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Territorio desconocido, de Luis Leante - Zenda
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Territorio desconocido, de Luis Leante

El escritor murciano Luis Leante se ha alzado con el Premio Edebé 2023 de literatura juvenil gracias a una novela de intriga, Territorio desconocido, que tiene como tema central la humillación entre jóvenes en las redes sociales, la ignorancia de los padres respecto a la realidad digital de sus hijos y la sed de venganza...

El escritor murciano Luis Leante se ha alzado con el Premio Edebé 2023 de literatura juvenil gracias a una novela de intriga, Territorio desconocido, que tiene como tema central la humillación entre jóvenes en las redes sociales, la ignorancia de los padres respecto a la realidad digital de sus hijos y la sed de venganza de quienes están hartos del acoso al que los demás les están sometiendo.

En Zenda, adelantamos las primeras páginas de Territorio desconocido (Edebé).

***

1

—Sí, así es, la noche del incendio yo estaba precisamente de guardia con un compañero —cuenta la agente Padilla—. Aunque hayan pasado ya cuatro años, esa noche no se me va a olvidar nunca por todo lo que ocurrió después. Sobre las cuatro y pico de la madrugada recibimos un aviso por la radio del coche patrulla. Desde la centralita nos avisaron de que alguien, desde la carretera, había visto fuego en el polígono industrial; al parecer, una de las naves estaba ardiendo. Los bomberos ya iban en camino. Nosotros llegamos antes porque estábamos relativamente cerca. Vimos las llamas desde lejos y enseguida nos dimos cuenta de la dimensión del incendio. Existía el riesgo de que el fuego se propagase a las otras naves. Por suerte, eso no pasó. Los bomberos llegaron quince minutos después, más o menos. Fueron los quince minutos más largos de mi vida. No sabíamos si había gente dentro de la nave. Por la hora no era probable, pero no podíamos estar seguros.

La nave que ardió aquel domingo de madrugada en el polígono industrial de Hondares era un almacén de venta al por mayor. Un cash. Allí se vendían productos de alimentación y bebidas alcohólicas para negocios de hostelería, y también para comercios pequeños. El cartel de la fachada estaba ennegrecido por el humo cuando llegó el coche patrulla, pero la agente Padilla aún pudo leer el nombre del negocio: SUMINISTROS Y DISTRIBUCIÓN DE ALIMENTOS SOLER.

Enseguida la agente Padilla supo que se trataba de la nave de Alberto Soler. Ella había estado allí muchas veces. No exactamente en el almacén, sino patrullando por el polígono. Hubo una época, no hacía tanto tiempo, en que se puso de moda organizar allí carreras de motos de madrugada y cada cierto tiempo los dueños de las naves llamaban a la policía.

—Yo conocía bastante a Alberto Soler —sigue contando la agente Padilla—. Estudiamos juntos en el instituto. Íbamos a la misma clase. Sí, incluso fuimos novios un curso cuando teníamos diecisiete años. Cosas de adolescentes. Mi hijo Diego y la hija de Alberto se conocen desde niños. Alicia Soler, sí. Fueron a la misma escuela y luego al instituto. No eran de la misma pandilla, eso no, pero en los pueblos todos terminan relacionándose con todos. Además, en Hondares solo hay dos institutos, así que es casi imposible que no coincidan. Cuando rompí con Alberto Soler, él se lo tomó muy mal. Pobre, me da pena recordarlo. Pero es que no me gustaba como te tiene que gustar alguien a esa edad. Y eso que entonces era bastante guapo y vestía siempre a la moda. A la moda de entonces, claro. Además, en el último año del instituto conocí a Carlos, que ahora es mi marido, y eso fue ya definitivo para cortar con Alberto. En fin, cosas que pasan. Pero yo a Soler lo aprecio mucho. Me parece que es inteligente y muy trabajador. No hay más que ver cómo le han ido siempre los negocios, a pesar de los altibajos. Bueno, lo que estaba diciendo es que lo conocía y tenía su teléfono. Así que lo llamé directamente aquella noche del incendio para contarle lo que estaba pasando en su almacén. No tardó ni un cuarto de hora en presentarse allí. Fue una escena muy desagradable: sufrió una crisis nerviosa y tuvimos que avisar al samur porque apenas podía respirar. Se lo llevaron en una ambulancia al hospital comarcal. Daba pena verlo. Lo único que pudimos sacar en claro de sus palabras fue que no había sonado la alarma. Lo repetía una y otra vez mientras lo subían a la camilla. El asunto de la alarma, por supuesto, nos dio que pensar. Pero, además, había otras cosas que no estaban nada claras ya desde el primer momento.

