El lenguaje cambia y evoluciona, y pensábamos que el sinónimo más adecuado en español para “película” era “filme”, hasta que llegó una tercera opción: “obra maestra”. Una obra maestra es una película como cualquier otra, sólo que la va a acabar viendo todo el mundo. Para que una película sea vista por todo el mundo se necesita una campaña promocional equivalente a la conquista de un imperio, sólo que con imágenes en lugar de legiones. Después, hace falta que diversas autorías y prestigios se presten a que sus nombres contaminen la película de gravedad insólita tratándose de una chorrada donde gente en polainas naranjas o capitas negras da saltos por aquí y por allá, salvando chicas, ciudades, capturando a otros chorras disfrazados de pingüinos o pulpos, y emitiendo mensajes morales y épicos de galleta china cuyo papelito ha sido redactado por uno que una vez leyó un libro medio bueno.
Lo fascinante es que sabiendo todo esto, o teniéndolo muy en cuenta antes incluso de haberlo escrito aquí, el otro día me fui a ver The Batman con la ilusión de un niño pequeño. Acudí al mismo cine donde en los 90, recién llegado a Madrid, vi Azul, de Kieslowski o Rompiendo las olas, de Lars von Trier. En qué momento exacto los cines pequeños, en versión original, afiliados a los filmes franceses y a cinematografías remotas, abrieron sus pantallas a taquillazos palomiteros es algo que tendrán que determinar los historiadores.
Había, como poco, cuatrocientas sesiones de The Batman en este cine; empezaba The Batman cada cinco minutos, podías estar viendo The Batman toda tu vida en este multicine legendario. Uno diría que la película tenía tanta demanda que no se iban a hacer más películas hasta que toda la ciudad la viera tres veces por lo menos.
Los nombres buscados para dar empaque artístico a esta nueva versión del hombre murciélago eran sobre todo de actores: Robert Pattinson, en el papel protagonista, junto a John Turturro y Paul Dano. Gente seria, en principio. Luego la hija de Lenny Kravitz hacía de Catwoman, y dirigía la cosa uno que había dirigido El planeta de los simios y el guión lo firmaba uno que había escrito The Town: Ciudad de ladrones, que es una gran película, por cierto.
Realmente uno no se preguntaba qué hacía viendo una película que trata de un tipo vestido de murciélago que persigue a malos maquillados hasta las cejas y cuya única ayuda era una chica vestida de gata, todo con un foco que proyecta sobre el cielo un símbolo alado que da mucho miedo a los criminales. Te lo tomas todo totalmente en serio. Con la edad que tienes.
El paso del cine de superhéroes de cine comercial de la peor especie a cine adulto, también de la peor especie, exige a su vez contar con historiadores muy finos que puedan encontrar y señalar con nombres y apellidos a los culpables. ¿Fue Nolan? ¿Fue Burton? ¿Quién fue?
El caso es que este Batman ya se proponía, no sólo como obra maestra meses antes de que nadie pudiera verlo, sino como mucho mejor que el Batman de Nolan, cosa que por supuesto nadie en su sano juicio puede sostener sobrio. El tercer Batman de Nolan (La leyenda renace, 2012) es la mejor película de superhéroes de todos los tiempos, ya que sale gratis decir estas cosas.
The Batman, en fin, constituye un disparate apabullante, mareante, resonante, martilleante: ¿cesa alguna vez la música en las tres horas que dura la película? No me salí del cine a los cincuenta minutos porque hacía mucho que no iba, y el patio de butacas era bonito. Nunca dejará de fascinarme (y, si quieren, de envanecerme, por la parte que me toca) cómo en las películas resulta uno diría que fácil (o, al menos, posible) hacerlo todo muy bien, al punto que lo retiniano, que diría Duchamp, sea extraordinario y, sin embargo, escribir una buena historia siga siendo tan difícil como siempre. Seguramente el guión de The Batman es la sucesión de sinsentidos, lugares comunes, tiene-usted-que-ver-esto-teniente y vaciedades argumentales más cara de la historia.
La cosa arranca en plan Seven (Fincher, 1995), con un malo que mata gente corrupta con métodos imaginativos y morbosos, con plagio incluido al final de 1984, la novela de Orwell. Luego pasamos a “la rata”, un traidor que hay, no se sabe si en la policía o en la mafia (Infiltrados, 2006, le viene a uno a la cabeza durante media hora), y que, en rigor, tampoco nos importa nada. También se juega con que la gente sea hija de otra gente, poco recomendable y, por ello, plenamente previsible. Además tenemos destellos políticamente correctos, como elegir de candidata a la alcadía de Gotham a una muy honesta y muy votable mujer negra, cuyo rival, obviamente, es un hombre blanco que, como poco, copió en los exámenes de selectividad. Finalmente hay tantos malos (Enigma, Pingüino, Falcone…), tantos traidores y tantos puñetazos sobre los mismos porteros de discoteca que la propia película pide a gritos que no la pienses demasiado, que es exactamente lo que hizo el guionista al escribirla: no pensarla demasiado.
Y hay amor (¿qué no hay en The Batman?). Diríamos que alguien leyó el guión en el último momento y dijo: “¡Amor, coño, mete un poco de amor!”, y garabatearon un par de escenas de besos que por poco se da Batman, los besos, con una pared, de las prisas que tenían por que se enamorara (con todo, Zoë Kravitz está estupenda en su personaje, cuando, después de verla en la espantosa Kimi, de Soderbergh, uno diría que actuar no era realmente lo suyo).
Así, tomada en breves porciones, casi cualquier escena, casi cualquier tramo, The Batman parece un peliculón, porque está todo producido versallescamente y casi creemos que los actores no se dan cuenta de las tonterías que dicen y hacen a lo largo de todo el metraje; pero como las películas se ven enteras, y esta dura tres insonoras horas, a uno le da igual lo bonito de los trajes y la pulcritud amarga de la fotografía y el realismo poético de la basura en las calles, pues nada tiene el menor sentido y The Batman no trata exactamente de nada emocionalmente canjeable por el precio que cuesta la entrada, sino del cine como plusvalía publicitaria.
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