Tan solo diez relatos, de entre los casi 2.400 presentados a concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #surrealismopuro, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz, será anunciado el viernes 29 de octubre. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.
A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.
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1
A sus pies de página
Antonio José Gómez Ramírez
Oskar(1) no quería(2) apretar el sinfonier(3), ni firmar(4) el acuerdo(5), (7)
1 Exegeta y tapicero venido a menos, de principios del siglo XII.
2 O. Wilson (véase opción citada) afirma en su Tractatus Mathematicae que sí quería.(6)
3 Cajita encofrada y esmerilada donde Las Parcas guardaban a Las Musas y sus satisfayer.
4 Véase Capitulo VIII “ Peripatetikos y las descalzadoras, o como darle de comer a un reloj de pared”
5 Ya Robert Montrageneau estudioso de la parábola del acuerdo, concluyó su revolucionaria idea de que EE.UU perdió la Guerra de Vietnam porque, debido a un error en el tallaje de las botas de sus infantes, estas les apretaban tanto que hacían insufrible e inútil el esfuerzo bélico. Irónicamente, Robert murió mientras manipulaba con la ternura que siempre le caracterizaba, unas botas militares las cuales combustieron espontáneamente.
6 Su hijo, Godfrey Wilson, lo mató por esta afirmación.(8)
7 Lord Soucci descubrió en 1974 (“Oskar, ayer, hoy y mañana”) que la frase, “Oskar no quería apretar el sinfonier, ni firmar el acuerdo”, escondía una especie de refinada referencia palindrómica, en el sentido de que, la misma nada venía a significar leído de derecha a izquierda, que de izquierda a derecha. Efecto que se acentuaba si la lectura de ida la hacíamos en castellano, pero volvíamos palindrómicamente, leyendo en alemán.
8 Godfrey terminó escribiendo cartas de amor a Lord Soucci desde la cárcel. (Véase el capítulo XIV). Sus últimas palabras fueron: “Dios aprieta, pero no ahoga… pero vaya sustos que pega”).
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2
Parvo Rincón
Juan Ramón Escobar Ruiz
Mi padre vive dentro de una caracola, una pequeña, casi ni se ve. Pero dentro de ella habita, y en ocasiones, asoma su prominente nariz y olisquea lo exterior.
Una de esas veces, estábamos sentados frente a una montaña, y él me dijo: ‘¿Sabes qué echaré de menos cuando ya no esté?’. No contesté y esperé, y fue la montaña, o el eco que rebotaba en ella, lo que evocó la respuesta. ‘Todas las palabras que nunca he dicho y que no voy a poder recordar’.
Yo no le dije que cuando no estuviera, las diría por él. Pero, aunque no las expresara, aunque no rebotaran en la montaña, recuerdo esas palabras nunca dichas y por eso escribo.
Me contó, hace ya mucho, que había nacido el primero, antes que nadie. Se desperezó como una trucha y, con los ojos achinados, miró a mi abuelo y le soltó: ‘Tienes el mismo nombre que yo, así que tienes que ser alguien importante’.
Así que, su padre, que no era padre hasta aquel preciso momento, le confesó su secreto: ‘Soy tu espejo’, le dijo, y el niño, mi padre recién despierto al mundo, sonrió. ‘Prométeme que será para siempre’, fue lo único que acertó a decir. Al fin y al cabo, tan sólo era un niño con un par de horas de vida, y aún no había aprendido a conjugar oraciones subordinadas.
Salieron de la choza donde nació, la madre, el padre y el niño, que estaba deseando encontrar una tiza para pintar el suelo. ‘Tanto espacio me agobia. Yo necesito un lugar pequeño donde anidar’.
Siguieron su camino, directos a casa, sin reparar en los deseos del niño. Tenía que acostumbrarse, el mundo es enorme, pocos espacios están vallados. ‘No siempre se puede tener lo que se quiere’, le dijeron, pero el niño no se conformó y les aseguró que si no quieres nada, es posible tenerlo todo.
Yo sé que su niñez fue un suplicio pero, al crecer, todo le parecía más pequeño cada vez, y sus piernas surcaban los caminos con menos pasos. Al hacerse mayor, iba achicando el mundo, hasta encontrar el premio.
