Florencia, tierra de Médicis y Petrarcas, de güelfos y Leonores, de Leonardos y Maquiavelos. La catedral de Santa María del Fiore se alza imponente sobre el resto de construcciones. Al otro lado, los campos de girasoles tiñen de dorado el horizonte de la Toscana. Mario Colleoni, cuyo tratado Contra Florencia recomiendo encarecidamente, afirma que este lugar es un buen refugio para todos aquellos a los que se les ha olvidado amar. Y yo estoy de acuerdo. Así que si uno pasea con el sosiego que reclama Mario se topará con la Galería de la Academia, y si además se decide a entrar en el museo, ese mismo uno se topará con el famoso David de Miguel Ángel. Cinco metros de mármol blanco esculpidos majestuosamente levantan el rostro de David, que en algún punto de su mirada habrá de recordarnos que su enfrentamiento con Goliat es eterno. Una figura que ejerce como símbolo de una nueva era, para muchos supondrá la puerta hacia un Renacimiento maravilloso.
Vaya por delante que estoy a favor de este tipo de expresiones. Quizás a un pureta como yo le sobrevenga, al verlas, el instinto primario de colgarse de un árbol como, ahora que hablamos de arte, en la famosa sátira de Alenza. Pero lo cierto es que toda difusión artística, venga por el canal que venga y utilice el método expresivo que utilice, bienvenida sea. Más aún en esa edad, cuando se pretende conocer el todo desconociendo las partes. Sólo hace falta dar un paseo por el mismo Prado para intuir la media de edad de los visitantes —obviando visitas escolares—. Así que, como digo, Dios quiera que el aura de Cosme de Médici nos guíe por los tortuosos caminos de la juventud, y haga de estos prodigiosos hitos de la cultura universal carne de meme, cobijo mainstream, letra de Daddy Yankee o, en definitiva, objeto de deseo adolescente. Al fin y al cabo, el arte es una semilla que una vez plantada crece sin detenerse. Cómo haya llegado ahí adentro, al fondo de nuestras consciencias, poco importa.
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