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The rising of Frank O’Connor, un genio desconocido en español

Los nacidos en los años setenta, hoy cuarentones (pero aún casi jóvenes) fuimos la última generación analógica, educada leyendo literatura en papel y yendo a salas de cine. Pero el cine clásico lo veíamos en la tele (en muy pocas ciudades españolas hay filmotecas). No es la mejor opción, pero era la que había. En...

En España existe la afición al cine desde por lo menos la Guerra de 1898 contra Estados Unidos. Esa afición se hizo masiva y hegemónica con todo el avance del siglo XX, y ni la Guerra Civil ni la durísima posguerra lograron frenarla. Antes al contrario. En los años sesenta —realmente ya desde finales de los cincuenta— se fue desarrollando una afición distinta, más intelectual, basada en el fenómeno del cineclub, especialmente el universitario. Esto hizo que surgiese un segmento de la población de entre los niños de la posguerra muy particular, con formación universitaria, burguesa y urbana, formada por profesionales liberales con hábitos lectores y conocimientos de cine bastante avanzados. Hombres y mujeres nacidos en los años cuarenta y cincuenta. Son la primera generación de la llamada cinefilia española. Esta generación lectora y cinéfila, como ocurre en toda civilización y tradición, fue trasladando sus gustos y costumbres a las siguientes. En los años ochenta y noventa del pasado siglo era la generación cultural hegemónica en los medios de comunicación, públicos y privados. Gracias a ellos, los niños y jóvenes de los años ochenta y primeros noventa cimentamos nuestra cinefilia. Leíamos libros en español, muchos de ellos, la mayoría, traducidos del inglés y del francés; escuchábamos programas de radio, leíamos prensa cultural y veíamos películas en televisión. Casi siempre en la televisión pública, TVE y las teles autonómicas (en mi caso en la TVG, con el gran programador Eduardo Galán, Dudi). Ha pasado muy poco tiempo, apenas dos o tres décadas, pero culturalmente parece que hubiesen pasado cien años. La digitalización humana lo ha cambiado todo, lo está cambiando todo.

"Es obvio, para cualquiera que lea esto, que ahí descubrimos películas imposibles de ver en otros lados, como la dreyeriana Ordet o El mundo de George Apley, de Mankiewicz"

Los nacidos en los años setenta, hoy cuarentones (pero aún casi jóvenes) fuimos la última generación analógica, educada leyendo literatura en papel y yendo a salas de cine. Pero el cine clásico lo veíamos en la tele (en muy pocas ciudades españolas hay filmotecas). No es la mejor opción, pero era la que había. En los años ochenta el vídeo (Betamax o VHS) editaba muy poco cine clásico y los cineclubs eran ya una rareza casi friki. El DVD, a partir de la navidad de 1997, fue solventándolo, y en unos veinte años editó más de diez mil títulos de fondo de catálogo cinematográfico, en gran parte clásicos. La opción más lógica era ver La 2 de TVE. Allí, en el centenario del cine, en 1995, llegó, como un ciclón cinéfilo, ¡Qué grande es el cine!, de José Luis Garci. Cada lunes, a las 22.30 horas, un clásico. Uno a la semana. Hay que recordar que un año tiene 52 semanas. Más de cuatrocientas películas emitidas con sus coloquios, entre el 13 de febrero de 1995 y el 26 de diciembre de 2005. Es obvio, para cualquiera que lea esto, que ahí descubrimos películas imposibles de ver en otros lados, como la dreyeriana Ordet o El mundo de George Apley, de Mankiewicz. Se complementaban con otros ciclos nocturnos en La 2 (que muchos grabábamos en VHS con LP, o long play, para que entrasen cuatro películas en un formato de 2 horas de duración de cinta magnética), como el mítico Cineclub, que existían desde los años ochenta.