Ocurrió un día, al conocer a la que sería mi madre, cuando confesó: ‘Tú eres todo lo que he estado buscando. Podría estar observándote toda la vida y no me cansaría, te lo juro’. Y ella, asombrada por haber encontrado un ser tan tímido, le cogió la mano y le obligó a viajar lejos. ‘Si de verdad me quieres, irás al espacio y me traerás una estrella’, le pidió, y mi padre, que era tímido pero no cobarde, se decidió a surcar el cielo montado en un barco de papel, al que llamó Cascaronte. Cuando regresó con la estrella, mi madre lo abrazó para sostener el tiempo, porque nunca creyó que fuera capaz (que nadie fuera capaz), y le prometió que se casaría con él, pero tendría que esconder la estrella porque daba demasiada luz. Así que, obligado a devolverla, volvió al espacio y la colocó en el primer lugar que vio, porque no se sentía cómodo en la inmensidad y quería volver cuanto antes, a su abrazo. Desde entonces, cuando mi madre la ve, allí en la inmensidad de lo negro, llora de felicidad, aunque algunos que no la conocen piensan que es por pena.
Dice mi madre que cuando mi padre me vio, justo al nacer, le extrañó que yo no le dijera nada, y que se quedó durante años observándome, hasta que al fin afirmé que ya era un hombre y que podríamos situarnos a la misma altura, sin necesidad de que me aupara.
Fue entonces cuando, en una especie de hechizo, cumplió todos los deseos que tuvo y se introdujo en la famosa caracola que llevo colgada del cuello. Allí, cuando él quiere, dice palabras ininteligibles que rebotan en los oídos de los demás, que se conjuran para obligarme a callarlo. ‘No se te entiende a ti si el que habla es tu padre’, dicen, pero yo lo ignoro y sigo adelante, guiado por la voz.
Y es su voz la que me dice que mi padre, sumido en la inconsciencia, con talle de alondra y cuerpo aletargado, mi padre de espino y de cordel, se cobija en mí como un pájaro que anida y que, al llegar la oscuridad, la busca porque lo conforta, porque es lo que siempre quiso.
Mi padre, que es tímido, que contaba historias que ahora son mías, que vive oculto porque vivió oculto, ya no sueña con futuros ni crea realidades porque soy yo, su espejo, el reflejo de su reflejo, el que las modela para él. Porque siempre quiso estar abrazado, escondido en el lugar más pequeño que exista.
Atravieso las espigas verdes, el mar lo veo a lo lejos, se adormece el horizonte, cobijado en un hilo. Y, al caminar, mi padre guarda silencio porque sabe, como bien me dijo hace años, que en los pensamientos de los pasos uno siempre encuentra la senda, y que nadie la puede borrar.
Pero entonces lo llamo y se asoma, me mira y me sonríe. ‘Nunca he estado mejor’, me dice, y yo continúo, abrochado al batir de las ramas de los árboles, tentado a parar en la roca a beber agua. Y, después, se hace de noche y la estrella sigue ofreciendo tanta luz.
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3
Desandar
María Sergia Martín González
Fue mamá quién aseguró haber escuchado tres golpes en la caja, justo en el instante en que se derramó la primera paletada de tierra. Aunque algunas vecinas trataron de tranquilizarla, porque entendían su dolor, ella gritó a los sepultureros que abrieran de inmediato el ataúd. A regañadientes, aceptaron mientras se hacía el silencio en el camposanto. Dentro, papá, ataviado con el mejor de sus trajes, recibía el aire fresco con una amplia sonrisa y un poco de carraspera. En vida siempre había sido un hombre cordial y afable y, cuando llegaba el otoño, su garganta acostumbraba a resentirse. ¡Bienvenido, de nuevo, maldito otoño!, fue lo primero que dijo. Le ayudamos a incorporarse entre mamá, don Anselmo, el viejo párroco, y yo mientras sacudíamos de su ropa la arena y los pétalos de rosa que habíamos depositado en el interior. Si bien a mamá se le desparramaron los ojos de lágrimas por volver a escucharlo, dijo muy enfadada que, si aquello era otra de sus bromas, tenía muy poquita gracia, que habían venido todos los vecinos, los de las partidas de las tardes, sus amigas de manualidades y hasta Paquita Peña, la que –según decían en el barrio– era una hija secreta de mamá.
