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Susana Rizo: "Norilsk es otra bomba de relojería como Chernóbil" - Zenda
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Susana Rizo: «Norilsk es otra bomba de relojería como Chernóbil»

Escapar de Norilsk —la ciudad más contaminada del mundo, construida sobre un gulag estalinista— no es una tarea sencilla. Elena Ivanova, la protagonista de la novela de Susana Rizo "La memoria del hielo", lo intenta con todas su fuerzas, pero la botella de vodka le gana la partida, un día sí y otro también.

Fotografía de Eduardo Garrido

Escapar de Norilsk —la ciudad más contaminada del mundo, construida sobre un gulag estalinista— no es una tarea sencilla. Elena Ivanova lo intenta con todas sus fuerzas, pero la botella de vodka le gana la partida, un día sí y otro también. En medio de la oscuridad absoluta, la protagonista de la segunda novela de Susana Rizo, La memoria del hielo (Desnivel, 2021), encontrará su aurora boreal; Serguéi Bogdánov, un misterioso músico y arquitecto, será su guía en medio de la desolación de este recóndito rincón de Siberia.

A continuación conversamos con la escritora sobre su última obra, y también de su premiado debut literario, Las vidas que te prometí (Plataforma editorial, 2018).

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—Norilsk no es el fin del mundo, pero casi. ¿Por qué ha situado su novela en un lugar tan extremo e inhóspito?

"Elegí yo, o tal vez me eligió a mí el lugar. Norilsk reclamaba el recrear una novela"

—Yo también me lo pregunto. No fue algo deliberado, ni planificado. Sucedió que las imágenes de Norilsk regresaban a mí, una y otra vez, desde que vi por primera vez un reportaje sobre esa ciudad en National Geographic. Había historias encerradas en los rostros que mostraban aquellas fotografías y en los mismos edificios, que parecían hablar. Elegí yo, o tal vez me eligió a mí el lugar. Norilsk reclamaba el recrear una novela. Para hacerlo procuré meterme en la piel de los que la habitan, en sus sueños, sus frustraciones, su día a día, desprendiéndome de mis propios condicionamientos. Cuando se mira ese reportaje, lo primero que uno piensa es “es imposible vivir allí”, pero conforme profundizaba en mi investigación me atrapó el orgullo y la obstinación de sus gentes, su increíble fortaleza, la naturaleza indómita de Siberia, más allá del círculo polar ártico. Hay una sobria elegancia en la resiliencia de los habitantes de esa sorprendente y misteriosa ciudad. Leía testimonios desoladores, pero también de personas que no cambiarían Norilsk por nada del mundo. No solo hay chimeneas de humo incesante, el renacimiento del sol durante las noches blancas es un acontecimiento casi místico allí. Posee la magia de los lugares prohibidos. Rusia siempre me ha parecido fascinante. Lo interesante de escribir es que la última capa no se parece a la primera que pintaste. Hacer arqueología para descubrir qué hay, en realidad, detrás de todo. Por eso el escenario es extremo. La circunstancia bajo la que la escribí también lo era, y eso también suponía que tenía que dar mucho más de mí de lo que había hecho anteriormente. Traté de encontrar el espejismo de una felicidad fugaz en un desierto gris, recrear una enigmática aventura en uno de los lugares más inhóspitos de la tierra. Arrancar vida de una aparente nada.

—Hay bastantes similitudes entre Chernóbil y Norilsk. ¿Cuál es más peligrosa? ¿Se sintió tentada a orientar su historia hacia una ficción similar a la de la serie de Netflix?

"Norilsk es otra bomba de relojería, pero no nuclear, sino como un recordatorio sigiloso y constante de lo que nos espera, si no hacemos nada para impedirlo"

