Hace un año atrás me sucedió algo inverosímil: estaba en plena elaboración de los últimos capítulos de mi nueva novela, Allende y el museo del suicidio, cuando un personaje de ese libro —le había dado el nombre de Adrián Balmaceda— me curó de un trauma que venía arrastrando durante medio siglo.
Como muchos que habían sobrevivido al golpe de Estado en Chile que derrocó a nuestro presidente democráticamente electo Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, me sentí culpable. Pero mi culpa tenía adjunto un nombre, un rostro y un destino, mi culpa me devolvía una y otra vez a ese día en que alguien había muerto en mi lugar.
Fascinado por el proyecto de Allende de alcanzar el socialismo sin recurrir a la violencia —la primera vez que se intentaba semejante experimento en la historia—, terminé trabajando para él en el Palacio Presidencial de La Moneda. Además de asesorar al Ministro Secretario General de Gobierno de Allende en temas culturales y de prensa, se suponía que debía pasar una noche de cada semana en guardia en La Moneda y, de hecho, estaba programado para hacerlo la noche del lunes 10 de septiembre. Pero le había pedido a Claudio Jimeno, un viejo amigo de mis estudios de Sociología en la universidad, que cambiara de turno conmigo para poder pasar el domingo 9 de septiembre en ese edificio, el único día conveniente para mostrarle a mi hijo Rodrigo el sitio donde yo trabajaba para Allende.
Así que había sido Claudio, y no yo, a quien alertaron en la madrugada de ese martes 11 que los militares se estaban tomando el poder, Claudio que estuvo al lado de Allende, y no yo, cuando aviones y tanques bombardearon el Palacio Presidencial, Claudio que había sido capturado por tropas y luego torturado y ejecutado, fue el cuerpo de Claudio al que enterraron anónimamente, que nunca devolvieron a su familia.
Este vuelco del destino me rondó durante los interminables años de mi exilio y a lo largo de mis muchos retornos al Chile dictatorial. Intolerable que un amigo y compañero hubiera sufrido y perecido gracias a mí. Gracias a mí, su esposa, Chabela, también amiga de nuestros días de estudiante, era una viuda que no podía visitar la tumba de su marido. Imposible ignorar que si yo hubiera dormido la noche anterior al golpe en La Moneda habría sido mi mujer, Angélica, protestando en las calles con una foto de mi cara pegada a su vestido, golpeada por la policía por exigir que le informaran dónde estaba su esposo. Con Rodrigo a su lado, pero no nuestro hijo menor, Joaquín, a quien nunca se le habría dado la oportunidad de nacer. Estos pensamientos se hicieron más sombríos por el recuerdo de Claudio diciéndome que estaba contento de cambiar su turno porque el domingo era una mejor noche para jugar con su hijo Cristóbal, de dos años, leerle un cuento y dedicarle tiempo a su esposa, embarazada de un segundo hijo.
Y siempre, intermitentemente, me imaginaba cómo le hacían daño a Claudio. Me encontraba en la silla de un dentista y cerraba los ojos, y de repente era a él al que le extraían los molares sin anestesia, a él le perforaban la boca. Tal vez me concentré en su boca debido a los dientes frontales prominentes de Claudio, una maloclusión que le había valido el apodo de «Conejo», un apodo que aceptó con su habitual bonhomía. Una generosidad de espíritu que sus captores ciertamente no exhibieron en escenas que seguí visualizando, atrapado en la pesadilla de su incesante agonía.
Dada mi convicción, desde la infancia en adelante, de que expresar los propios temores y penas era la mejor manera de contenerlos y bosquejarles un mínimo significado, hubiera sido natural que tratara de lidiar con esas llagas emocionales por medio de la escritura. No lo hice, aduciendo tareas más urgentes: había que derrotar a Pinochet, explorar las complejidades de la resistencia y la dictadura, desentrañar las razones de que nuestro intento de revolución no violenta hubiera fracasado. Me pregunto ahora si estos pueden haber sido pretextos para no enfrentar la incómoda verdad de mi supervivencia, temeroso de lo que podría derramarse desde mi interior en forma incontrolable si tratara de articular lo que estaba sintiendo.
