La anécdota que como cada martes abre esta sección podría haberla firmado hoy perfectamente Manuel Machado, pues se nutre de su dietario y de su extraordinaria capacidad para coquetear con el exabrupto. Cuentan que cuando la Hispanic Society of America le encargó al pintor Joaquín Sorolla que hiciese un retrato de su hermano Antonio, Manuel Machado se acercó al taller del pintor valenciano en Madrid para contemplar el boceto. Parece ser que Joaquín trabajaba incansable, según cuenta el propio Manuel, en varias obras y en varios talleres. Así que allí, maravillado ante las prodigiosas obras de Sorolla, pudo ver por fin el retrato de Antonio Machado, y paradójicamente quedó espantado. Intentaré hablar con nuestro querido Miguel, editor en Zenda, para que ilustre el artículo con dicho retrato. En él podrán ver a un Machado elegante, vestido de frac, con una especie de mueca chulesca, lejos de la esencia de hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno, y de su legendario torpe aliño indumentario. El retrato, a ojos de Manuel, no acertaba a captar el alma de Antonio.
Se celebra este año el centenario de la muerte de Sorolla, quien dejó este mundo en la sierra madrileña un 10 de agosto de 1923. Su muerte causó un impacto brutal en la sociedad de la época (invito a los lectores a que busquen las instantáneas del paso del cortejo fúnebre del pintor por Valencia). Tres años antes, en 1920, el artista se vio impedido para siempre, al sufrir una hemiplejia mientras terminaba otro encargo literario, esta vez el retrato de la mujer del escritor Pérez de Ayala. Nunca pudo volver a pintar, privándonos así, con injusta parálisis, de uno de los movimientos de pincel más inspiradores que hubo de dar el prolífico siglo XX artístico. Pero volviendo a la anécdota que abre hoy las Romanzas, la subrayo con especial énfasis no por la falta de talento para «la honda percepción de las almas que sola da vida a un retrato», que diría Manuel Machado, sino para remarcar, copiando otra vez al poeta sevillano —ya avisé, merece firmar este texto—, su talento para captar formas y luces, «juegos de sol que ninguna otra retina conseguiría apreciar».
Sorolla es aire. Pero no aquel aire de Velázquez en Las Meninas, sino movimiento de levante al servicio de las formas que con él se mezclan, brisa que modifica a cada instante la naturaleza viva. Sorolla es entender la luminosidad que ningún lienzo supo descifrar antes, detener las mismas siluetas que surcan el Mediterráneo desde que la civilización es civilización, mezclar en la paleta los mismos colores que uno percibe al amanecer desde Cádiz hasta Beirut. Sorolla es la fugacidad de un gesto que ya se marcha, pero que deja en la memoria de este país de contrastes constancia de vidas sencillas y cotidianeidades maravillosas. Su gama cromática, inolvidable e inimitable, se enfrenta a la tenebrosidad de Zuloaga y otros noventayochistas literarios empeñados en cubrir de negro el país. Sorolla veía otra España: la de los mundos sutiles, la de la vida mediterránea, ávida de cielos azules y arenas doradas. Aquella que, como dijo Machado, no vivía tanto del camino, sino de estelas en la mar.
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