Papá pidió perdón a todos los allí reunidos por el trastorno de tener que devolver las docenas de ramos y coronas que habían traído para despedirle. Se disculpó con afecto de sus compañeros de “mus” por no poder acabar el torneo e hizo un guiño a Paquita Peña. Dicen que le escucharon decir que cuidara de su verdadera madre y que no hiciese caso de pamplinas de chismosas. Luego, besó en los labios a mamá y explicó que había olvidado algo muy importante. Que no sabía muy bien qué era, pero que necesitaba recuperarlo antes de encomendarse al sueño eterno. No hubo manera de hacerle entrar en razón, ni siquiera cuando le dijimos que tía Margarita estaba siendo trasladada al hospital tras desmayarse al verlo salir de la caja. Un infarto, creo que afirmó uno de los sanitarios. Menudo susto se llevó la pobre. Después de velarlo durante toda la noche y hartarse de llorar con mamá mientras lo amortajaba, parece que su maltrecho y deshidratado corazón no pudo resistir más emociones.
Ya en pie, papá tomó a mamá del brazo y a mí me tendió la mano como solía hacer siempre que me llevaba al parque. Nos preguntó si queríamos acompañarlo a desandar parte de su camino. Yo le miré igual que se mira a un hombre mágico, capaz de conseguir que los pájaros del cielo volaran hacia atrás o que la lluvia, en lugar de caer y derramarse, ascendiera hasta las nubes y dejara seco el suelo. Confieso que, a pesar de no entender muy bien lo que quería decir, asentí entusiasmado solo por poder pasar más tiempo con él. Mamá lo apretó contra su pecho y los tres comenzamos a desandar juntos. Desandar, dijo, es como deshacer un camino hecho con anterioridad. Al principio, resultó complicado eso de poner un pie detrás del otro y retroceder sin tropezar, sobre todo a mamá, pero en cuanto descaminamos los primeros pasos parecía que lo hubiésemos hecho toda la vida. Mamá protestó un poco, pero a mí de divirtió eso de volver hacia atrás. Y así, descaminando, regresamos al tanatorio. Aunque preguntamos si alguien había encontrado algo, él dijo que no estaba allí lo que buscaba. Continuamos desandando hasta los últimos meses de hospital, hasta el camino que llevaba a los columpios del parque, a sus partidas de cartas por la tarde, a nuestra casa… Nada más entrar, comencé a llorar porque me sentía cansado y tenía hambre. Mamá me tomó en brazos, me dio la teta y me dejó durmiendo en la cuna. Papá buscó y rebuscó en cajones y armarios, pero tampoco lo encontró. Cuando salieron, sentí como un desvanecimiento que me hizo convertirme en una pequeña partícula cósmica y alzarme por encima de las nubes. Los vi retroceder hasta la iglesia donde ambos se prometieron amor eterno. Qué bonita estaba mamá vestida de blanco y él, qué elegante y apuesto.
En el mismo altar, se despidió de mamá y continuó descaminando solo hasta la fábrica donde trabajó toda su vida, a la estación de autobuses que lo trajo a la ciudad, al pueblo que tanto añoraba, a su fiesta de comunión, a los juegos en la calle… En la plaza, frente a una casona blanca de tejas azules, la misma que durante años nos había dibujado con palabras, unos críos jugaban a la rayuela. El más pequeño le invitó a acercarse. Papá negó con la cabeza, dijo que no podía, que antes debía recuperar algo muy importante para él y empujó el portón con decisión. Dentro, una mujer joven y bonita preparaba el almuerzo. Corrió a abrazarla por las rodillas con sus diminutos brazos.
—¡Madre!
—Avíate, zalamero, o llegarás tarde a tu primer día de escuela.
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4
Ronquidos
Juan Carlos Cuevas Zurita
El vecino que ronca por la noche, de doce a siete de la mañana, no deja dormir a nadie. No deja descansar ni a su mujer ni a sus hijos. Ha puesto en la cabecera de su cama llaves, dientes de ajo, vasos vacíos, llenos de agua y a medio llenar, medallitas del niño Jesús, etcétera.