En cualquier caso, los pretextos, si eso eran, no pudieron esgrimirse una vez que se restauró la democracia en Chile en 1990. Ya no había excusas para apartar mi mirada de la pregunta candente de por qué me había salvado yo y alguien como Claudio, con el mismo derecho a reír y amar y divertirse con sus hijos, había sido asesinado. Después de muchos comienzos en falso y años agonizantes de introspección, finalmente logré abordar ese tema en un libro de memorias, Rumbo al Sur, deseando el Norte, donde, junto con escarbar mis experiencias del golpe y sus consecuencias letales, recorrí mi vida anterior, qué disyuntivas me habían llevado a participar en esa revolución, cómo es que había decidido aceptar, a la edad de treinta y un años, trabajar en el edificio donde moriría Salvador Allende y donde Claudio sería capturado.
Al aventurarme en el sfumato de mi pasado obtuve algo de paz, tal vez un simulacro de paz. «No satisface», escribí, «el misterio que todavía repta como una araña en el centro de mi existencia, no vence enteramente el temor de que la vida sea ciega y azarosa y que caminamos a tientas en la tierna oscuridad». Concluí, sin embargo, que habiendo sido rescatado por alguna deidad aleatoria y arbitraria, tenía derecho a escoger qué sentido darle a mi salvación: era para poder contar la historia, las historias, del golpe, de Allende, de Claudio, de todos los que habían muerto y también de todos, como yo, que habían engañado a la muerte y resistido a la dictadura. «Si no es verdad que ésa era la razón por la que me salvé, he tratado de que así lo sea».
Aunque no logré desatar enteramente el enrevesado nudo de mis heridas emocionales, parecía haber llegado, por lo menos, a una tregua incómoda con mis demonios. Si no había pagado toda mi deuda con Claudio era porque no había forma de pagarla en forma íntegra, no había forma de resucitarlo, no había cómo justificar mi vida más que seguir viviendo de tal manera que si mi amigo estuviera frente a mí diría: «Basta, Ariel, está bien, te mereces algo de sosiego, un armisticio».
Seguí, por supuesto, con Claudio en la memoria. Pero su presencia se volvió menos desgarradora, menos un desafío diario. Y sin embargo, una angustia pertinaz debe haber permanecido en alguna hondura o hendidura, debe haber estado al acecho bien adentro de mi inconsciente, esperando su oportunidad, un espectro que ya no pude ignorar cuando, en el 2019, recibí un correo electrónico de una de mis amigas más queridas, la eminente psicóloga chilena Elizabeth Lira, trayéndome un mensaje desde ese pasado traumático.
Mi amiga me advirtió que había tenido una larga conversación con Daniela Mohor, una periodista casada con Cristóbal, el hijo mayor de Claudio Jimeno, que estaba empezando «el largo camino de reconstrucción de la vida de su padre como una forma de encuentro con él», y agregó Elizabeth que Cristóbal necesitaba «entender por qué y para qué Claudio perdió su vida (y Cristóbal perdió a su padre) y vivió el silencio traumático de su madre, que no pudo hablarle de la tragedia”. Sabiendo que yo había sido amigo de Claudio, esperaban que pudiera reunirme con ellos y tal vez “decirles cosas que no saben” sobre ese hombre perdido en las aguas turbulentas del golpe.
Pensando en cómo responder a esta solicitud, me di cuenta de que, durante todas estas décadas, había evitado cualquier contacto con la familia de mi amigo. ¿Qué decirles? ¿Soy responsable, aunque sea accidentalmente, de su muerte? ¿Estoy vivo porque él perdió la vida? Me hallaba demasiado perplejo, avergonzado, incoherente, para poder emitir alguna palabra significativa. Suelo correr a consolar a cualquiera que se me cruza por el camino en busca de amparo, pero en este caso era incapaz de armarme del coraje suficiente como para llevar a cabo ese acto de… ¿qué sería? ¿Un acto de confesión, penitencia, remordimiento, justificación, súplica de indulgencia?
