A finales de 1984, dos jóvenes hermanos guatemaltecos, desterrados desde hacía unos años en Estados Unidos, viajan de regreso a Guatemala para participar en un campamento de niños judíos en un bosque perdido de las montañas del altiplano. Desconocen ya su país natal. Apenas hablan el idioma.
A continuación reproducimos un fragmento de Tarántula (Libros del Asteroide), la nueva novela de Eduardo Halfon.
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Yo tenía trece, mi hermano doce. Llevábamos entonces tres años viviendo en Estados Unidos, tras haber huido del caos político y social que era la Guatemala de los ochenta. Aunque a mis padres no les gustaba que yo se lo explicara así a mis nuevos compañeros en el colegio, que al describirles nuestra partida de Guatemala yo les dijera que habíamos huido. Pero eso fue, una huida. Eso hicimos. Mis padres habían vendido precipitadamente no sólo nuestra casa recién construida sino también todo lo que aquella casa tenía dentro —los muebles y las alfombras y los cuadros en las paredes y los utensilios de la cocina y los carritos y juguetes que yo guardaba en el armario—, y habíamos salido huyendo a la Florida al final del verano del 81 con nada más que unas cuantas maletas. Ahora, tres años después, mis padres habían decidido que mi hermano y yo viajaríamos de vuelta a Guatemala durante las vacaciones escolares de diciembre para participar en un campamento de niños judíos.
Pero yo no había querido ir.
Estaba en esa etapa tan ambigua —trece años— en la cual un niño sigue haciendo cosas de niño mientras empieza a hacer sus primeras cosas de adulto. Todavía miraba caricaturas en la televisión una vez por semana, los sábados en la mañana, aunque hacía poco, e igualmente una vez por semana, había empezado a afeitarme el bigote. Y todavía requería que mi madre pasara a dejarme y luego a recogerme frente al cine para ver una película con amigos, aunque antes de salir de casa ya me echaba un poco de colonia y desodorante. Y todavía coleccionaba e intercambiaba estampillas de béisbol, aunque en la misma gaveta ahora guardaba también unas cuantas revistas pornográficas para auxiliarme con mis primeras y torpes masturbaciones.
Pero también recuerdo que a esa edad, no sé si por principio o por pura rebeldía (un poco de ambas, desde luego), comencé a rechazar las imposiciones de mis padres. Ahora entiendo que mi rechazo no era a esas imposiciones, o no directamente, sino a todo lo que mis padres representaban, a su mundo en general. Para un niño, empezar a deshacer el mundo heredado es uno de los pequeños pasos paulatinos hacia construir uno propio. Yo rechazaba sus horarios, sus reglas, sus gustos, sus dietas, sus deportes, sus ideas, incluso su lenguaje: desde que habíamos llegado a Estados Unidos, yo me negaba a hablarles en español; ellos me hablaban en español y yo les respondía en inglés. Pero mi más grande rechazo, y sin duda el más escandaloso, fue hacia el judaísmo.
No era un rechazo belicoso, ni vehemente, ni siquiera confrontativo. Al contrario. Intentaba evitar o esquivar el judaísmo, de cualquier forma. Como una salida silenciosa de una fiesta, sin decir nada y sin despedirme de nadie. De pronto ya no quería acompañar a mi padre a sesiones de rezo, y me inventaba otros compromisos para no acudir los viernes a las cenas de shabát, y hasta le había regalado a un amigo cristiano, en secreto, en un gesto más simbólico que práctico, mi gorrita de seda (kipá, en hebreo) y mi aún casi nuevo manto de oración (talit, en hebreo). Mi madre no decía nada, al parecer confundida. Mi padre, en cambio, me gritaba órdenes. Su manera de imponer el judaísmo siempre fue a gritos. Al descubrirme metido en la cama los sábados en la mañana, me despertaba gritando que era mi deber ir con él a la sinagoga. Cuando notó que yo apenas empezaba a juntarme con algunas chicas de mi edad, me recordó, en una sarta de gritos tan épicos como prematuros e inútiles, que en nuestra familia estaba prohibido tener una novia no judía. Y yo, por supuesto, le obedecía.
Aunque a veces, envalentonado, me animaba a discutir desmañadamente con mis padres sobre el porqué de tantos mandatos y dogmas, sobre por qué tener que seguir sus tradiciones inexplicables. Una de esas disputas, la más recia o la más emotiva o una de las que más recuerdo, sucedió una noche, sentado entre ellos en el sofá de la sala, mirando los tres un episodio de algún programa de televisión que transcurría hacía un siglo en un pueblo no sé si de Kansas o Minnesota; en cualquier caso, un pueblo bucólico y perdido en el medio oeste de Estados Unidos. Durante aquel episodio, los residentes del pueblo se dedicaban a burlarse de un viejo carpintero judío. Un señor con pinta de labriego decía que sólo dejaba entrar al judío en su almacén porque el viejo carpintero era muy bueno haciendo ataúdes, y ahí en su almacén se vendían muchos ataúdes. Unas señoras, al verlo caminando por la calle, gritaban excitadas que había que taparse la nariz y cuidar la cartera, mientras que un grupo de muchachos insistían con absoluta convicción en que el viejo judío, al igual que todo judío, tenía unos cuernos ocultos debajo de su sombrero negro. A mí la idea de que un viejo carpintero tuviera un par de cuernos escondidos debajo de su sombrero tipo bombín me pareció de lo más graciosa, y empecé a reírme. Al volver la mirada hacia mi madre, sin embargo, descubrí que estaba llorando. Y mi padre, juzgándome con rabia, y acaso presumiendo que mi risa también estaba dirigida al viejo carpintero y a todo el pueblo judío, explotó.
Aunque ellos nunca me lo dijeron, estoy seguro de que parte de su razonamiento para enviarnos aquel fin de año a un campamento en las montañas de Guatemala fue no sólo volver a acercarme al judaísmo —a su judaísmo—, sino también volver a acercarme a un país que, tres años después de haberlo abandonado, yo consideraba ya extranjero y ajeno.
Furioso, les respondí que no iría. Que tenía trece años y podía tomar decisiones por cuenta propia. Que no me interesaba viajar a Guatemala, ni acampar con una tropa de niños judíos que no conocía, ni aprender a cantar cancioncitas alrededor de una fogata en un hebreo incomprensible. Tampoco me gustaba la idea de tener que pasar unos días comunicándome sólo en español, un idioma que ya apenas hablaba o que a lo sumo hablaba con un pesado acento estadounidense; aunque esto, claro, no lo dije.
Mi madre guardó silencio, evidentemente turbada, y acaso intuyendo que mi rechazo era más que a un simple campamento. Mi padre, sin embargo, me espetó un solo grito terminante.
Usted irá, y punto.
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Autor: Eduardo Halfon. Título: Tarántula. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Todostuslibros
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