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Soldados - Eduardo Martínez Rico - Zenda
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Soldados

Llevaban días esperando el encuentro del ejército enemigo, y cuando se produjo no pudieron hacer nada por evitar la masacre. Todas las tácticas preparadas resultaron inútiles a la hora de responder el ataque, y sin embargo fue negligencia… —Nuestro Jefe nos va a castigar. Es un hombre terrible, más para nosotros, los suyos, que para...

Se retiraba silencioso el ejército del campo de batalla. La lucha, que hubiera durado horas de ser favorable, se resolvió en un ataque por sorpresa, una auténtica masacre. Los soldados no pudieron responder a las acometidas que, desde todos los flancos, se concentraban sobre ellos. No se había previsto tal tipo de ataque y ahora se veían las consecuencias. Todos, en la retirada, se preguntaban cómo iba a reaccionar el Jefe. Éste iba en cabeza de la columna, con la suya todavía alta, y los ojos resplandecientes en un ambiguo pensamiento.

Llevaban días esperando el encuentro del ejército enemigo, y cuando se produjo no pudieron hacer nada por evitar la masacre. Todas las tácticas preparadas resultaron inútiles a la hora de responder el ataque, y sin embargo fue negligencia…

—Nuestro Jefe nos va a castigar. Es un hombre terrible, más para nosotros, los suyos, que para los enemigos.

—Comprenderá que el ataque fue por sorpresa, aunque lo hubiéramos estado esperando desde hace días.

—El militar jefe no entiende de disculpas cuando está haciendo la guerra, no entiende de derrotas. Ya sabes lo que hizo la última vez con su anterior grupo. Dicen que los buitres no daban abasto con los cadáveres colgando.

—Sí, pero también recuerdo cómo fue el primero en animar a sus hombres al inicio de la Revolución. Fueron severamente derrotados, y él los arengó para que olvidaran lo ocurrido.

—Como bien has dicho, eso fue al principio de la Revolución. Él no era el jefe que es, el Jefe. De no haber actuado así la Revolución no habría continuado.

—También premia a los buenos soldados…

—En la victoria. En la derrota, horcas y buitres.

—Creo que eres injusto.

—Lo que espero es estar vivo mañana a estas horas.

Una conversación como ésta se desarrollaba en todas las parejas del ejército, en todos los grupos. El paisaje era árido e invitaba poco a los optimismos. Los muertos y los enfermos se agolpaban en desvencijadas carretas. El pelotón dejaba a su paso el reguero de suciedad del perdedor. El Jefe, en su caballo, siempre en cabeza, miraba al frente. Tenía la ropa hecha jirones, pero la majestad entera; en su mirada un pensamiento ambiguo.

Había hecho fortuna como soldado mercenario. Al principio no fueron los ideales los que le empujaron a llevar este tipo de vida. Pero luego se fue dando cuenta de que todavía quedaban  cosas por las que luchar. Cuando los rebeldes se levantaron en armas, él fue uno de los primeros en unirse a ellos. Al poco tiempo ya era uno de los caudillos. Se convirtió en un hombre respetado, y su crueldad, como decían algunos, era una crueldad justa; sin ella no hubiera podido llegar a donde estábamos. La derrota no entraba en su vocabulario. Cuando se pierde es que se ha hecho algo mal. Se arregla, se toman decisiones, y se vence. Tenía una teoría bélica muy sencilla, muy rudimentaria, pero esto no había impedido que fuera el más ilustre de los Jefes, el más temido, pero también el más venerado. Una vez, en una campaña, estando sus hombres descansando en un pueblo, uno de ellos violó a la hija adolescente de unos campesinos. El Jefe, sin ningún asomo de duda, hizo que el soldado se casara con la chica. Luego mandó que le cortaran la cabeza y la colocaran en lo más alto de la torre de la iglesia, allá donde la cigüeña coloca su niño cuando viene el buen tiempo. La deshonrada dejó de serlo al convertirse en una viuda prematura que había tenido un marido poco respetuoso. Historias como ésta contaban muchas en el ejército. El Jefe tenía sus lecturas…

Estaba previsto que llegaran a un pequeño poblado desde el que podrían reorganizar sus filas. Enterrar a los muertos curar los heridos y buscar respuestas a los interrogantes de la derrota. Tal vez, pensaban los hombres, hubiera que cavar más fosas de las previstas.

En aquel país, había sido uno de los privilegiados que había propiciado el sistema injusto. Pertenecía en origen a la clase explotadora, y por ello tuvo la suerte de recibir una educación esmerada que supo aprovechar. No pudieron imaginar sus educadores de qué manera iba a emplear las poderosas armas que le dieron. Tras una infancia regalada y una adolescencia en la que ya se adivinaba el ánimo impetuoso que habría de tener, fue en un viaje al extranjero cuando tomó la decisión de cambiar de vida. El mercenario, el caudillo militar, vinieron después. Al fin y al cabo, pensaba él todas las noches, el suyo no había sido un caso aislado. Otros jefes de la Revolución habían surgido de los que ahora eran los enemigos. Las luchas más atroces se acaban desencadenando entre hermanos, entre los que se conocen bien. En el fondo, reflexionaba, peleaba, para convencerse de que era diferente a ellos, cuando realmente, concluía, no era más que una rama desgajada del árbol fuerte que pretende crear otro árbol.