—Chernóbil es más peligrosa, su historia y su drama ya están escritos. Norilsk es otra bomba de relojería, pero no nuclear, sino como un recordatorio sigiloso y constante de lo que nos espera, si no hacemos nada para impedirlo. Jamás estuve tentada de llevar esta novela hacia el terreno de Chernóbil y la serie de Netflix. Huía de eso. De hecho, no quería que este libro se pareciera a nada de lo que se hubiera escrito antes sobre esa ciudad de Siberia, que en su mayoría son libros de ciencia ficción sobre desastres nucleares. En mi novela sé que era inevitable hablar de la omnipresente contaminación de Norilsk Nickel, la descomunal empresa metalúrgica responsable de una gran parte de las emisiones de óxido de sulfuro de todo el planeta y también de que gran parte del resto del mundo disponga de iPad y iPhone gracias al níquel y cobalto de sus minas. Pero el desastre ambiental es solo el telón de fondo para presentar a Elena Ivanova, una joven descarada, irascible, atrevida, y enganchada a Sveta, que es como ella llama a su inseparable botella de vodka. La ficción de esta novela gira, en todo momento, en torno al encuentro entre Elena y Serguéi Bogdánov, mi personaje masculino, un hombre mucho mayor que ella, un enigmático músico y arquitecto que Elena conoce durante el primer día de oscuridad total en el invierno polar. Pese al pasado traumático que esconde Serguéi, él es la única persona que puede transformar la rabia y la rebeldía de Elena. Y ella es la única persona que puede ayudarle a él a recomponer una historia incompleta. Mi tentación al narrar ha sido conseguir que el lector se deje llevar por esta extraña relación y por todos los secundarios que los rodean. He pretendido que la lectura se sumerja en escenas que atrapen, que el misterio discurra entre la tensión silenciosa y una calidez fugaz e, incluso, que asalte el miedo o el pánico. Que sienta la oscuridad total, el crujir del hielo bajo sus pies, el sonido del viento aullando entre los edificios, que note el frío penetrando por sus poros. Que se deje llevar, como Elena hace cada noche, hacia la vieja cabaña en medio de la desolación de la tundra, para conocer al misterioso arquitecto de las sinfonías… El gris es solo una capa que se mueve en cuanto ellos dos aparecen en escena, bajo la danza de la aurora boreal. En cierta forma hay musicalidad en el libro, pues he jugado con la “armonía” de las escenas y el “tempo” de las secuencias, para que el lector se abandone en un infierno hermoso.

Fotografía de Laia Sabaté

—Sobre este antiguo gulag hay bastante hermetismo. ¿Cómo fue el proceso de documentación? ¿Tuvo dificultades para conseguir información?

—El proceso de documentación ha sido muy complejo. Me puse en contacto con los responsables del Museo de Historia en Norilsk, pero en ningún momento obtuve respuesta. Durante bastante tiempo ha habido absoluta opacidad en torno a los campos de trabajos forzados en Siberia, aunque allí en Norilsk desde finales de los ochenta existe un museo dedicado a Norillag, origen de la gran urbe construida por los presos de este gulag, y un proyecto para la recuperación de la memoria. Me da la sensación, por lo que llevo estudiado de ese lugar, de que hablan claro de su pasado y miran hacia el futuro. Otra cosa es que quieran compartir todo ello más allá de sus fronteras. Yo, al menos, tuve verdaderas dificultades para obtener un vínculo directo para contrastar informaciones, así que buceé por muchas fuentes documentales que me parecieron fiables. Leí las obras de Alexánder Solzhenitsyn, Colin Thubron, Varlam Shalámov, entre otros, y así me pude hacer una idea de cómo había sido la descomunal maquinaria de los campos de trabajos forzados rusos. Gracias al enorme detallismo descriptivo de sus relatos, capté la desolación necesaria para recrear la parte de mi novela que requería entender ese trasfondo. Me sirvió el recuerdo de mis paseos solitarios en Birkenau y Auschwitz, pues cualquiera de aquellos barracones es suficiente para intuir a lo que se refería Kant con lo de Das radikal Böse –el mal absoluto–. Además, me documenté profusamente sobre la Siberia más remota, sus costumbres étnicas, sus paisajes, etc., ya que una parte del libro transcurre en el lejano Yamal. Siempre he pensado que hay una pesadumbre que acompaña ciertas composiciones artísticas rusas. La idea de sacrificio que pasa del blanco y negro a un escarlata intenso. Romanticismo excelso y contención a la vez. Creo que la historia de los lugares se transmite genéticamente a través del arte. Como si la tragedia acechara, pero también la fortaleza. Un ejemplo claro de este contraste está en el nombre que le pusieron al complejo metalúrgico más enorme de todas las plantas mineras de Norilsk: Nadezhda, que significa “esperanza”. La cantidad de información que barajé para componer los pedacitos de mi obra fue brutal, pero es que yo tenía que “viajar” allí y hacer viajar al lector también.