Se levanta a las siete y media muy descansado mientras su sufrida mujer lo hace muy fatigada una hora más tarde.
—Qué mala cara tienes —dice.
—Es que no he pegado ojo —dice su mujer.
Prueba sin éxito inhaladores, cintas nasales, jarabes, pastillas y gotas homeopáticas. Comprueba que los ronquidos se van haciendo más y más exagerados. El inmueble de cinco plantas se convierte en caja de resonancia, de manera que ningún vecino puede ya descansar. Y todos los días se encuentra a alguna vecina que saca a relucir el tema.
—¡Hola, Charito! —dice a la vecina.
—¡Hola, vecino! ¿Sabes quién es el que ronca?
—Pues a mí me parece que es el del tercero izquierda —lo dice con naturalidad.
Ha llegado un momento en que el vecino ronca por la noche y por el día. Ya se ha cansado de visitar otorrinolaringólogos. El último le ha recomendado que haga una vida sana y con ejercicio físico. Ha empezado a montar en bicicleta, pero emite un ronquido al compás de cada pedalada.
El problema se agudiza, aunque el vecino saca partido de él: ya no puede hablar, pero hace del roncar una forma de comunicación. Todos sus empleados saben que un ronquido es afirmación, dos es negación y tres, a lo mejor.
—¿Sabes qué significan dos cortos y uno largo? —dice un empleado a otro.
—Te juro que no. Oye, igual ronca en Morse.
Ahora su ronquido es continuo, sin altibajos, y ya no se puede articular en lenguaje. De ninguna manera puede hacer vida social y se recluye en su habitación. Pero lo han localizado los servicios de inteligencia y se disponen a detenerle:
—Queda usted detenido por violación de la convivencia —vocifera el agente.
Como no puede dejar de emitir su ronquido mientras es esposado por el agente, éste se ha tenido que poner cascos de insonorización para detenerle.
Su familia no ha podido aguantar la ignominia y le ha abandonado. Pasa sus días en presidio y espera su condena.
—El Estado contra Rodrigo Roncal —abre el proceso el juez, que lleva los oídos tapados con tapones anti ruido.
El juicio no tiene más remedio que celebrarse con el reo amordazado. Se le pide que dé todas sus respuestas por escrito. Sin embargo, su abogado consigue del tribunal que se le deje hablar para hacer su declaración final y el público desaloja la sala presa del pánico. Sólo regresa a la sala cuando el reo acaba y se le vuelve a amordazar. El tribunal parece que se ha hecho eco del anhelo popular por la condena del vecino roncador y finalmente dicta sentencia:
—Se le condena a la pena máxima.
La ejecución se celebra al día siguiente. Es ajusticiado (por medio de una inyección letal) bajo un ronquido continuo. La vida se le va, pero no deja de roncar. Su mujer, que es de Granada, le ha puesto a la sepultura un Cristo del Silencio para ver si calla, pero hoy por hoy se le oye roncar desde allí abajo.
Pobres almas de alrededor, que se preguntarán por ese ruido tan molesto que hace su nuevo vecino. No saben lo que les espera.
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5
Un jardín es un jardín y un guardia urbano es un guardia urbano
Jordi Ciurana Fernández
En la rambla del Raval han podado las palmeras. Los jardineros han amontonado los despojos vegetales entre tronco y tronco y se han dicho los unos a los otros que ya los recogerán más tarde.
Dos chatarreros negros discuten en negro sentados en bancos individuales, enfrentados, tertulianos, cosidos de metal al suelo.
El espacio público no es mío, yo soy animal privado. El espacio público pertenece a los guiris rubios con gemelos igualmente rubios e igualmente guiris porque guiri se nace.
Una voz esquelética sale de una alcantarilla.
Un indigente tose.
Un corrillo de municipales en jarras.
No todos los caballos son de carne.
No todos los viejos tienen muchos años.
No todos los guardas jurado marcan paquete.
No todos los 100 Montaditos son exactamente iguales.
Una vez hubo un pintor que pintaba personas anormalmente gordas.
Ahora lo llaman belleza no normativa.