Según la agente Padilla, los bomberos sospecharon desde el principio que no se trataba de un incendio fortuito. Había indicios de que podía haber sido provocado. Eso fue lo que les dijo el jefe de bomberos a ella y a su compañero después de desplegar a sus hombres alrededor de la nave en llamas. El hecho de que no hubiera sonado la alarma era sospechoso. ¿La habrían anulado para entrar en el almacén? Pero había más cosas. Por ejemplo, lo que se conoce como «piel de cocodrilo» en la jerga de los bomberos: las grietas que el fuego provoca en las paredes de un edificio. Para que se produzcan grietas de dos centímetros como las que se vieron allí, hace falta que en el interior se alcancen temperaturas superiores a dos mil grados centígrados. Eso solo se consigue si el fuego se inicia en varios puntos, de manera que no dé tiempo a que se enfríe una parte mientras arde la siguiente. Así se lo explicó el jefe de bomberos a los dos policías, que nunca habían visto un incendio de semejantes dimensiones.

—Recuerdo que los bomberos tardaron más de tres horas en extinguir el incendio. Había momentos en que parecía que las llamas perdían fuerza y, acto seguido, volvían a avivarse con mucha violencia. Hay que tener en cuenta que en el almacén había muchas bebidas alcohólicas. Yo calculo que serían ya más de las diez de la mañana cuando los bomberos consiguieron por fin entrar en la nave. Lo primero que hicieron fue comprobar que no hubiera gente atrapada en el interior; por suerte, no había nadie. Para entonces yo había terminado ya mi turno, aunque me quedé allí más de una hora por si me necesitaban. Al final el sargento me dijo que no hacía falta y me marché a casa.

La agente Padilla se enteró más tarde de las conclusiones a las que habían llegado los bomberos. De la inspección ocular dedujeron que el fuego se había originado en cuatro puntos distintos de la nave, y un quinto punto en la oficina. No se veían puertas ni ventanas forzadas. La alarma no había sonado, pero no había cables cortados. Si hubiera sonado, habría llegado un aviso al móvil de Alberto Soler y otro a la central de alarmas, que habría llamado enseguida a la policía. Eso hacía pensar que había sido desactivada para entrar. Había dos cámaras de seguridad y cabía la esperanza de que hubieran captado imágenes de la persona o personas que habían provocado el incendio. Sin embargo, había que esperar a que Alberto se recuperase para recopilar las imágenes y estudiarlas. De lo que casi nadie dudaba entre los compañeros ya esa misma tarde era de que el incendio había sido provocado.

—No era ningún secreto que el negocio de Alberto pasaba por un momento delicado —cuenta la agente Padilla—. En los meses previos al incendio había despedido a dos empleados. La gente lo sabía porque en los pueblos las malas noticias corren más deprisa que las buenas. Y de la situación económica de Alberto y del incendio se habló mucho en aquellos tiempos. Eso fue lo peor, la cantidad de cosas que se dijeron. Antes de que se empezara a investigar, mucha gente había decidido ya que Alberto había provocado el incendio de su propio almacén para cobrar el seguro.

Al día siguiente de la extinción del fuego, el martes, llegaron a Hondares tres expertos para recoger pruebas y hacer fotografías. También vinieron dos agentes de la unidad canina con perros entrenados especialmente para trabajar en incendios. Un perro es capaz de detectar líquidos inflamables en concentraciones de entre diez y cuarenta partes por millón con una exactitud que roza el noventa por ciento. Y puede llegar a distinguir estos líquidos entre el resto de los materiales del siniestro.

