Siempre que escribo sobre algo o alguien relacionado con el teatro, antes de entrar en materia, tengo que volver a explicar el origen de mi animosidad hacia cuanto concierne a la escena. Cerril, efectivamente. Obstinada hasta la médula de mis huesos. Ahora bien, no es gratuita, como, en efecto, lo son tantas de mis grandes fobias. Odio el teatro y cuanto a él concierne. Desde los decorados que simbolizan grandezas hasta la afectación de los actores, que en las entrevistas hablan de la capacidad de la farsa para ilustrar al ignorante. Sí señor, aborrezco con toda mi alma el teatro porque soy un cinéfilo. Henchido, pues, de amor a la pantalla, vuelvo a repetir, una vez más, pero con el placer de siempre: si el cine, en su amanecer, no hubiera sabido desprenderse de la funesta influencia del escenario, nunca hubiera concebido su propio lenguaje: la articulación de la narración en planos.
Sentado esto, paso a escribir sobre Tennessee Williams con todo el respeto, la objetividad, y por supuesto el elogio, que se merece un dramaturgo cuyas piezas —donde el lirismo y la neurosis se confunden como en pocos textos— provocaron toda una catarsis en la interpretación del Hollywood de los años 50. Autor teatral en toda la extensión de ambas palabras, de Williams fueron las obras de las que se valió Lee Strasberg para formar a toda una generación de actores en el célebre Actor’s Studio. Tanto fue así que, quienes saben de teatro, sostienen que Tennessee fue al famoso Método de esta escuela neoyorquina lo que Antón Chéjov al Sistema Original —sobre el que pivota el Método— creado en el Teatro del Arte de Moscú por Konstantín Stanislavski.
En ambos casos, en líneas generales, se trataba de trabajar los papeles tras una exhaustiva introspección psicológica en los personajes. Un desafío apasionante para los actores, cuyo resultado fueron esas interpretaciones exacerbadas, neuróticas como el texto, torrenciales. Con ellas hicieron historia estrellas como Geraldine Page, Karl Malden, Carroll Baker, Eli Walach, Montgomery Clift, Jane Fonda, Joanne Woodward, Paul Newman, James Dean y algún otro. Vaya por delante que soy de los que consideran a John Wayne, El Duque, el mejor actor de todos los tiempos. Pero el intérprete de Williams por excelencia fue Marlon Brando —al gran John ni se le hubiera pasado por la cabeza leer un texto de Tennessee— y Elia Kazan su adaptador a la pantalla más certero. De Un tranvía llamado deseo (1951), la primera película que unió a Williams, Kazan y Brando, ya está todo dicho: es un clásico de la pantalla estadounidense, la cinta que abre ese capítulo de la historia de Hollywood, nacido de las adaptaciones del dramaturgo que nos ocupa y de las exaltadas interpretaciones que sus piezas exigen.
Y, sin embargo, Tennessee Williams también fue un maldito: la principal tensión que late en sus dramas es la de los deseos y fantasías homosexuales haciéndose pasar por conflictos heterosexuales. La decadencia del Sur estadounidense, en la que coincide con William Faulkner y la mayoría de los autores que hicieron del inexorable hundimiento de Dixieland su materia literaria, en nuestro dramaturgo es accesoria. El principal argumento de su obra es la sexualidad reprimida en uno de los países más puritanos del planeta. Hablamos de los días anteriores a la revolución sexual, que arrancó con el final de los años 60. Hablamos de cuando aún era frecuente apagar la luz antes de darse a los placeres de la carne, con independencia de la condición sexual, y el estado civil, del afortunado.
Puestos a explicar las claves de las adaptaciones a la gran pantalla de Tennessee Williams, quienes entienden de teatro sostienen que la Blanche Dubois de Un tranvía llamado deseo simboliza a un esteta homosexual, en cuya coquetería alude a su propio apetito el dramaturgo. Lo de Brick Pollitt (Paul Newman) en La gata sobre el tejado de zinc (Richard Brooks, 1958), la otra de las grandes adaptaciones de Williams a la pantalla, ya es menos peliagudo. Vive en una contradicción: tiene que cumplir maritalmente con su esposa Maggie (Elizabeth Taylor), pero echa de menos a su amigo, el difunto Skipper. Todo son neurosis, simbolismos, fingimientos.
Nacido en Missouri —que no en Tennessee— en 1914, el futuro dramaturgo creció en una familia acomodada hasta que —como es casi preceptivo en los escritores sureños— dejó de serlo. Entre sus primeros empleos, ya contó el de guionista en la Metro, el estudio que habría de poner en marcha sus grandes adaptaciones. Pero el camino del futuro dramaturgo fue tortuoso desde el principio del trayecto. Aquellos primeros trabajos para el cine pasaron desapercibidos, incluida una primera versión de El zoo de cristal dirigida por Irving Rapper en 1950. Ese capítulo de la historia del cine al que da vida el autor que nos ocupa, arranca con la adaptación de Kazan de Un tranvía llamado deseo.