Uno de los municipales mira al vacío. Se reconoce en el vacío. De pequeño quería ser pintor, pero no lo confesó nunca a nadie. A escondidas sigue dibujando. Lo hace en los márgenes de los resguardos de las multas de tráfico que impone. Siente una honda debilidad por los animales y las plantas. Para él, la naturaleza es algo muy importante. La madre tierra, piensa casi todo el tiempo.
Los domingos pares se lleva a su hijo de cuatro años al monte y le habla de la flora y de la fauna locales. Dice esto es un colibrí, esto una encina, esto una egagrópila o caca de lechuza para los amigos. Le divierten esas anécdotas y al crío también, aunque todavía no las entiende del todo. Quería ponerle de nombre Ibai porque en euskera significa río, pero su mujer le convenció de que Ricardo era un nombre mucho más apropiado para una persona, para un ser humano, para un bebé que —con algo de suerte— luego, más tarde, devendría persona.
Unos domingos pares hace sol y otros muy distintos el cielo está nublado. Fíjate cómo cambia el paisaje con el tiempo, hijo mío, es un espectáculo —insiste— la naturaleza.
A mediodía comen tortilla de patatas. Al hijo le da la impresión de que a su padre le queda un poco seca, que el huevo está cuajado, demasiado cuajado. Pero aún desconoce que tiene derecho a exigir que la próxima tortilla sea más jugosa, menos corcho de patata, menos argamasa. Nunca sabrá de ese derecho heredado que tiene todo hijo por el mero hecho de ser hijo. A los dieciocho dejará de comer tortilla para siempre porque se hará vegano después de ver en un vídeo de Youtube como Ronald McDonalds destripa polluelos con sus dientes y se pega un festín de nuggets crudos con salsa de sangre de mariposa monarca sin invitar a ninguno de los niños africanos hambrientos que le acompañan en la mesa vestidos únicamente con un babero y unas gafas de sol de colores neón. El vídeo será un montaje, claro, la performance de una artista contemporánea etíope que criticaba precisamente la falta de humanidad de macroeconomía y el horror de la globalización, pero él se lo tomará muy al pie de la letra y así le irá en la vida.
Los domingos impares no sale de su apartamento. Pide el menú para tres de su restaurante de comida china de confianza y, mientras espera, pone orden a sus minúsculas obras de arte pintadas a boli sobre finísimos lienzos de colores rosa, azul y amarillo.
La secretaria que archiva esos resguardos, esas copias de multas, ha llamado a la empresa exterminadora de ratas para quejarse otra vez. Ella cree que las mordeduras aparecidas en los bordes del papel han de ser obra de un roedor. No sospecha del compañero artista. Ella no sospecha. Ya no. Solo sospechó una vez y al rato se sintió tan mal por ello que se clavó cuatro chinchetas en la lengua sin pensárselo dos veces. No se arrepiente para nada. Tenía la cartilla de vacunas perfectamente al día.
Carpeta de dibujos sobre lienzo azul, carpeta de dibujos sobre lienzo rosa, dibujos de mamíferos, dibujos de coleópteros, paisaje rural, pequeña marina en interior de casilla sí/no/ nosabenocontesta. Cada domingo impar ordena de nuevo todos sus dibujitos bajo una premisa nueva. De fondo se pone documentales de animales. Reproducción y supervivencia en condiciones extremas son sus temas favoritos.
Los domingos impares a las doce del mediodía llama a su hijito, que siempre le pregunta si el próximo fin de semana le dejará montarse en el coche patrulla y poner la sirena. La respuesta del padre siempre será ¿no prefieres que vayamos al monte? y algún día la respuesta del hijo será no.
Y entonces el padre llorará y se comerá sus propios dibujos para no comerse a su hijo.