—Los de la brigada científica hicieron un buen trabajo —cuenta la agente Padilla—. Son especialistas en todo tipo de siniestros y ven detalles que a los demás nos pasan desapercibidos. Estuvieron casi todo el día en el almacén y, cuando se marcharon, algunos contuvimos la respiración. Aunque no dijeron una sola palabra de sus conclusiones, cada vez estaba más claro que el incendio había sido intencionado. Un día después recuerdo que se presentaron dos peritos de la compañía de seguros para realizar su informe. Yo los acompañé porque necesitaban autorización para sobrepasar los precintos policiales. Y, aunque tampoco me contaron nada, por sus caras y algún comentario que se les escapó, se veía que también tenían sospechas.

Durante los siguientes días, en Hondares no se habló de otro asunto. Y eso que aún faltaba por descubrirse algo que iba a sorprender y escandalizar a casi todos. Cuando por fin le dieron el alta a Alberto Soler y salió del hospital, la Policía Judicial le pidió que los acompañara al almacén para comprobar si faltaba algo en la oficina o si habían robado productos del almacén, maquinaria, cualquier cosa. Había que estudiar todas las hipótesis, y el robo era una más. A la agente Padilla le tocó acompañar a la secretaria del juzgado y a dos policías de la Judicial porque casualmente ese día estaba de guardia.

—Nunca podré olvidar la cara de Alberto cuando entramos en su oficina —cuenta la agente Padilla—. Lo intenté preparar anímicamente para que no se viniera abajo al ver cómo había quedado todo después del incendio. Temía que volviera a sufrir un ataque de ansiedad. Y no era para menos, porque el espectáculo resultaba aterrador. Empezó a llorar y se derrumbó. La secretaria del juzgado le preguntó si prefería dejarlo para más tarde, pero él dijo que no, que se encontraba bien.

Según la agente Padilla, el dueño del almacén se tomó su tiempo en responder a las preguntas. No faltaba ningún ordenador. No habían forzado los cajones ni los archivadores que estaban cerrados con llave. Todo parecía estar en su sitio, aunque calcinado y a veces irreconocible. Entonces la secretaria le preguntó si guardaba dinero en la oficina, o si tenía caja fuerte. Era una pregunta delicada. Alberto se puso pálido y asintió. No le salían las palabras. Lo primero que pensó la agente Padilla al ver su reacción fue que guardaba dinero en efectivo en la caja fuerte: quizás billetes grandes, de quinientos. Por lo general, aunque no siempre, cuando eso ocurre, se trata de dinero negro que no se declara a Hacienda. Eso fue lo primero que se le pasó por la cabeza a la agente Padilla al ver el gesto angustioso de Alberto Soler.

«La caja fuerte está ahí dentro», respondió Soler señalando un armario que llegaba hasta el techo.

La secretaria judicial le preguntó si quería llamar a un abogado. Estaba en su derecho. Pero Soler dijo que no, que no hacía falta. Abrió el armario y a la vista de todos apareció lo que días antes fueron archivadores y carpetas, ahora irreconocibles. Y en la parte central, ennegrecida por el humo, estaba la caja fuerte anclada a la pared. Era un modelo antiguo, de los que desaparecieron del mercado al menos cincuenta años atrás. Medía aproximadamente un metro y medio de altura.

«¿Puede abrirla, por favor?», dijo la secretaria.

Alberto Soler hizo girar varias veces los números de la combinación hasta que se oyó un sonido metálico, seco, antes de que se abriera la puerta. Salió un olor fuerte y desagradable a humedad y podredumbre. Algunos hicieron el gesto instintivo de cubrirse la nariz y la boca con la mano.

«¿Podría usted decirme si falta algo?».

Alberto Soler echó un vistazo rápido y enseguida retrocedió un paso. Señaló al interior y dijo:

«Esa bolsa no estaba ahí cuando yo cerré la caja la última vez».

Era una bolsa de plástico negra, grande, entreabierta. Una bolsa de las que se utilizan en los cubos de basura industriales, los de hoteles y restaurantes.