No me había reunido con la familia de Claudio antes, y tampoco podía hacerlo ahora, le escribí a Elizabeth. Añadí que una vicisitud reciente, de naturaleza literaria, se había agregado a mi recelo habitual. Me rondaba la idea de una novela que pensaba narrar desde mi propia persona, desde la perspectiva de un yo efectivamente histórico, un personaje llamado Ariel Dorfman, casado con Angélica y con dos hijos, Rodrigo y Joaquín, que iba a investigar la muerte de Allende, si había sido un suicidio o un asesinato.
Tal investigación implicaría inevitablemente sacar a relucir la circunstancia insólita que me había impedido, el verdadero yo, estar en La Moneda ese día, una carencia que motivaría al personaje Ariel para que indagara la verdad. Hablando con Cristóbal y su esposa, tal vez incluso juntándome con Chabela y Diego, el hijo que había nacido después del asesinato de Claudio, una reunión como esa podría terminar siendo una experiencia tan sobrecogedora que, por ahí, descarrilaba mi proyecto. Sabía que estaba siendo egoísta al no responder a esta petición de ayuda, pero, como dice mi alter ego en la novela, un novelista debe ser despiadado. Para desvanecer mi propia incomodidad ante tanta sangre fría, me apresuré a sugerirle a Elizabeth que una vez que hubiera terminado mi novela —calculé que me llevaría menos de un año— era probable que estuviera dispuesto a hablar con Cristóbal y Daniela, aunque todavía no tuve certeza de cuán listo estaría.
Resultó que cuando emergí, tres años después de ese prolongado proceso creativo, me encontré más que listo para hablar de Claudio con su familia, sin temor, incomodidad o culpa. Un cambio que le debí al personaje mencionado, Adrián Balmaceda, quien, en un desarrollo sorpresivo hasta para mí, su autor, me despojó de las secuelas de mi trauma.
Yo había decidido que Adrián sería uno de los guardaespaldas de Allende, un miembro de su GAP, alguien que había sido testigo de los últimos momentos del presidente. No revelaré aquí el relato de lo que presenció en La Moneda durante esa jornada terrible, pero sí puedo anotar lo que me dijo sobre la responsabilidad que yo insistía en atribuirme por el martirio de Claudio Jimeno. «No es cierto que él hubiera muerto en tu lugar», dijo Adrián. «Tu amigo habría muerto incluso si no hubieras cambiado de turno con él. Él quiso estar allí, independientemente de lo que hiciste o no hiciste. Mataron a todos los asesores del presidente. No podrías haberlo salvado, tal como yo», afirmó Adrián, «no pude salvar a Allende, aunque estuve cerca de él, a dos metros de distancia, cuando murió. Así que no tienes de qué arrepentirte».
Este breve resumen de lo que Adrián me dijo (bueno, a mi avatar o alter ego) no puede transmitir su elocuencia persuasiva y gentil, pero mientras escribía las palabras que me dictaba, mientras su voz invadía mi voz, una tranquilidad paralela iba surgiendo dentro de mi espíritu, como una calma dulce después de una tempestad. Tenía razón. O alguien dentro de mí (o el fantasma de Claudio, de Allende, de los desaparecidos) estaba transmitiéndome el bálsamo de esa verdad obvia que me había negado a aceptar o reconocer, y que sólo ahora, al viajar afanosamente a través del espejo de la fabricación literaria, había tenido un efecto casi medicinal en mí.
No había escrito la novela para llegar a ese momento sedante, revelador, tal vez transitorio. Había conjurado a Adrián de la nada porque la trama necesitaba un testigo ocular de la muerte de Allende. Esa era su función, y no actuar como chamán. Pero en un giro que Luigi Pirandello, el autor de Seis personajes en busca de un autor, podría haber apreciado, mi invento se había rebelado contra las limitaciones del rol que se le había asignado, había insistido en dirigirse al personaje que llevaba mi nombre y mi bagaje existencial y, al hacerlo, cruzó la frontera que separaba la ficción de la realidad y se adentró en el hombre que estaba escribiendo la novela donde aparecía Adrián, liberando al fehaciente e histórico Ariel, el que escribe estas líneas, de su trauma.