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6
Currículum para el paraíso
Raúl Valiente García
¿Que debo aportar argumentos para que San Pedro me admita en el cielo? No, si ya lo escribió Larra: cuando tratas con funcionarios, siempre faltan papeles o debes volver al día siguiente. En fin, todo sea por no ir de ventanilla en ventanilla. Preste atención:
Vine al mundo un domingo en una familia conocida por su longevidad: mis abuelos, tanto los paternos como los maternos, vivieron más de dos siglos y nunca se cuidaron demasiado. Yo, como buen recién nacido, cuando conocí a mis padres, no se me ocurrió más que llorar. Mi madre, Severa, tenía mala cara, por el parto, supongo, y mi padre, Leocadio, no la tenía mejor, por el susto, imagino. Mientras daba a luz, mi madre me tejía una bufanda azul y blanca. Mi padre, acurrucado en un rincón del paritorio, escuchaba un partido con la radio Telefunken pegada a su oreja y sin quitarse el sombrero cordobés negro. El doctor, don Julián, vestido de árbitro, preguntaba cada rato por el resultado. Con ese nacimiento, a mí me dio por pensar que mi destino sería acabar de futbolista o de tejedor de bufandas de dos colores. Luego, en mi infancia, una enfermedad propia de los Gómez torció esa vocación: entre otras secuelas, me impedía tocar cualquier tipo de pelota. Además de ser incapaz de patear un balón o comer albóndigas, mi dolencia tampoco me dejaba pegar sellos con la lengua, dormir bajo techo ni mear sentado. De todo, lo más difícil de llevar fue trasladar a diario la cama al maizal detrás de casa. El resto de limitaciones apenas me causó trastornos y me dio no poco descanso.
Tras mi niñez, entre susto y susto de mis padres, nacieron mis dos hermanas, Luisa y Fernanda. Intuí por su llanto al nacer que la cara de mis padres no había mejorado. Mis hermanas tampoco podían pegar sellos con la lengua ni mear sentadas: toda su vida vistieron y actuaron como hombres para usar los baños masculinos. Con el tiempo, se dejaron barba y sólo respondían a los nombres de Luis y Fernando.
Me convertí en un adolescente tímido e inmune al acné. Empecé diseño de arco iris avanzado y cuando no aprobé las asignaturas, me matriculé como probador de baños públicos, que no pedía idiomas. Luis y Fernando o, si lo prefiere, mis hermanas Luisa y Fernanda, más tradicionales, se dedicaron a vestir santos, aunque intimaron con todos los solteros del pueblo. También, desde niñas, les gustaba apagar fuegos.
Muy pronto, dejé mi casa en busca de un pan con el que ganarme la vida, aunque yo el pan… ni para mojar las salsas. Pero me acostumbré a masticarlo, unas veces tierno, otras duro como los pies de un santo de los que vestían mis hermanas. Tuve distintos empleos, pero al final encontré trabajo en lo mío, en los baños del Museo de la Evolución Humana de Burgos. Era mucha tarea para una sola persona, pero siempre tuve las tripas un poco sueltas y no se me acumulaba el trabajo.
Mis padres envejecieron. La radio de mi padre cada vez fue más pequeña y más japonesa, mientras mi madre tejía una bufanda rosa con lana tomada del extremo ya tejido, por lo que nunca se terminaba ni la lana ni la bufanda. Mis hermanas, entre tanto santo, primero fueron monjas, después putas y, poco antes de morir, eran de nuevo vírgenes. Ocurrió poco antes de que Luisa y Fernanda cumplieran los noventa y cinco años: murieron jóvenes en un accidente, mientras pilotaban un helicóptero de extinción de incendios. En el entierro, mi madre se afanó con la bufanda rosa y mi padre, por respeto, bajó un poco el volumen del partido.
No me casé. Tuve cincuenta y cuatro novias, pero no fui de flor en flor, todas fueron relaciones estables y duraderas. Con la mayoría de mis parejas, llegué al altar, pero siempre trabajaba el día de la boda, ellas se cansaban de esperarme subidas a los tacones de novia y se fugaban con algún músico de la orquesta. No se lo reprocho, aunque dejaron de gustarme las verbenas y los zapatos altos. Mis padres, aunque habían costeado las ceremonias, no se tomaron mal mis plantones. Como me conocían, dejaron de comprarse trajes después de la vigésima boda malograda. En ese tiempo, mi padre había invertido en aparatos de radio en color, en piscinas descubiertas en Siberia y en la venta de ikurriñas en Sevilla. Se arruinó tres veces y era reacio a malgastar más dinero.
