llamas nunca, es un encanto.

Los Sampedros pasan y llega la calma chicha. Los clientes son menos, sobre todo entre semana. Estudiantes extranjeros, algún “rodríguez” intentando recuperar el orgullo perdido, grupos de mujeres viviendo una regresión a la adolescencia… El único que no falla es el calvo. Desde el lunes 3 de julio no ha fallado un solo día. Es un tío raro, peculiar, pero encantador. Al principio te parecía extraño que alguien pudiese beberse seis trinaranjus de una sentada y que pasara la tarde y la noche hojeando un libro sin avanzar de página.

Desde entonces, has fantaseado con tu misterioso cliente. Quizás se trate de un gran intelectual. Puede que hasta sea un escritor. Anda que no te gustaría a ti liarte con un juntaletras. Maruja se pondría como loca. Antonio preferiría un funcionario, eso seguro. Él siempre ha sido la parte pragmática de la familia. El caso es que en estas dos últimas semanas le has cogido cariño. Mucho. Igual que le has cogido ojeriza al pelirrojo que lo único que hace es refrotarse cada vez que tiene que sacar de la barra una Coca Cola Zero.

Hoy ha vuelto. A la misma hora. Estabas nerviosa. Se ha retrasado. Algo inusual en él. Te has preocupado, pero allí está. Has juntado las fuerzas suficientes para decirle algo. Preguntarle por su nombre. El título del libro. Pedirle que te explique de qué va. Quizás sugerirle que sales a las doce y todavía hay sitios abiertos. Justo en ese momento se ha acercado el  pelirrojo  y te ha endosado un beso en el cuello mientras te acariciaba la mano que tenías apoyada en la barra. Durante varios segundos, casi un minuto, no has sabido qué decirle. Al final, lo has mirado a los ojos y les has soltado un conciso y cristalino G-I-L-I-P-O-L-L-A-S. Cuando te has dado la vuelta la barra estaba desierta. El calvo se había marchado. En la barra solo quedaba un libro de tapas gastadas. Has leído el título y todavía te has puesto más triste: De qué hablamos cuando hablamos de amor.

Son las cinco de la mañana, Noni dice que esta es la última canción. Suena Tokio ya no nos quiere y te acuerdas de él, de Raymond Carver y de los trinaranjus. Vas a la barra, te pides un tinto de verano y brindas por los amores perdidos. Después de todo, los escritores tienen pinta de ser unos tíos de lo más aburrido.

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Este relato formó parte del evento #VeranoInsolente, organizado por Los Insolentes (Pedro Ojeda y Miguel Ángel Santamarina) en Burgos el 26 de julio de 2017.

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Miguel Ángel Santamarina

Nací en Burgos, y ahora vivo bajo las palmeras de Almuñécar. Estoy prisionero en Zenda desde sus comienzos. No me canso de darle a la tecla. En breve, publico un libro de historia, mientras le sigo dando vueltas a mi primera novela.

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