Y en la medida que, en Durham, Carolina del Norte, donde vivo la mayor parte del año, iba revisando la versión inglesa de la novela, volviendo a leer varias veces esa escena con Adrián y recibiendo de nuevo el efecto benéfico de sus palabras, tomé una decisión. Una decisión que se me asentó cuando reescribí, como siempre lo hago, mi trabajo en castellano, trasladando mi original al idioma con el que Allende había expresado sus últimos pensamientos, el lenguaje que Claudio debe haber usado para enviar un mensaje de amor a Chabela y Cristóbal y al niño por nacer, por mucho que no pudieran escucharlo, el idioma que Adrián hubiera empleado para ayudar a mi recuperación, porque fue en castellano que había sufrido mi trauma, en castellano donde se había alojado todos estos años. Y ese largo proceso aclaró, como un río puliendo una piedra, lo que tenía que hacer apenas regresara a Chile, y ahora sin que me lo impidiera lo que había sido mi desasosiego perenne: me reuniría con Cristóbal y Daniela —y Chabela, si ella lo quisiera— y les traería mi novela como regalo, pero no como expiación. No sería necesario pedir perdón, gracias a que mi personaje me había convencido de que yo no era responsable de la muerte de Claudio, una muerte que lamentaba no porque yo tuviera la culpa, sino porque, simplemente, yo era su amigo y él era uno más de tantos que habían sido devorados por la vorágine de la dictadura.
Pero todavía había otra vuelta de la tuerca en esta fábula, otra revelación sorprendente, otra forma en que la escritura de un libro intervino en mi existencia, puesto que me enteré de que Cristóbal y Daniela acababan de publicar un libro sobre su búsqueda de la verdad, en que se habían embarcado, y a la cual, por supuesto, no había contribuido yo por aprensión, cobardía o conveniencia autoral. Era imprescindible, antes de proponer una conversación con ellos cuando retornara a Chile en una de mis visitas anuales, leer esas memorias, cuyo nombre, muy apropiado, era La búsqueda.
El libro, que tardó un tiempo en llegar desde Santiago, fue colocado en mi estante de lecturas que supuestamente me urgía leer. Y allí permaneció durante meses, una postergación que quizás se debió al temor de que lo que el hijo y la nuera de Claudio habían desenterrado sobre los últimos días suyos quizás alteraría la complicada reconciliación con mi pasado, que mi personaje Adrián había inducido.
Un día, hace unas semanas, finalmente me sumergí en el texto.
Las primeras páginas estaban, previsiblemente, llenas de dolor: un hijo rodeado por el misterio de la ausencia de su padre, sin siquiera saber hasta los doce años que Claudio había estado en La Moneda, un acicate para que, años más tarde, partiera, junto a su esposa, a descubrir la verdad de lo que le había sucedido.
En esas primeras páginas desgarradoras, Cristóbal no menciona lo que me parecía obvio: al contar la historia de su búsqueda del padre desaparecido estaba llevando a cabo algo así como una terapia. Aunque no fue así como enmarcó la razón de su decisión de hacer público lo que había sido hasta hace poco una tragedia familiar muy privada y discreta: Cristóbal entendió la historia de su pesquisa como una forma de favorecer una discusión sobre los derechos humanos en un momento cuando los líderes autoritarios en todo el mundo están en ascenso, y cuando muchos en Chile mismo continuaban justificando el golpe y trivializando las violaciones de esos derechos e incluso negando que hubieran existido.
Seguí leyendo, curioso por llegar a ese fatídico 11 de septiembre que había marcado mi vida y la de Claudio tan drásticamente.
Y ahí estaba, en la página 21, ahí estaba, ahí estaba. Pero en absoluto lo que yo sabía que era la verdad: «El sonido monocorde del teléfono despertó a Claudio Jimeno y a su mujer, Isabel Chadwick, a las seis de la mañana del 11 de septiembre de 1973».
¿Cómo? ¿Cómo era eso? ¿Se despertó en su hogar al lado de Chabela? ¿Y no en La Moneda? Volví a la frase, incapaz de darle crédito.