—Al igual que con Chernóbil, también evita profundizar en la historia del gulag y la represión de los presos que fueron allí deportados por Stalin. ¿Por qué?

"No quería escribir un libro sobre gulags, tampoco una novela de mafias, aunque el tema salga en la obra. Tampoco es una historia de amor"

—Para la novela el gulag de Norillag es necesariamente otro telón de fondo, el lugar de donde procede el enigmático Serguéi Bogdánov. Me sirve para recrear la atmósfera inquietante que envuelve la historia desde su mismo arranque. Pero solo me interesaba contar lo esencial para presentar a un superviviente, a alguien que conserva su dignidad en medio del espanto, y que muchos años después le abre los ojos a una persona que ya no cree en nada —la que será su compañera durante la noche polar, Elena Ivanova—. No quería escribir un libro sobre gulags, tampoco una novela de mafias, aunque el tema salga en la obra. Tampoco es una historia de amor, es algo distinto que quiero que el lector descubra por sí mismo. No he buscado dar enseñanzas morales, ni extraer conclusiones sobre los errores y fracasos de la Historia, eso ya lo han hecho los grandes escritores, o los que de verdad entienden lo que allí pasó. Lo que quise era que Serguéi acabara su sinfonía y Elena empezara la suya.

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—Los protagonistas de su novela, Elena y Serguéi, son dos personas atormentadas que buscan redención. ¿Cómo se puede huir de un lugar como Norilsk?

—Norilsk es una ciudad oficialmente cerrada a los extranjeros. Se necesita un permiso especial para entrar. No hay carreteras que conecten esta ciudad, y para llegar solo se puede acceder desde el puerto de Dudinka (en el río Yeniséi) y o desde el aeropuerto de Alykel (conexión a Moscú). Hay restricciones para llegar, pero no creo que actualmente sea difícil abandonar la ciudad si uno lo desea. Hubo una época en la que muchos rusos querían ir a trabajar allí por la promesa de una jubilación anticipada tras solo quince años de servicio activo en las minas, un sueldo digno y un apartamento facilitado por el gobierno, pero ese sueño tenía su elevado precio en la salud de las personas, cuya esperanza de vida a mediados y finales del siglo pasado no sobrepasaba la cincuentena. Estar sometido al denso humo de las fábricas de níquel, además de las bajísimas temperaturas y la falta de luz solar durante seis meses al año, hace que aquel lugar sea difícilmente soportable para muchos de los que lo intentan. Los principales personajes de mi novela se marchan literalmente de Norilsk porque anhelan encontrar otros nortes. Hay un documental muy interesante de Natalia Meschaninova, The Hope Factory, en el que habla precisamente de cómo viven los jóvenes de Norilsk y su decisión entre permanecer en su ciudad o marcharse. Ver su lucha interna me ayudó a perfilar a algunos de los personajes, especialmente a los secundarios, que podrían tener su propia novela.

—Usted escribió La memoria del hielo durante el confinamiento. ¿Su novela es una parábola de la pandemia? ¿Habría sido su libro igual en otras circunstancias más favorables?

"En otras circunstancias creo que nunca habría podido acabar esta novela. Ni empezarla tampoco. La supervivencia era mi objetivo, dentro y fuera de las palabras"