Y llegó mi jubilación. Mi último día de faena fue un martes. El viernes todavía no había ido al baño de mi casa, pero lo achaqué al cambio de rutinas y escenario. Tras el fin de semana, el lunes desperté molesto y, ya por la tarde, me resultó urgente evacuar. Por educación, no entraré en detalles sobre esa labor. Sólo le diré que, tras tanta contención, una vez mis tripas comenzaron su faena, no supieron parar. Vamos, siendo claro y en resumen: como Elvis Presley, fallecí sentado en la taza del baño, después de vaciarme durante tres días. Mi entierro fue el viernes pasado. Mi padre mostró respeto con el sombrero cordobés en la mano y, como ese día no había partido, escuchó en la radio a Juanito Valderrama. Mi madre continuaba la labor infinita de la bufanda rosa, pero ya empezaba a preocuparle la llegada del invierno antes de terminarla. Ese día los dos, Leocadio y Severa, estrenaban trajes nuevos, comprados a plazos, pero sin intereses. Como ya dije, mi padre era mucho de mirar el dinero.
En fin, no sé si San Pedro se contentará con este resumen. ¿Cómo dice?, ¿que cierran a las dos, ya son menos cuarto y falta recoger? ¡No me diga que debo volver mañana! ¿Que mañana es festivo? ¡Joder, ya lo decía yo, guárdete Dios de la burocracia!
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7
El coleccionista bizarro
Manuel Alejandro López López
Artemio Bizarro ha conseguido reunir la mayor colección privada de inutilidades y curiosidades. Cuando alguien le pregunta para qué sirven, responde que para hacerle único. No da ninguna explicación más.
En la última actualización de su catálogo puede leerse: “Un columpio sin niños; un barco naufragado en una botella de cristal; una compañía de soldaditos desertores de plomo; una bandera que no ondea; unas gafas de luna; estampas de jugadores de fútbol fracasados; un himno para apátridas; el autógrafo de una persona anónima; una entrada para ver un atardecer; una litografía de Venecia asfaltada; el carné de identidad de un broker con escrúpulos; una Biblia donde no aparece la palabra Dios; una fotografía de un perro paseando a su dueño; un San Pancracio en paro; una invitación para un divorcio por lo civil; un saco de boxeo de plumas; la radiografía del tórax de un poeta; una tarjeta de embarque en un avión de papel; un cuenta-nubes; un Monopoly versión comunista; un Buda de pie; un tarro que conserva aire cogido el 14 de julio de 1789; una cuna para adultos; un ajedrez republicano sin rey ni reina; un ojo de cristal que llora; una brújula que marca siempre el Sur; una sinfonía de una sola nota; una montura para caballos de mar; un sismógrafo de emociones; una horca para bonsáis; un rulo de Luis XIV; una Olivetti con las teclas A, M, O y R arrancadas; dos prótesis de brazos para la Venus de Milo; un tornillo del Telón de Acero; un taxidermista disecado y el currículum de un recién nacido. Pendientes de adquisición: el electrocardiograma de un enamorado, un Scalextric de cuadrigas y un tebeo protagonizado por un cobarde”.
*
Llevaba más de un año sin tener noticias de Bizarro, el inclasificable coleccionista de objetos inútiles. Hace dos días me llegó una carta suya, breve como el infarto de un colibrí, en la que me explicaba que había estado viajando para aumentar su catálogo con nuevas adquisiciones ya que, según él, “mi colección se estaba volviendo vulgar y anodina”.
Junto a su carta, introdujo copia de la ficha de actualización con las nuevas adquisiciones:
“Un peluche hosco y violento; una luciérnaga fundida; un Risk pacifista; un cañón afónico; una caracola donde se escucha la Quinta Avenida; un Neptuno que no sabe nadar; un tarro con el sudor de un francotirador; una gramática de la Real Academia de las Miradas; la vida laboral de un bohemio; un mono heroinómano; un despertador con remordimientos; la cartera de un carterista; el exvoto de un asesino a sueldo; la dirección de la sede de un fondo inversor sin ánimo de lucro; el congelador de un descuartizador; la cajita de betún de las botas de un militar golpista; un espejo roto por Gandhi; la tarjeta de visita de un fotógrafo ciego; la agenda de un anarquista; la talonera que utilizaba Aquiles; la grabación de un almuédano con vértigo; un gallo con jetlag y un maniquí que suda serrín. Desafortunadamente no pude hacerme con el cuaderno de caligrafía a espada de El Zorro ni con la patente del primer pegamento de la historia firmada por Merlín”.