«¿Está seguro?», preguntó la secretaria del juzgado.

«Sí, totalmente».

—Lo primero que se te pasa por la cabeza en casos así es que pueda ser un artefacto explosivo —cuenta la agente Padilla—. No es que tenga mucho sentido meterlo en una caja fuerte, vamos, pero es lo primero que se piensa en esos casos. Deformación profesional, supongo. Recuerdo que nos miramos todos como si dijéramos: «¿Y ahora qué hacemos?, habrá que llamar a los TEDAX». Pero no tuvimos ni siquiera tiempo de decirlo, porque Alberto agarró la bolsa y tiró de ella. Una imprudencia, pero supongo que fue un acto instintivo. Y, por supuesto, no explotó. De lo contario no estaría ahora aquí contándolo.

Uno de los policías le arrebató la bolsa a Soler y la dejó en el suelo. Sonó a madera hueca. Otro policía la abrió ligeramente y salió con más intensidad el olor a podredumbre que habían notado al abrir la caja fuerte. Era tan intenso que se percibía por encima del olor a quemado.

Alberto Soler se cubrió la boca con las manos cuando vio lo que había dentro. Eran huesos humanos. Lo supieron enseguida porque lo primero que se vio fue una calavera. De no ser por eso, podrían haber pasado por huesos de animal. Por el color y el estado parecía que se trataba de huesos muy viejos, pensó la agente Padilla. Alberto Soler fue incapaz de decir algo, aunque lo intentó.

«¿Ha puesto usted estos restos en la caja fuerte?», preguntó la secretaria.

«Por supuesto que no. ¿Cómo puede pensarlo siquiera? Jamás los había visto».

«¿Está seguro de que no quiere llamar a un abogado antes de decir nada?», insistió la secretaria.

«Creo que lo mejor será que llame al abogado de la empresa».

Ángela Padilla no recordaba quién de los presentes le dijo a Alberto Soler que debía acompañarlos hasta que el juez dictara su detención o lo dejara libre.

«Pero no pueden detenerme por esto», protestó con la voz rota. «Le juro que es la primera vez que veo estos huesos».

«No es solo por eso. Hay indicios de que el incendio ha sido provocado».

—Sacaron a Alberto esposado. Cuando pasó a mi lado, no le dije nada. Simplemente le hice un gesto para que se tranquilizara. Y cuando estaba ya en la calle se volvió y me gritó: «No he sido yo, Ángela, te lo juro, tú sabes que yo no sería capaz de hacer algo así, díselo a todos estos». Me dio mucha pena verlo en aquella situación, pero estábamos haciendo nuestro trabajo. Asentí como diciéndole: «Yo te creo». Quizás no fue muy profesional por mi parte, pero era verdad que lo creía. No sé, era una intuición, pero lo creía. A las pocas horas la noticia se extendió por el pueblo. Y rápidamente empezaron a correr los rumores y a hacerse cada vez más demenciales. Cuando mi hijo Diego volvió del instituto, lo primero que me preguntó fue si era verdad lo que iban diciendo por ahí, que habían encontrado en la caja fuerte del padre de Alicia un cuerpo cortado con una sierra mecánica. Era todo disparatado. La gente también me paraba por la calle para preguntar.

Al día siguiente de la aparición de los restos humanos, Hondares ya salía en todos los medios de comunicación. El pueblo se llenó de periodistas. En los titulares de un periódico se leía: «Hallado un cadáver descuartizado en la caja fuerte de un empresario». Y en otros ya se hablaba de Alberto Soler como «presunto asesino».

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Autor: Luis Leante. Título: Territorio Desconocido. Editorial: Edebé. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

BIO

Luis Leante nació en Caravaca de la Cruz (Murcia) en 1963. Actualmente vive en Alicante. Se licenció en Filología Clásica y durante veinte años fue profesor de instituto. A día de hoy, da clases en la escuela de cine Ciudad de la Luz de Alicante. Ha publicado novelas para niños y para adultos. Ha escrito guiones de cine y algunos de sus relatos han sido adaptados a la gran pantalla.

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