—Es consecuencia de la pandemia. No es exactamente una parábola, pero sí refleja mi estado de ánimo, la desazón, el miedo, la incertidumbre… y también la fortaleza mental que personalmente debía y quería mantener. Resolví muchas páginas del libro dando vueltas y vueltas por el pasillo de mi vivienda, y abstraída escribiendo la historia. Durante aquel encierro huía de lo que pasaba afuera, del caos y dramatismo que ocasionaba la terrible enfermedad vírica. Me ayudó a hacerlo más llevadero, a pesar de que me buscara el peor lugar del mundo para escapar, Norilsk. Me podía haber imaginado la novela en una isla de la Polinesia, pero me planté en el entorno más difícil e insólito, lo más parecido a la Invernalia de George R. R. Martin. También eran insólitas las imágenes que nos llegaban cada día a través de los medios de prensa: lo que estábamos viviendo parecía el fin del mundo. Acabar esa obra se convirtió en un reto. Y no sucumbir a lo que sucedía en otro reto aún mayor. Por eso Elena Ivanova es una guerrera, como lo son también sus camaradas en las minas, y por eso Serguéi Bogdánov representa la valentía y elegancia de los expedicionarios que acompañaron a Ernest Shackleton, gladiadores en el hielo. Por eso la misma Norilsk, como me dijo hace poco una lectora, es como un lobo, salvaje, indomable y noble. Y por eso la vida se abre paso. En otras circunstancias creo que nunca habría podido acabar esta novela. Ni empezarla tampoco. La supervivencia era mi objetivo, dentro y fuera de las palabras. Hay una fuerte carga emotiva en mi relato, y algunos lectores me han comentado que se enganchan de tal manera a la historia que no podían dejar de leerla. Pienso que lograr emocionar es lo mejor que le pueden decir a alguien que le gusta escribir.

—Su novela ha sido el primer título de ficción que ha publicado la editorial Desnivel. ¿Ha sentido presión por ello?

—En realidad, esta editorial lleva años publicando algunas obras de ficción relacionadas con el entorno de la montaña, pero con mi novela han inaugurado un nuevo sello literario, por lo que es un honor que siempre agradeceré y recordaré. De hecho, cuando presenté mi novela a esta editorial no sabía que iba a inaugurar un género. La presión que noto procede de lo que me exijo a mí misma para lograr hacer un trabajo digno, sugerente y bien documentado. Eso sí me preocupa. A mí me encantaría que este libro tuviera un largo y sólido recorrido, que fuera descubierto por muchos lectores, incluso más allá de nuestro país. Yo me estoy intentando abrir paso, y la literatura es un campo muy difícil, especialmente si eres una desconocida. El sello “Más allá de las montañas” es elegante. La ficción narrativa va de la mano de las grandes gestas de las que siempre se ha ocupado Desnivel con tanto cuidado. Esta editorial es un referente para todos los viajeros, los amantes de la naturaleza… La literatura de montaña es en esencia romántica. Es muy emocionante compartir nombre con autores de la talla de Sebastián Álvaro, Reinhold Messner, Chris Bonington, Walter Bonatti, Jon Krakauer, entre otros grandes mitos de la exploración. Desnivel representa, al igual que la tripulación de Zenda, a la Aventura con mayúsculas. Si al final esta obra es un escalón pequeño, no pasa nada, recordaré lo que un buen día me dijo mi admirado amigo y consejero don Mauricio Wiesenthal: «Procura tallar cada escalón como si fuese un diamante».

—¿Cuáles han sido sus influencias a la hora de escribir su última novela?

"Para mí era esencial que todo fuera sensorial y visual, para notar el frío, el viento, la oscuridad, la luz, los olores…"

—Imagino que siempre hay un fondo de influencias compuesta por las lecturas de infancia y juventud y todas las muchas que han venido detrás, pero a la hora de escribir siempre me seduce una: la música. Una vez resulta la trama de mi novela, elegí una composición musical para elaborar cada capítulo, y ello me ayudaba a perfilar las sensaciones que yo quería transmitir. Primero las sentía, luego esas sensaciones se transformaban en imágenes, y solo entonces describía con palabras las escenas recreadas en mi mente. A veces sucedía de tal manera que era como copiar un dictado mental, automático. Las fotografías que he estado estudiando de Norilsk, de autores como Elena Chernyshova y Christophe Jacrot, también determinaron mi forma de escribir. Puedes sentir rechazo ante esas imágenes, pero nunca te dejan indiferente. De alguna forma se clavan en la retina, como los ojos de Sharbat Gula, la niña afgana magistralmente retratada por Steve McCurry. Pensé cómo provocar sensaciones a través de las palabras. Para mí era esencial que todo fuera sensorial y visual, para notar el frío, el viento, la oscuridad, la luz, los olores… Esta novela me parece cinematográfica por eso, pues puedo verla en todos sus detalles.

—Con su primer libro recibió el Premio Feel Good de la Fundación La Caixa. ¿Pensó presentar esta segunda novela a algún certamen literario?

