En 2016, Liz Hannah, una estadounidense con los treinta recién cumplidos y que nunca había conseguido gran cosa a la hora de convertirse en guionista, decidió, en idea conjunta con su novio, transformar en historia para la pantalla parte de la vida de Katharine Graham, la famosa dueña del Washington Post durante su época más brillante, la de los años 70, con los escándalos consecutivos de los Papeles del Pentágono, el Caso Watergate y las diversas denuncias por sexismo y racismo a varias revistas y periódicos. Hannah se había «enamorado» de la autobiografía de Graham, Personal History, publicada en 1998 y ganadora del premio Pulitzer, porque, según ella, «nunca había leído unas memorias donde alguien se mostrara tan dispuesto a hablar de sus propios errores y a analizar en profundidad sus relaciones personales». Después de eso, Hannah también leyó la autobiografía de Ben Bradlee, el editor ejecutivo del Post durante esos años, escogido específicamente por Graham para el cargo, y convirtió los dos libros en una trama con tres hilos principales, «el de una mujer que encuentra su voz, el de un superequipo que se va formando y el de los propios Papeles del Pentágono». Pensando que todo este trabajo produciría como mucho una pequeña película independiente, carne de festivales minoritarios, empezó a intentar vender el guion, y en octubre se lo compraron. En febrero de 2017, el director del proyecto era Steven Spielberg, los dos actores principales eran Meryl Streep y Tom Hanks, con John Williams en la música y Janusz Kamiński en la fotografía. Nada menos que catorce Oscars los contemplan, decenas de otras nominaciones, y sobre todo, el star power necesario para que todo el mundo les dedicara su atención.
En marzo, los productores contrataron a Josh Singer, autor del premiado guion de otra gran película sobre periodistas, Spotlight, para revisar el trabajo de Hannah. Lejos de sentirse desplazada, ella se tomó la decisión como un alivio, ya que no tenía la experiencia de responder preguntas sobre importantes decisiones en pleno set de rodaje, y por supuesto, cuando nombres como Hanks, Spielberg o Streep te hacen una sugerencia o cambian una frase, no vas a decirles que no. El rodaje duró de mayo a julio (es decir, a toda leche, para lo que puede ser Hollywood), y la película estuvo lista a tiempo de colocarse en la línea de salida para la temporada de galas de premios en la que aún nos encontramos (los Oscars, retrasados por los juegos olímpicos de invierno este año, no se entregarán hasta el 4 de marzo). Sirva toda esta introducción, vista desde el punto de vista de Liz Hannah, como ejemplo de fantasía hecha realidad para tanto guionista más o menos en ciernes. Ahora, y con el pertinente aviso de destripes (de hace medio siglo), continuamos con lo que es la película en sí.
Dentro de los aplausos y las buenas reseñas que ha recibido, el film también se ha llevado críticas por ejemplo del New York Times, señalando que centrar la historia de los Papeles del Pentágono en el Washington Post es como si se hubiera contado la historia del Watergate desde el punto de vista del propio Times, en lugar de hacerlo desde el punto de vista de los periodistas del Post, los famosos Woodward y Bernstein, que realmente se la curraron. Y hasta cierto punto esto es verdad: como aclarará la propia película, el periódico que destapó el asunto del Pentágono fue el Times, y el Post solo se metió en el asunto cuando el Times decidió obedecer temporalmente una orden judicial para dejar de publicar secretos de Estado. Fue entonces cuando el periódico de Graham, junto a varios otros del país, decidió tomar el relevo y seguir publicando los papeles, demostrando a las ramas jurídica, legislativa y ejecutiva de la nación que el llamado «cuarto poder» estaba vivo, unido y alerta, al menos en este caso. Una vez hecha esta precisión, que es cierta, el motivo por el cual se cuenta la historia desde el punto de vista del Post está bastante claro: la figura de Katharine Graham. De hecho, la película entera puede verse como una especie de cuenta atrás hasta el momento en el que Graham, tras haber sido ninguneada y arrinconada por el establishment del momento, sale de las sombras a los 54 años de edad y toma personalmente una de las decisiones más trascendentales en la historia de la prensa moderna de Occidente.