Puede que el ente público no fuese consciente de que, indirectamente, acaso sin saberlo, estaba formando a lectores y ayudando a los editores hispanos. Un porcentaje alto de esas películas clásicas se basaban en libros, novelas, relatos u obras de teatro que, en bastantes casos, nunca habían sido traducidas al español. O sí lo habían sido, pero esas traducciones estaban descatalogadas. Muchos lectores y bastantes escritores —algunos lo admiten, otros no— hemos llegado a las lecturas de novelas y cuentos tras ver sus adaptaciones cinematográficas y no al revés. De La isla del tesoro a Robinson Crusoe, de Los tres mosqueteros a Moby Dick, pasando por Guerra y paz o La edad de la inocencia.

El once de mayo de 1998, Garci nos sorprendió a todos con la emisión de The Rising of the Moon (La salida de la luna, 1957), de John Ford. Un director con más de un centenar de películas del que cualquier cinéfilo ha visto por lo menos las treinta o cuarenta más conocidas. No era el caso de esta. The Rising of the Moon no se había estrenado en España, ni en muchos países, por lo que ni los más viejos del lugar la habían visto. Sólo algunos privilegiados: ratones de filmoteca. En el coloquio con Garci aquella noche estaban Oti Rodríguez Marchante, Eduardo Torres Dulce y el gran Miguel Marías (a mi juicio el historiador de cine con mayor conocimiento que hay en España en los últimos cuarenta y tantos años). Fue de boca de Miguel Marías que oí por primera vez el nombre del escritor Frank O’Connor.

"Veinticuatro años más tarde me llega el libro Huéspedes de la nación y otros relatos, en edición de la casa independiente La Navaja Suiza"

El título The Rising of the Moon alude a una balada irlandesa que cuenta la hazaña de los United Irishmen contra los británicos en la llamada Rebelión Irlandesa de 1798. Pero la cosa no va por ahí. El film en blanco y negro y ambientado en la Irlanda de los padres de Ford (apellido paterno O’Feeny, antes O’Fearna), son tres episodios excelentes que adaptan tres cuentos. The Majesty of the Law (La majestad de la ley), traslada a imágenes el relato homónimo de Frank O’Connor, incluido en su libro Bones of Contention. A Minute’s Wait (Una parada de un minuto) se basa en una comedia teatral homónima de un solo acto, escrita por Martin J. McHugh en 1914 (un autor del que jamás he oído hablar). El tercer episodio es 1921, basada en la obra teatral The Rising of the Moon, de Lady Gregory (Isabella Augusta Persse, igualmente ignota entre nosotros), que da título a toda la película en su conjunto: La salida de la luna.

Guardo un buen recuerdo de aquella película, que volví a visionar pocos años después. Me sonaba vagamente el nombre de Frank O’Connor (1903-1966). Pero, siendo sinceros, no sabía nada de él. Por mí como si se llamase Frank O’Hara o Frank O’Donnell. Olvidé su nombre.

Veinticuatro años más tarde me llega el libro Huéspedes de la nación y otros relatos, en edición de la casa independiente La Navaja Suiza Editores, editada por Pedro Garrido y con traducción de Daniel Morales. Me pongo a leerlo con curiosidad y ¡boom! ¡Zás! Voilá.

"Es como si la historia me sonara, pero con otras imágenes. ¿Es posible que ya lo hubiese leído? Jamás. No he leído nunca nada del tal O’Connor"

Comienzo a leer el cuento Huéspedes de la nación (1931) y me atrapa sin remedio. Como un fogonazo. Lo acabo, del tirón, y me digo a mí mismo: es lo mejor que he leído del género antibélico. Luego leo el segundo relato incluido en el volumen, Niños en el bosque (1947) y, por primera vez en años, acabo con lágrimas en los ojos. Desde que había leído El príncipe destronado, de Delibes, no empatizaba tanto con un personaje infantil, con un niño literario. Una obra maestra absoluta escrita con una brillantez formal y una sensibilidad desbordante, fuera de lo común. Entonces, llega la sorpresa, inesperada: leo, esa misma noche, el tercer relato, La majestad de la ley (1936). A medida que lo leo me digo: «¿De qué me suena esto?». Es como si la historia me sonara, pero con otras imágenes. ¿Es posible que ya lo hubiese leído? Jamás. No he leído nunca nada del tal O’Connor. Sigo leyendo. Al acabarlo me quedo sorprendidísimo del profundo conocimiento del alma humana de su autor, de la vívida descripción tipológica de ese viejo irlandés que lo protagoniza. No puedo más. Recurro a San Google. Gugleo “Frank O’Connor Imdb”. ¡Bingo! ¡Es The Majesty of the Law! El episodio de la peli de John Ford que había visto en 1998. Claro. ¿Cómo no me había dado cuenta? Al fin. Me voy a dormir tranquilo.