—Sí, la envié a un certamen literario. Supongo que me aferraba a una vana esperanza, al haber obtenido un premio con mi primera novela, pero pese a confiar plenamente en la historia que había escrito no se me pasaba por la cabeza ganar, sino tal vez quedar en el retén de las seleccionadas. Revelarlo ahora me suena pretencioso. Pero me tentó la urgencia y el deseo de llegar al lugar donde poder permanecer sin tener que empezar siempre de cero. Después de eso pasé meses revisando de nuevo el manuscrito, y entonces empecé a enviarla a diversas editoriales. A las pocas semanas cinco reconocidas editoriales me enviaban su respuesta, muy interesadas en publicar la novela. Escogí la que mejor se adecuaba a la narrativa del libro y me ofrecía, a la vez, una mayor rapidez en publicarla. No quería esperar, tenía premura en cerrar una etapa que estaba asociada a las peores oleadas de la pandemia.

—En La memoria del hielo hay una potente historia de amistad entre dos personas al límite, y en Las vidas que te prometí también hay una bonita trama de sentimientos entre un niño y una anciana.

—Así es. Parece que estoy buscando siempre el punto de intersección de los opuestos. En Las vidas que te prometí estaba el contraste de la edad, y el punto de unión era la amistad y la convergencia entre la mirada adulta de un niño y la infantil de un anciano. La pureza de las formas, cuando nada las manipula al inicio de una vida, y ya no merece la pena manipularlas al final de la misma. Cuando la verdad aparece y las corazas se caen, infancia y senectud tienen mucho en común, y yo quise hacer un círculo, dándole la vuelta a todo, incluyendo lo que llamamos «el orden natural de las cosas», como bien saben los que han leído esta novela. En Las vidas que te prometí narro la historia de una amistad sencilla, pura, sin recovecos entre Ingrid y Max. Pero en La memoria del hielo, entre Elena y Serguéi hay muchos secretos, hay fuego y hielo fluyendo al unísono; ambos establecen una potente y misteriosa conexión en la que se van abriendo el uno al otro, lentamente. La elegancia seductora de Serguéi contrasta con los modales y el carácter extremo de Elena, un encuentro en el momento oportuno. Y no puedo contar más…

—En España hay casi un 20% de personas mayores de 65 años. Sin embargo, no hay muchas historias escritas para ellos. ¿Por qué decidió hacerles protagonistas de su primera novela? ¿Cómo fue la acogida del libro entre ellos?

"Me empeñé en escribir una novela basada en el presente continuo, que es lo único tangible y que de verdad poseemos, en el que ellos, los mayores, fueran los protagonistas"

—Porque era absolutamente necesario que fueran ellos los protagonistas. Llevaba años pensándolo. A un niño que empieza a caminar se le da la mano con ilusión, pero a alguien que se le olvida cómo caminar se le da la mano con compasión, y muchas veces ni eso. La soledad que sufren muchas personas mayores es devastadora. La vejez se maquilla, se rechaza, tal vez porque eso es lo que nos espera a todos. Estamos obsesionados con llegar a toda costa a no sé dónde, acabarlo todo, meta tras meta, pero la realidad es que es justo allí donde nos dirigimos: a esa paulatina pérdida de gestos, que no sé cómo vamos a adornar. Recuerdo que una vez fui a visitar a un viejo amigo a la residencia y una anciana me dijo “has venido” y las enfermeras la corrigieron: “No es ella”… Nunca supe con quién me confundió, pero siempre recordaré su mirada, la misma que he visto muchas veces en otras personas mayores mientras pasean solas. Son miradas que buscan, perdidas en algún lugar anclado en el pasado, donde residían antiguos amores, padres, hermanos, hijos, nietos…. quizá también algún animal que los acompañó un trecho de su existencia. La dureza del crudo aislamiento y olvido. Por ese motivo me empeñé en escribir una novela basada en el presente continuo, que es lo único tangible y que de verdad poseemos, en el que ellos, los mayores, fueran los protagonistas. La acogida del libro fue muy buena, y emotiva. Aparte del interés que despertó en diferentes medios de prensa, tuve llamadas inolvidables, como la de doña Mercedes, la anciana a la que le dedicaron una estatua sobre la soledad de los mayores en Bilbao, y ahora somos buenas amigas. En la biblioteca donde trabajo me ofrecieron dedicarme a coordinar la lectura en domicilios y residencias, y poco antes de la pandemia fui a presentar la novela a alguna residencia de la tercera edad. Fue una experiencia increíble porque yo, en esos momentos, estaba entre mis personajes. También fue leída en voz alta en diferentes residencias de España, por los cuidadores que estaban a su cargo. Los mensajes que recibí, y aún recibo, son inolvidables.