Tras aquel primer aplauso, coincidiendo con la diáspora de Hollywood en Cinecittà, Williams se instaló en Roma, donde colaboró en los diálogos de Senso (Luchino Visconti, 1954). Fue entonces cuando trabó amistad con Anna Magnani, junto con Katherine Hepburn la actriz ajena al Actor’s Studio que mejor lo interpretó.
Sin embargo, Piel de serpiente (Sidney Lumet, 1960), protagonizada por Magnani, Brando y Woodward, y Propiedad condenada (Sidney Pollack, 1966) son cintas que no dan la talla de Un tranvía llamado Deseo, Baby Doll (Elia Kazan,1956) o Dulce pájaro de juventud (Richard Brooks,1961), lo mejor de todo el paquete. Salvo esa violencia primitiva de la sociedad estadounidense, tan común a la obra de Williams, poco más tienen que ver con las grandes adaptaciones de este dramaturgo. A mi juicio, más que a una sintonía con el universo de Williams, las propuestas de Lumet y Pollack obedecen a la coyuntura, al oportunismo.
En aquellos años, cruciales en la historia del siglo XX, los retratos de Tennessee del profundo Sur estadounidense —abúlico, corrompido y despiadado— sobre el que gravitaban sexualidades bizarras y reprimidas, proporcionaban al espectador toda esa escabrosidad de la que estaba ávido. Exactamente igual que las novelas de William Faulkner sobre esa misma tierra —la patria del Ku Klux Klan y los linchamientos— cautivaban a los lectores. Lumet y Pollack se apuntaron al boom de Williams, puesto en marcha por Kazan y Brooks, como lo hubieran hecho al de Philip K. Dick si hubiesen emplazado sus tomavistas a comienzos de nuestro siglo XXI. Eso, el buen cinéfilo, lo nota. Como supongo también harán los que saben de teatro.
Piel de serpiente, más de 60 años después, resulta una película deslavazada. Nada que ver con el vigor narrativo de Un tranvía llamado Deseo, aunque también esté protagonizada por Marlon Brando. De hecho, seguro que quiere decir algo que lo más recordado de sus secuencias sea esa chaquetilla que da nombre a su protagonista, apodo al que el traductor español —con mucho acierto— fue a aludir en el título frente al original: The Fugitive Kind. Particularmente, de aquella cinta, me quedo con la recreación de la alucinada Carol Cutrere por parte de Joanne Woodward. Totalmente ajena a esa extraña mujer, siempre a la sombra de Paul Newman, a la que suele asociarse a esta actriz.
En cuanto a Propiedad condenada, no obstante las pasiones que subyacen en su asunto, el guion de Francis Ford Coppola y el encanto de la maravillosa Natalie Wood, es una cinta carente de nervio por completo. Sostengo desde antiguo que lo que diferencia al auténtico cineasta del director profesional de cine —más o menos bueno— es una voluntad de estilo propio. Esto, además de cierto marchamo, da un impulso a las películas que en Pollack no aparece ni por asomo. Ajeno por completo al gran Richard Brooks de Dulce pájaro de juventud, mi favorita del paquete Williams. Conviene recordar que, con el correr de los años, Pollack sería un realizador al servicio de Robert Redford y otras estrellas. Pero nunca un cineasta del calibre de Brooks o Elia Kazan.
Cautivado, en fin, por cintas como Baby Doll o Dulce pájaro de juventud, mis favoritas de cuantas se basan en piezas de Tennessee Williams, leí con sumo interés La noche de la iguana y otros relatos en noviembre de 2000. La noche de la iguana fue un cuento corto del 48, que dio origen a una obra teatral y, en 1964, a la película homónima de John Huston. También fue el número V de la colección Clásicos Modernos de Alba Editorial, una excelente selección de las narraciones del dramaturgo estadounidense. Mucho menos conocidas que sus textos teatrales, a mí me ganaron sin paliativos: descubrí a un gran autor sin la animadversión que, como el buen cinéfilo que soy, profeso desde siempre al escenario.
Tennessee Williams, maldito y heterodoxo, murió en 1983. Se dijo que a consecuencia del tapón de unas gotas, con el que se atragantó al ir a abrirlo con los dientes. Tenía setenta y un años y seguía bebiendo como un cosaco. La priva le había quitado el reflejo nauseoso. El tiempo de sus grandes adaptaciones ya había quedado atrás, la exaltación de los actores del Actor’s estudio se había asimilado.
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