Nacida en una pudiente familia neoyorquina en 1917, su padre, el financiero Eugene Meyer, compró el Washington Post en 1933, salvándolo de la bancarrota. Su madre, Agnes Ernst, tenía amistad con gente como Albert Einstein, Marie Curie o Eleanor Roosevelt, y se dedicaba a la política, el arte o a la bohemia intelectual según le apeteciera. Junto a sus cuatro hermanos (dos chicos y dos chicas) Katharine (Kay) nunca veía mucho a sus padres y se crio principalmente con cuidadoras y tutores. Tras ir al Vassar College, a los 21 años empezó a trabajar ocasionalmente en el Post, y se casó dos años después, en 1940, con Philip Graham, un exalumno de Harvard que trabajaba en el despacho de un juez del tribunal supremo. Tuvieron un hijo y una hija, en 1943 y 45, y en el 46 Meyer puso a Philip al frente del Post. Kay no se lo tomó a mal, sino más bien al contrario: «De hecho, nunca me pasó por la cabeza que mi padre me viera como alguien que pudiera haber desempeñado un papel importante en el periódico». Tuvieron dos hijos más, en 1959 Meyer murió, su yerno Philip ascendió a presidente de la Washington Post Company, y la empresa se amplió adquiriendo canales de televisión y la revista Newsweek. Durante todo este tiempo, Philip se reveló como una persona capaz en lo profesional, amigo de los Kennedy y de varios miembros de su gabinete, pero con problemas mentales y de adicción al alcohol en lo privado. En la navidad de 1962 Kay supo que él la estaba engañando con una reportera australiana de Newsweek, y Philip le dijo que se iba a divorciar para irse con ella. Poco después él sufrió una crisis nerviosa, fue ingresado en un psiquiátrico y en agosto de 1963 se suicidó con una escopeta. Kay tenía entonces 46 años, y fue este el momento en el que asumió el control del periódico. Era la mujer que más alto había llegado en el mundo de la publicación en el país, y en 1972, tras los Papeles del Pentágono y en medio del Watergate, sería la primera fémina en entrar en la famosa lista Fortune 500, como CEO de la Washington Post Company.
A pesar de tanto éxito, en sus memorias reconoce que la falta de modelos femeninos en los que fijarse y el no ser tomada en serio por varios de sus colegas le provocó inseguridad y falta de confianza en sí misma, unos sentimientos que, por mucho que se diga de su marido, de su padre y de sus compañeros de profesión, empezaron principalmente con su madre, Agnes, que la trataba desde niña de una forma «negativa y condescendiente». Además, a los escándalos políticos que sacaron al Post de su reputación como un periódico principalmente local, vino a añadirse la lucha de sus propias empleadas por conseguir una mayor igualdad de condiciones laborales y económicas, tema que se trató hace poco en la serie Good Girls Revolt.
Este es el contexto en el que se ve el personaje de Kay Graham durante la película: es la persona que tiene que decidir si se publican unos documentos que revelaban secretos gubernamentales sobre la guerra de Vietnam, a riesgo de recibir graves sanciones legales e incluso de ir a la cárcel, aparte de ser llamados traidores, o si se pliegan a la voluntad de los tribunales (y del impopular gobierno de Richard Nixon). Meryl Streep, sin resistirse a hacer sus tonitos y acentitos de siempre, compone una figura dubitativa, insegura y un tanto torpe, pero orgullosa, con sentido moral y finalmente con una valentía madura y serena, la de una mujer que sabe que le ha llegado el momento de imponerse. Por su parte, Tom Hanks, a quien ya le queda muy lejos su juventud de cómico un tanto apocado, hace aquí, un tanto contra lo esperado, un papel de macho alfa con varias casas reales europeas en su árbol genealógico, que superó la polio en su niñez, que estuvo en el servicio de comunicaciones en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial y que luego fue agente más o menos oficial de la propaganda de la CIA durante los años siguientes. Remangado, fumador y de voz brusca, pone los pies sobre la mesa del despacho, y al tiempo que reconoce el valor del enemigo jurado (el Times), no tiene empacho en mandarles un espía para averiguar por qué su reportero estrella, Neil Sheehan, lleva tres meses sin publicar.
En cuanto a la dirección, se nota, y para bien, que Spielberg tenía un plazo limitado para acabar el proyecto antes de volverse a su costoso nuevo juguete lleno de efectos especiales, Ready Player One, así que no tuvo tiempo de florituras excesivamente sentimentales o ataques de alto contenido en sacarina. No puede resistirse a un par de momentos peliculeros, como por ejemplo esa última llamada de teléfono con el veredicto del tribunal, pero en general esta vez sabe apartarse y no estorbar. El resto de papeles están poblados de caras conocidas de varias otras películas e incluso series de televisión favoritas, como El ala oeste, Mad Men, The Americans, The Leftovers, Generation Kill, Studio 60, Silicon Valley o American Horror Story, que cumplen eficazmente con su cometido. Destaca entre ellos Bob Odenkirk, conocido principalmente por su papel del picapleitos Saul Goodman en Breaking Bad y Better Call Saul, y que aquí interpreta a uno de los veteranos del Post, Ben Bagdikian, que a base de buena memoria, cabinas de teléfono y determinación de sabueso logra encontrar por sus propios medios a Dan Ellsberg, la fuente original del Times.
