Es la madrugada del 12 de septiembre de 2003 y el hombre que se convirtió en un mito y en un símbolo de la música country, de los presos, de los indios nativos, de los soldados destinados en Vietnam, de los jóvenes, de los huérfanos, de los pobres que se refugian entre cartones para subsistir una noche más y de todos los silenciados a quienes dio voz, duerme tranquilamente. La morfina ha debido de hacerle efecto porque en las últimas horas no experimenta espasmos, ni se aprecia temblor en sus manos. Alrededor de su cama un reducido grupo de personas –viejos fantasmas, seres queridos– le están observando. Carrie, su madre, se acerca a él y le toma la mano. Acaricia las yemas de sus dedos y sonríe al comprobar que siguen duras como una piedra. Después de tantos años tocando, tuvo que llegar el día en que los callos desaparecieran y aguantar más horas rasgando las cuerdas de la guitarra sin sentir dolor, susurra ella. Al rato, empieza a tararear «I’ll fly away», el himno góspel que tanto le gustaba cantar a J. R. –como le llamaba su familia– y que sonó un lejano 20 de mayo de 1944 en el funeral de Jack. “Volaré lejos, oh gloria; / Volaré lejos cuando me muera; / ¡Aleluya!, poco a poco; / Voy a volar lejos”, dicen los primeros versos de la canción. John abre los ojos de golpe, el rumor le ha despertado, y sin embargo no ve a nadie a su lado. Aun así, el eco de la canción sigue sonando. No tiene miedo, desde hace años pocas cosas le asustan, y está convencido de que esa melodía, ese murmullo, viene del otro lado. Intenta incorporarse de la cama, pero no puede. No le quedan fuerzas. Está cansado y lleva cuatro meses sin salir de ese letargo. Concretamente, desde que June falleció el pasado 15 de mayo. Sin ella no encuentra motivos para seguir respirando. También yo tendría que haber muerto ese mes, como mi mujer y como mi hermano, se dice. Poco a poco una brisa suave, muy suave, recorre la habitación y ondea las cortinas que cubren la ventana. Johnny se queda ensimismado mirándolas. El leve movimiento le recuerda todas las veces que vio la bandera de los Estados Unidos de América –su bandera– simular olas bajo el cielo de los campos de algodón donde trabajó por primera vez; de la prisión de Folsom; de los locales por los que pasó y cantó durante la gira con June, Elvis, Jerry Lee y Carl Perkins; de los hoteles donde se drogó y bebió hasta perder el conocimiento… Y suspira. Suspira por la Libertad que ya no tiene. Al que siempre había vestido de negro, ahora le obligan a ponerse un camisón que lo convierte en El hombre de blanco. Ahora se siente más cerca de San Pablo; sabe que en unas horas pisará un nuevo escenario.
Hoy se cumplen nada más y nada menos que diecinueve años desde que Johnny Cash falleció y en vida, no hubo un solo día que The Man in Black no hiciera su particular examen de conciencia. Ni siquiera en sus peores momentos, cuando las anfetaminas y los barbitúricos que se metía en la boca como si fueran caramelos, y tragaba con ayuda de cerveza, whisky o cualquier otra bebida que se le pareciera, distorsionaban su realidad y sacaban a relucir las diferentes caras y personalidades que desarrolló a lo largo de los años desde el fatídico día que perdió a su mentor, su mejor amigo y su hermano mayor. Aquella fue una de las heridas más profundas que años más tarde pareció manifestarse en la cicatriz que le atravesaba uno de los lados de la cara. Y lo cierto es que dicha marca se la provocó un médico borracho que, a la hora de intentar extirparle un quiste, no calculó bien. Aun así, el cantante, el compositor, el hombre temeroso de Dios y representante de las dos Américas no se lo tuvo en cuenta, pues no era característico en él guardarle rencor a nadie. Más bien perdonar y, por encima todo, escuchar las historias que narrasen cómo un ser humano, un familiar, un vecino o un compatriota, era capaz de «disparar a un hombre en Reno, solamente para verle morir», tal y como nos describe Cash en «Folsom Prision Blues». Otros relatos similares podemos encontrarlos en temas como «God’s gonna cut you down», «What is truth?», «I Walk The Line», «Hurt», «Redemption day» o «The Man Comes Around». Himnos todos ellos que convendría volver a situar en las listas de canciones más escuchadas aunque solo fuese para sacudir algunas mentes y espabilarlas. Y es que las letras de sus canciones y el mensaje que quería transmitir con ellas los descubrió continuamente no sólo en las calles de su nación, sino también detrás del telón donde tropezó con el verdadero amor de vida y su segunda mujer: June Carter. El ángel salvavidas que lo redimió y, además, tensó la cuerda floja por la que John solía caminar y desviarse. El dúo que formaron y la manera en la que sus voces se compenetraban creando una armonía única, gracias a los graves de él y los agudos de ella, ha dejado para el recuerdo canciones como «If I were a carpenter», «Jackson», «Time’s A Wastin’», «Ring of Fire» o «It Ain’t Me Babe», entre otras.
Por ello, conozcan o no a Johnny Cash, les recomiendo que (como homenaje) lean The man in black: su propia historia en sus propias palabras (1975), Man in White: A novel about the Apostle Paul (1986), Cash: La autobiografía (1997); vean la película Walk the line (En la cuerda floja, 2005), protagonizada por Joaquin Phoenix y Reese Witherspoon; escuchen un vinilo, un disco o un vídeo de YouTube, tomen asiento y disfruten. Yo por mi parte cogeré la guitarra e iré en busca de la primera tarima que encuentre vacía para interpretar, a ritmo de boom-chicka-boom, algunas de las canciones de este artista rebelde, honesto, original y eterno.
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