Los soldados miraban a su Jefe desde la posición de peones que han dejado de proteger a su Rey. La columna avanzaba lenta y silenciosa, con palabras apenas dichas, reprimidas en un murmullo que no se atrevía a alzar la voz. Todos pensaban lo mismo, y seguramente el Jefe estaba pensando en lo que ellos pensaban. Pero el Jefe no movía su enorme cuerpo, los ojos siempre fijos en un pensamiento ambiguo, la cabeza más erguida que la de su caballo.

—¿De verdad piensas que va  a matar a unos cuantos, que nos va a torturar? Somos su ejército. Un ejército de muertos no gana una Revolución.

—No, pero los jefes piensan que los malos soldados son como una gangrena que se va extendiendo, poco a poco, hasta que acaba por enfermar a todo el cuerpo. Entonces, creen, es mejor cortar los miembros gangrenados y esperar a que crezcan de nuevo.

—El Jefe no es un matasanos, un asesino no habría llegado a donde está él. Si le respetamos tanto es porque nos ha demostrado justicia cuando no la esperábamos.

—La muerte también puede ser un acto justo.

—Bastante muerte ha habido ya entre nosotros.

Contaban que el Estado le había propuesto un alto cargo si abandonaba las armas y volvía al redil. A partir del ofrecimiento fue aún más cruel, y acometió con mayores fuerzas a los ejércitos enemigos. Ya no se trataba de luchar contra la explotación. Hasta la guerra precisa de unas formas, unos modales que hay que exteriorizar. El Gobierno había olvidado que él era alguien educado por ellos, y en la educación recibida estaba implícito el respeto por el compromiso personal. El Estado había cometido un grave error, y la tierra estaba manchada con la sangre de ese error.

Caminaba silencioso el ejército por los campos. ¿Por qué los explotadores no habían advertido la presencia cercana del enemigo? ¿Cómo fue que los soldados no pudieron reaccionar a tiempo? En la rigurosa instrucción se adiestraba para este tipo de ataque. Un buen ejército debía estar preparado para esta clase de embestidas. Los soldados sabían todo esto, pero cuando el enemigo asomó entre las bajas lomas perdieron su seguridad. No tuvieron tiempo de utilizar los fusiles, apenas de desenvainar las espadas. Fueron aplastados como moscas. El Jefe también conocía los pros y los contras, pero él no mandaba un destacamento de moscas. Iba en cabeza, y su mente, una vez más, semejaba vacía de ideas, como si no le importara lo que había sucedido a su alrededor, lo que tanto miedo daba a sus hombres. El cabalgar pausado le otorgaba el aire espectral del que no vive ya entre los vivos.

—Dicen que siempre que va a tomar una resolución feroz muestra ese rostro impávido. La ausencia de color en su semblante parece presagiar un duro escarmiento.

—Yo siempre lo he visto así cuando no está batallando. Encima del caballo el Jefe no es como nosotros. Pertenece a una esfera desconocida. Ahora no es la guerra lo que le preocupa.

—Estamos llegando al pueblo. Pronto saldremos de dudas. Por lo que ocurriera, quiero nombrarte mi heredero universal, que no es decir mucho. Todo lo que llevo conmigo, en caso de que mañana no esté aquí, te pertenece.

—Te estás poniendo trágico. No te parece que ya ha habido bastante tragedia.

—En una guerra, la tragedia sólo acaba cuando se ha firmado la paz. Y para algunos ni entonces.

Había tenido que modificar el itinerario para evitar el exterminio  total de sus hombres. Ahora el enemigo tenía vía libre para atacar importantes puntos estratégicos. Le habían encomendado la defensa de esos puntos. Sería necesario dar un rodeo, mientras se curaban los heridos y se reclutaba a nuevos soldados, antes de volver a la carga. El imprevisto trastocaba los planes del Jefe, y las órdenes recibidas carecían ahora de valor. Había algo que temía el Jefe más que a la propia muerte, mucho más: el ridículo. Y en un momento en la batalla, inconscientemente, no pensó en el número de bajas de su ejército sino en el ridículo que podrían estar haciendo. Pero el Jefe no era un loco. Se reprochaba, sin duda, haber sido sorprendido él también, aunque la mayor negligencia había sido de los exploradores, que no habían visto al enemigo siguiendo sus pasos.

El pueblo era uno de los municipios que se habían adherido a la causa revolucionaria al comienzo de la guerra. Recibió al ejército alborozadamente, y lo desastrado de su aspecto no impidió que la gente animara a los soldados como si vinieran de una espectacular victoria. El Jefe se dirigió a la plaza, donde debería hablar a sus hombres. Era el momento que todos estaban esperando, sobre lo que habían pensado y hablado durante la ignominiosa retirada. Quisieron creer que en realidad fue digna, que no hubo otra solución. Los soldados aguardaban con terror las palabras del Jefe, que pareció despertar de la ausencia anterior. Sus ojos se iluminaron, la cara cobró color, y su cabeza por fin parecía albergar un pensamiento no ambiguo.

—Soldados…

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Eduardo Martínez Rico

Nació en Madrid en 1976. Se licenció en Filología Hispánica en 1999 por la Universidad Complutense de Madrid, y se doctoró en Filología, por la misma Universidad, en 2002. Es autor de 17 libros publicados, de novela, biografía y ensayo. Entre sus obras se pueden citar las novelas históricas Cid Campeador y Fernando el Católico. El destino del rey, su ensayo La guerra de las galaxias. El mito renovado y su biografía Pedro J. Tinta en las venas. Ha sido profesor del Instituto de Empresa y de la Universidad de Mayores del Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de Madrid (Literatura Española).

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