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Teatro de la memoria contra la impunidad - Zenda
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Teatro de la memoria contra la impunidad

Alfonso Zurro parte en esta segunda entrega de «La Calderona», el sello dedicado al teatro de la editorial El Toro Celeste, de un suceso real, el atraco en el hotel Cecil-Oriente de Sevilla, en 1959, y el fallecimiento de uno de los policías que intervinieron aquella fatídica noche. El crimen se saldó con las últimas...

Más de uno se sorprenderá al descubrir que los inviernos en Sevilla son especialmente crudos. En esta ciudad, acostumbrada a lidiar cada verano con temperaturas sofocantes, los edificios no se levantan pensando en retener el calor, sino todo lo contrario. Una vez caduca el agradecido fresco de los patios, los muros sevillanos no ofrecen mucho refugio. La climatización se encuentra, con el permiso de calefactores, mesas camillas, mantas amontonadas y demás inventos, saliendo a la calle para recoger una pizca de ese sol lejano y dócil. Mientras, el frío campa a sus anchas, atraviesa todos los muros, encuentra los huecos que necesita como un gato callejero. Y si la lluvia acompaña, se te mete entre los huesos y te toca cargar con él. Las mañanas se clavan en los cuerpos nada más salir de la cama y no caen vencidas hasta la tregua del mediodía; las noches vacían las calles bajo ese frío hostil e impune, que cae sobre todos para imponer su ley. No hay nada que hacer, más allá de limpiarse los lacrimales, dejar caer el propio aliento sobre las manos, hundirlas en los bolsillos, apretar el paso y anhelar la llegada de la primavera. Y hay algo de todo esto en esa «Sevilla mustia, nublada y fría como un cuchillo en la garganta» a la que nos lleva el autor de esta obra.

"Tras una intensa investigación, exhaustiva en su inventario de personajes reales y referencias históricas, Zurro plantea con brillantez el desarrollo de los acontecimientos"

Alfonso Zurro parte en esta segunda entrega de «La Calderona», el sello dedicado al teatro de la editorial El Toro Celeste, de un suceso real, el atraco en el hotel Cecil-Oriente de Sevilla, en 1959, y el fallecimiento de uno de los policías que intervinieron aquella fatídica noche. El crimen se saldó con las últimas ejecuciones de condenados a muerte en la ciudad; las muertes de dos miserables que fácilmente encajaban en la descripción de «vagos y maleantes» para colocarles el sambenito. Con este planteamiento, el dramaturgo se aleja de aquellos terrenos a los que nos tiene acostumbrados, sus exitosas farsas teatrales, para desenterrar toda una farsa de mediados del siglo XX. Él mismo encarna a un narrador para advertirnos desde el prólogo que estamos ante una «historia verdadera», y nos coge de la mano para adentrarnos en esta pieza de teatro documento.

Tras una intensa investigación, exhaustiva en su inventario de personajes reales y referencias históricas, Zurro plantea con brillantez el desarrollo de los acontecimientos: desde el crimen en sí hasta la ejecución de las penas capitales en nombre de la Justicia. La primera virtud del texto dramático está en su arranque, con la exposición de los datos. La investigación del juez instructor es el punto de referencia para el lector/espectador. Nos permite navegar por los testimonios, recuerdos e impresiones de los testigos, las pruebas recabadas y, sobre todo, las incongruencias que van marcando el proceso. Reconocemos en ese juez a un hombre cabal, que se limita a cumplir con su profesión y su dedicación al servicio público recomponiendo las piezas del puzle. Mientras discute con su ayudante, dirá de sí mismo: «Le recuerdo que no soy detective, que la investigación la lleva la Policía y que yo solo pretendo que hechos y pruebas cuadren».

"Alfonso Zurro va hilando la dramaturgia en tanto que expone con gran agilidad los avances de la investigación"

Pero no cuadran. Al contrario, las investigaciones paralelas —la del juez instructor, la de la Policía— se enredan, las comunicaciones se enturbian, aparecen nuevas pruebas que van convirtiendo el caso en algo mucho más interesante de lo que quisiera el voraz sistema judicial franquista. Como un faro abandonado ante un cementerio de barcos, nuestro hombre cabal se ve desarmado, lo anula el contexto de su tiempo, incompatible con lo que hoy sabemos que es un país democrático. Y lo más escandaloso para nosotros —lectores de esta revisión que nos llega medio siglo después— es que a ese contexto, empeñado en resolver el asunto haciendo valer lo de «tanto monta cortar como desatar», no le preocupan precisamente las sutilidades. Vemos las trampas, las presiones y las llamadas a resolver cuanto antes para cobrarse el mérito. Una caricatura espeluznante de esa señora ciega y armada a la que llamamos Justicia.