La historia en sí comienza precisamente con Ellsberg, un analista militar y futuro pacifista y activista político, que aún está vivo (86 años) y que daría sin duda para su propia película, documentando la guerra de Vietnam para el secretario de defensa (ministro de exteriores), Robert McNamara. Este, cuando toda la información queda recopilada, expresa la opinión de que la guerra en Vietnam es insostenible, que no se puede ganar y que solo se sigue manteniendo por no perder reputación y por la famosa «teoría del dominó», que decía que en cuanto Occidente cediera ante un solo régimen comunista, caerían detrás todas las fichas del tablero internacional. Ellsberg logra fotocopiar los documentos, que involucran a los últimos cinco presidentes, desde el año 1950 (47 tomos nada menos), llenos de planes de guerra sucia, deuda no declarada y elecciones amañadas, y se los pasa al New York Times, que empieza a publicarlos en junio de 1971, hasta que un juez les ordena cesar y desistir en el empeño.
Mientras tanto, el Post está preparando una importante salida a bolsa que asegure el futuro económico para los próximos años, o sea, que además de estarse jugando el prestigio periodístico, Graham también debe demostrar su habilidad (o falta de ella) para generar confianza entre los inversores, justo cuando hay que decidir si enfrentarse al gobierno y la judicatura o no. A Graham no se la deja en paz, y pasa por varias escenas de lo que hoy se llamaría mansplaining, en las que se le dice que hay que mantener la integridad moral, o no, que hay que proteger la herencia familiar, o no, que hay que sacar al Post de su provincialismo de periódico local, o no, que Nixon es un tío muy vengativo y que intentará hundir la empresa, y varias otras opiniones y presiones.
La película logra condensar, en menos de dos horas, una gran cantidad de información, además de contar la historia de una forma comprensible, una vez que se orienta uno entre los múltiples nombres, los cargos de cada uno y las conspiraciones a que se dedican. Se incluyen detalles como la manía que Nixon ya le tenía al Post desde antes, y que le llevó a prohibir incluso que mandaran a una fotógrafo concreta a la boda de su hija. Luego, en la película se oyen extractos de las propias cintas de audio de la Casa Blanca donde se escucha a Nixon prohibir expresamente la entrada allí de nadie del Post en el futuro, ni siquiera a fotógrafos. También hay tiempo para que Graham le exprese a Bradlee su preocupación por la pérdida de lectoras femeninas, cosa que él no se toma muy bien, y en el consejo de administración siguiente averiguamos que una variación de unos céntimos por acción pueden significar tres millones de dólares menos para el periódico, lo cual se traduciría en veinticinco reporteros menos. Esto a su vez lleva al clásico debate sobre si una mayor calidad del producto lleva a una mayor rentabilidad, o si lo mejor es ahorrar lo más posible, gastar lo menos que se pueda y que el público se conforme con lo que le pongan en el quiosco. «Quality drives profitability», lleva Kay apuntado correctamente en su bloc, pero aún no se atreve a expresarlo delante de una veintena de hombres blancos, ricos y mayores. Uno de mis toques favoritos, sin embargo, por lo sutil, es cuando durante una cena en casa de Kay, en la que hay unas cinco o seis parejas, llega el momento en el que se pasa de los chistes sobre Nixon a su política sobre China. «Esta es nuestra señal, señoras», dice una de las mujeres. Señal de que es hora de retirarse al salón a hablar de cotilleos mientras los hombres se quedan en la mesa arreglando el mundo. ¿Con quién se va Katharine Graham, la dueña del Washington Post, que informa precisamente de todas estas cosas? Con las señoras.
Otro tema que se toca es el de las amistades personales entre periodistas y políticos, y los conflictos de intereses a los que puede acabar llevando. Tanto Graham como Bradlee eran amigos de los Kennedy, y el secretario McNamara tenía una vieja amistad con los Graham desde antes de estar en el gobierno de Nixon. Cuando Bradlee intenta que Kay aproveche la amistad con McNamara para sacarle algo que publicar, esta se niega, le recuerda a Bob su propia camaradería con Kennedy, que incluía cenar en la Casa Blanca una vez a la semana y al menos un crucero lleno de alcohol (no se menciona este detalle, pero se cree una cuñada de Bradlee fue amante de JFK) y hasta le acusa de no ser lo suficientemente duro con él.
Y en fin, tras todas las dudas y las decisiones históricas llega ese final que es solo el principio del capítulo siguiente, que ya está llevado al cine y que se titula Todos los hombres del presidente. La prensa siempre ha dado historias que contar, y la próxima está ahí, esperando a que alguien la lea, la guionice y que luego Spielberg se interese. Qué suerte deberíamos tener todos.
(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)
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