*
Siempre me han provocado ternura los locos como Artemio. Quiero tener un detalle con él, así que le enviaré tres piezas que conservo en casa: el monóculo de Simone Mareuil, un calendario de tareas de André Breton y una pila líquida del reloj de bolsillo de Dalí.
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8
El quinto
José Manuel Dorrego Sáenz
Nada más entrar en el ascensor, el botones me lanzó la pregunta a la cara, directa como una bala:
—¿A qué piso va?
Odio a la gente que pregunta directamente, como si quisiera quitarte de su vista lo antes posible.
—No estoy seguro—le dije—¿Usted cual me recomienda?
Enseguida noté en él un cambio de actitud, como si estuviese agradecido de que alguien le respondiera algo más allá que un frío número de piso.
—Pues verá—, dijo—, los tres primeros pisos no se los recomiendo porque son familias desestructuradas, usted ya me entiende. Los del cuarto sí son una familia modélica, de esas que tienen segundas y hasta terceras residencias y muchos hijos muy rubios que van a colegios franceses y alemanes, pero por lo que tengo entendido, no son muy amigos de las visitas inesperadas. Y a partir del sexto ya son todo oficinas. Supongo que no habrá venido hasta aquí para terminar en una oficina.
—Evidentemente, no. ¿Y el quinto? —, dije.
—No sabría decirle. Es un piso muy heterogéneo. Suben y bajan mucho, pero en cuanto empiezas a quedarte con sus caras ya no les vuelves a ver.
—Pues al quinto, por favor—, respondí.
Y desde entonces vivo instalado en el quinto piso. Ciertamente, es un vaivén de gente y cuando comienzas a intimar con alguien, de repente, no vuelve a aparecer. Pero siempre me ha gustado esa alegría con la que reciben a todos los que llegan, cómo te miran: como si llevasen toda la vida esperando tu visita.
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9
Naturopatía
Susana Rosique Díaz
—¿Es grave, doctor? – pregunto, mientras retuerzo mis nudosas manos.
—Bueno, según se mire.
—¿Qué quiere decir eso?
—¿Le gustan las castañas?
—Pues ni fu ni fa. ¿Por qué?
—Ejem… vaya. Está usted atravesando un episodio de castanea sativa. Puede ser algo transitorio, o derivar en un proceso crónico; aún no podemos saberlo con certeza.
—¿Un castaño?¿No podría ser un malus domestica?
—¿Un manzano? Me temo que no; es lo que toca. ¡Pero alégrese! Un castaño puede vivir diez veces más años que un manzano.
—Entiendo… ¿y qué me recomienda?
—Cuídese de los gorgojos y otras plagas: llévese esta receta. Y vaya acostumbrándose al sabor de las castañas, ¡en adelante va a disfrutar de una gran provisión de ellas!
—¿Eso no sería antropofagia?
—Técnicamente, no.
Crujiendo, me incorporo bruscamente y le arrebato la receta. ¿Será alcornoque? Franqueo la puerta en dos zancadas, dejando un reguero de hojarasca. El zorzal y el herrerillo que ya anidan en mi cabeza pían airados. Esto no tiene buena pinta. En fin, buscaré una bonita parcela en mi tierruca y echaré raíces.
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10
Trinidad (mi barrio)
José Luis Ramírez Álvarez
DIOS es UNO (*)
DIOS = 1
1 + 1 = 2
1 + 1 = DOS = D + O + S
Sumando uno tenemos:
1 + 1 + 1 = DOS + 1 = D + O + S + 1
Por la propiedad conmutativa de la adición:
D + O + S + 1 = D + 1 + O + S = D1OS, luego
1 + 1 + 1 = D1OS
Pero 1 + 1 + 1 = 3
Luego D1OS = 3
DIOS es TRINO (**)
De (*) y (**) deducimos que DIOS es UNO y TRINO.
Quod erat demonstrandum.
Amén.
Amen.
Eso.
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