Alfonso Zurro va hilando la dramaturgia en tanto que expone con gran agilidad los avances de la investigación. Con lo monumental de este planteamiento histórico por delante, desde la letra escrita ya nos invita a imaginar la puesta en escena. Buen conocedor de las fórmulas y resortes secretos del teatro, el escritor hace desfilar a estos numerosos personajes con sus informes; mientras, remarca el contexto con titulares de prensa que nos devuelven al acontecer, al sentir y, sobre todo, al vivir de la época, porque probablemente de otra forma no se entendería esta sucesión de acontecimientos. Así va tejiendo una tensión dramática creciente y cada vez más angustiante. Parte desde el relato procedimental, que cumple en lo riguroso, preciso e inevitablemente frío, pero durante su desarrollo entran nuevas miradas: la del abogado que no cesa en su empeño como defensor por muy franquistas que sean los tribunales —militares, para más inri y gloria de España—; el sacerdote, que solo ve ante sí hombres vencidos por el miedo; o el mismo juez instructor, consciente de que está siendo utilizado en beneficio de intereses superiores.

"Lo que había empezado siendo la investigación de un crimen se ve atravesado —herido de punta a punta—, por la emoción descarnada"

Cuando nos damos cuenta, la mirada humana se abre paso entre tantos datos recabados para revelar cuánto hay de arbitrario, de doloroso, de cruel y, por supuesto, de injusto. Está en el desconcierto de los acusados, señalados por homosexuales —«entre nosotros no hace falta ponernos finos; has dicho que es maricón, pues maricón», dice el jefe superior de la Policía a uno de sus subordinados—, y en la forma en que estos desdichados se revuelven contra un proceso que sólo puede llevarles a la condena; está en el abogado que sabe que todo aquello es un imposible, en el verdugo que a falta de alguien mejor ofrece consuelo a los ajusticiados, en el sacerdote que les asiste y les termina pidiendo perdón.

Lo que había empezado siendo la investigación de un crimen se ve atravesado —herido de punta a punta—, por la emoción descarnada. Esta sensación de que asistimos a la barbarie, de que nada de esto debería suceder —pero recordemos: sucedió—, de que los testigos de esta historia, incluidos nosotros como lectores, salimos de aquello un poco peores, un poco malditos, se impone inevitablemente. Esta reacción natural, animal, de rechazo, nos patalea en el pecho con la fuerza y las convulsiones de los condenados a muerte. Es esto lo que nos hace humanos: el narrador confiesa su asombro ante lo que resulta asombroso, el abogado defensor intenta huir de su irremediable fracaso, el sacerdote reconoce a Jesús en aquellos hombres ajusticiados, el lector se pregunta por qué. Esta incapacidad para asimilar lo que ocurre, lo que se permite, lo transforma todo. Es el desgarro de la memoria, esencial para que vivencias como esta no se conviertan en un simple registro más, perdido en la inmensidad de la Historia. Como lluvia que erosiona la piedra y fecunda sus grietas con musgo, estas vivencias dejan huella y no mueren fácilmente.

"Sin duda, la historia del Cecil-Oriente se perdió tras tantos años, tantas décadas, con la misma facilidad con que se derriba un hotel"

Sin duda, la historia del Cecil-Oriente se perdió tras tantos años, tantas décadas, con la misma facilidad con que se derriba un hotel. Hoy, en el mismo lugar, se alza un edificio de la Junta de Andalucía. Hoy, los nombres de los ajusticiados se han visto enterrados bajo los de tantas otras víctimas. Hoy es posible leer en la prensa actual artículos que recuerdan el suceso presentando a los ajusticiados como indudables autores del crimen, como si los tribunales militares franquistas hubieran recibido bula de nuestra democracia. Es fácil olvidar, porque solo hay que confiar en el paso del tiempo. Afortunadamente, el dramaturgo nos comparte este recuerdo, que no era suyo ni nuestro pero lo es ahora, desde la indignación, el horror y sobre todo la incapacidad de asumir que cosas como aquella hayan sucedido y pudieran volver a repetirse. Incapacidad humana para aceptar que la impunidad se consienta así, que se acepte así, que se la deje deambular a sus anchas sin más opción que suspirar, limpiarse los lacrimales, meterse las manos en los bolsillos y apretar el paso para huir de ella, como sigue ocurriendo con el frío de los inviernos en Sevilla.

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Autor: Alfonso Zurro. Título: Invierno en Sevilla. Editorial: El Toro Celeste. Venta: Todostuslibros.

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Borja de Diego

Borja de Diego (1988, Sevilla). Licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla, ha publicado El leñador de sombras y otros cuentos (Ediciones en Huida, 2010), el poemario Barro (Ediciones en Huida, 2013) y las obras dramáticas Cartas (Editorial Anantes, 2014) y ¿Dónde estaré esta noche? El peso de Judas (Atopía Editorial, 2021).

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