Pero los párrafos siguientes completaron los detalles incontrovertibles. Los autores proceden a relatar minuciosamente cómo vestía Claudio con lujo de detalles, cómo despertó a su cuñado Tomás Chadwick para decirle que iba a dirigirse a La Moneda, cómo dejó su auto para que Chabela lo usara, cómo fue recogido por Guillermo Cumsille, un sociólogo que también trabajaba en La Moneda. Todos esos testigos afirmaban que Claudio no había pernoctado en La Moneda el 10 de septiembre: su esposa, su cuñado y Guillermo Cumsille, alguien que conocía bien, ya que, tal como Claudio, había sido compañero mío en nuestro primer año de Sociología. ¡No todos podían estar equivocados!
Era desconcertante. La última vez que había visto a Claudio, la mañana del 10 de septiembre, no dio señal de que había cambiado sus planes para esa noche. ¿Acaso él, más tarde, había trocado, a su vez, el turno que le tocaba con el de otro asesor? Parecía la única explicación de que amaneciera en su propia casa a la mañana siguiente.
Pero ninguna racionalización podía evitar que me sintiera a la deriva. Si Claudio no había pasado la noche del diez de septiembre en La Moneda, entonces la historia que me había contado a mí mismo y transmitido al mundo, el pecado que me había carcomido no tenía fundamento en la realidad. Si una vez que regresé a Chile del exilio en 1983 me hubiera puesto en contacto con Chabela para decirle que Claudio me había salvado la vida al aceptar generosamente cambiar de turno conmigo, decirle que lamentaba que eso hubiera llevado a su muerte, sin duda ella me habría asegurado que yo no era para nada responsable. O si hubiera respondido con amabilidad a la necesidad de Cristóbal de hablar conmigo, esa habría sido otra oportunidad para aclarar la situación. En vez de lo cual, había vivido con esa premisa persistente y errónea. No sólo eso: acababa de terminar una novela donde una de las escenas culminantes desplegaba un personaje ficticio apaciguando una culpa por algo que nunca había sucedido.
Y sin embargo, al avanzar más por La búsqueda, conmovido por la indagación de Cristóbal y Daniela, su falta de odio, su esperanza de que lo que estaban escribiendo podría conducir al Chile más justo que Claudio había soñado, conmovido más que nada por la escena en la que su hijo toca los mínimos huesos que habían sido identificados como pertenecientes a su padre, a medida que Cristóbal se acercaba cada vez más al enigma de quién había sido ese hombre lejano, me sentí afortunado de que, ahora como lector, se me incluía en esta saga, más cerca de mi amigo que cuando respirábamos el mismo aire libre de Chile hace medio siglo atrás.
Tal vez, si finalmente decido encontrarme con Cristóbal en mi próxima visita a Chile, esto es lo que le diré: lo que he escrito y conjeturé sobre tu padre, que durmió esa noche en La Moneda hasta el amanecer del día once, no fue cierto, aunque así lo creí durante todos estos años. Y lamento que esta versión falsa de sus últimas horas haya circulado. No puede haber sido fácil para ti escuchar o leer tal distorsión.
Pero le agregaría algo más: imaginar a tu padre en La Moneda en vez de mí puede haber sido irreal, pero mi recuerdo de él, su sonrisa dentada, su devoción a la causa de la libertad, su decisión de arriesgarse a morir manteniéndose fiel a sus ideales y a su presidente, su dignidad y muerte y desaparición, el dolor de su familia y tantas otras familias similares, los fragmentos de esta misma historia que estoy contando ahora, todo esto es demasiado y desafortunadamente verídico.
Y también es cierto, como tal vez Adrián susurraría si lo resucitara para que viniera en mi ayuda una vez más, que no había de qué arrepentirme. Sí, en efecto, puedo oír ahora mismo ese nuevo mensaje del personaje que he inventado y que parece tan real como yo: debería ser un consuelo en medio de tanto dolor, me dice, que en este viaje de pérdida y resistencia que comenzó hace cincuenta años encontraste esta forma extraña y retorcida de mantener vivo al amigo que creías que te salvó la vida el día en que deberías haber muerto y no lo hiciste.
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