Dos noches después leo del tirón los cuatro relatos restantes. Estremecimiento, diversión, brillantez; tradición y modernidad. Continúo con La primera confesión (1951), ciertamente interesante. Las locas Lomasney (1944) me parece más deslavazado y su visión de las mujeres está algo trasnochada, aunque no dudo que existían mujeres así, como las hermanas Lomasney, en los años cuarenta, la generación de nuestras abuelas —nacidas en los años veinte—, algo alocadas y más machistas con sus congéneres que muchos hombres de entonces. Luego leo Los viernes, pescado (1957), un relato preñado de un sutil humor, en el que quiero adivinar una raigambre antigua céltica, como la sorna que une a irlandeses con gallegos. El libro se cierra con otra obra maestra —para mí hay cuatro obras maestras en este volumen de siete cuentos—, Mi complejo de Edipo (1952), una absoluta genialidad que cualquiera que haya sido padre entenderá en cualquier parte del mundo.

Cierro el libro y pienso: «Esto es literatura universal: cualquier lector, de cualquier época, lengua o nacionalidad comprende esos cuentos con total precisión». Porque, precisamente, su autor es un escritor preciso, exacto. En sus cuentos, como en los de Borges, no sobra ni falta nada.

Lo incluyo en mi perequiana lista de Grandes novelas y relatos que he leído que creé hace décadas y actualizo con todas mis lecturas memorables desde hace más de treinta y cinco años (en concreto desde el curso 1986-87, cuando descubrí a Verne, Stevenson y Salgari). Ahí, en el epígrafe “Literatura inglesa (de Irlanda)” puse a Frank O’Connor junto a Le Fanu, Wilde y Stoker. No los cito en el orden en el que figuran en el libro (ignoro el motivo por que se ordenaron así) sino en orden cronológico, que es siempre el más lógico. Manías que tiene uno. Cito:

Frank O’Connor.

Empiezo a recomendar el libro en las redes sociales, y por WhatsApp o llamada telefónica a amigos y/o colegas… que sé que son buenos lectores. Entre ellos, una editora irlandesa afincada en España, una novelista, varios periodistas, algún familiar y a Eloy Tizón, nuestro John Cheever hispánico, como él sabe que le llamo (el autor de relato breve más importante que han dado las letras en español en los últimos treinta años). A esto se llama el boca oreja, creo.

Leo el epílogo del libro, obra del traductor Daniel Morales, titulado “El nombre me sonaba”. Sí, el nombre me sonaba, me digo. Ahora necesito que no sólo suene, sino que le suene a muchas personas. Es una obligación moral con el difunto O’Connor. Con Irlanda y su cultura. Dicho epílogo finaliza así:

“Richard Ford ha escrito que Frank O’Connor es ‘un cuentista tan bueno como jamás lo haya habido’. Lo es. Tan bueno como jamás lo haya habido.”

Creí que no diría esto, pero lo es. Del nivel de Poe, Kafka, Borges, Cheever. No exageran. Coincido con Richard Ford y con Daniel Morales:

Frank O’Connor es un cuentista tan bueno como jamás lo haya habido.

Para más información.

 

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Diego Moldes

Diego Moldes (Pontevedra, 1977) es escritor –ensayista, novelista, poeta– e historiador de cine.Doctor en Ciencias de la Información (Universidad Complutense), licenciado en Publicidad (Universidad de Vigo), máster on Publishing (Oxford Brookes University) y en Dirección de Fundaciones por el CEU. Fue guionista y presentador televisivo, ejecutivo de marketing y es profesor universitario. Ha publicado 11 libros. Es autor de 21 libretos de DVD y Blu-ray, y coautor de 31 libros colectivos, la mayor parte de Historia del Cine. diegomoldes.com · @DiegoMoldesGonz

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