—En una entrevista en Zenda de Jesús Fernández Úbeda a Manuela Carmena, la exalcadesa de Madrid aseguraba que hay una infantilización de la tercera edad. ¿Está de acuerdo con esta afirmación?

—Completamente, y no solo se les infantiliza. Recordemos que no hace mucho, al inicio de esta pandemia, a muchos mayores con neumonía por CoV-2 ya no se les atendía en los centros hospitalarios. Sus vidas eran descartadas, pues no había suficientes respiradores para todos. Es la condena final al olvido, al “ya han vivido”. ¿Es que vale menos la vida de un anciano? ¿Por qué? Me indigna profundamente este tema, la verdad. La sociedad que no les respeta, ni valora, no puede tener futuro, porque lo está eliminando, literalmente. Se les infantiliza para muchas cosas, pero no siempre con la deferencia que precisan, sino para ver por dónde se puede aprovechar su vulnerabilidad. Coincido plenamente con las palabras de Marco Aurelio: «Todo, desde siempre, se presente de forma igual y describe los mismos círculos, y nada importa que se contemple lo mismo durante cien años, doscientos o un tiempo indefinido. El presente, en efecto, es igual para todos». No obstante, no creo que solo la tercera edad sea víctima de esa infantilización. Me temo que lo es toda la sociedad entera. Es una consecuencia de la ultraprotección de la mediocridad y de la dictadura del buenismo. Y de ahí al caos y la indiferencia total, tal vez como mucho un par de pasos más.

—¿Necesita arriesgar para escribir? ¿Tener la sensación de “salto al vacío”?

"Hacer esta novela, sin haber estado nunca en Rusia o en Siberia, y desde el desconocimiento total del idioma, y de la forma de vida soviética, era un gran riesgo"

—Sí, siempre. Contra más difícil, mejor. En esta ocasión además era necesario arriesgar, si no me quedaba “encajonada” en un estilo, que, aunque sé que es mío, veía que no evolucionaba. Soy consciente de que tiendo a escribir con corazas, como si en la mano tuviera una armadura que me impidiera que las palabras vuelen libres. La mente tiende a acomodarse, y eso en la escritura, o en cualquier arte te lo puedes permitir hasta un punto, así que, con miedo y sin perder el respeto, hay que saltar al vacío. Hacer esta novela, sin haber estado nunca en Rusia o en Siberia, y desde el desconocimiento total del idioma, y de la forma de vida soviética, era un gran riesgo. Pero a veces hay que salir, como Elena Ivanova en plena tormenta negra —Aktirovka llaman en Norilsk a esos días de temporal invernal—, porque más allá puede sucederte algo que cambie por completo tu vida.

—Después de este nuevo peldaño, ¿cuál es su próximo proyecto literario?

—Es una promesa para una buena amiga que perdí durante la tercera ola de la pandemia. Hace mucho tiempo ella me dijo que me había visto a mí como la persona que escribiría su vida, e íbamos a hacer este proyecto juntas. Cumpliré mi promesa y se lo dedicaré, porque me gustaría escuchar su risa de nuevo. Y luego, como Elena Ivanova, buscaré otros nortes. La desazón ha sido demasiado tiempo el motor de muchas de las cosas que he escrito y me gustaría navegar en mares más tranquilos. Es posible que recupere los cuentos que escribí hace años —es un género que siempre me ha gustado— y de esa forma regrese a la aventura, donde siempre quise vivir. Pero, de momento, quiero seguir viviendo el presente, y brindar como lo harían los rudos camaradas de Elena: Tovarischi, za sbychu mecht!

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Miguel Ángel Santamarina

Nací en Burgos, y ahora vivo bajo las palmeras de Almuñécar. Estoy prisionero en Zenda desde sus comienzos. No me canso de darle a la tecla. En breve, publico un libro de historia, mientras le sigo dando vueltas a mi primera novela.

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