Una de las facetas menos exploradas de la vida de Antonio Machado es su papel como profesor. Cuentan los que lo vivieron que era un desastre, y que era llamado «Cenicienta» por los alumnos dado que solía quedarse dormido en clase con la ceniza del tabaco manchando las solapas de su chaqueta. Sin embargo, el secreto de su docencia iba más allá de grandes oratorias y discursos afilados. Era su ética pedagógica más templada y profunda, como bien definió él mismo en su Mairena, obra en la que se dan cita dos profesores apócrifos más, el propio Juan de Mairena y su maestro Abel Martín. Allí, motivado por sus años en el Instituto de Libre Enseñanza, donde la enseñanza decidió fluir por otros cánones, Machado deja escrito: «Vosotros sabéis que yo no pretendo enseñaros nada, y que sólo me aplico a sacudir la inercia de vuestras almas, a arar el barbecho empedernido de vuestro pensamiento, a sembrar inquietudes, como se ha dicho muy razonablemente, y yo diría, mejor, a sembrar preocupaciones y prejuicios; quiero decir juicios y ocupaciones previos y antepuestos a toda ocupación zapatera y a todo juicio de pan llevar».
Ha sido publicado recientemente el informe PISA que elabora cada tres años la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) donde se evalúan las capacidades básicas del alumnado de los países que forman parte de dicha organización. Hablando sin palabras esdrújulas: ha sido un desastre. Básicamente se ha producido un descenso medio de los países de la OCDE de 17 puntos en matemáticas, 11 en lectura, y 4 en ciencias. La cosa es aún peor en el ámbito de la Unión Europea, pues se baja una media de —agárrense a la silla— 20 puntos en matemáticas, 14 en lectura y 6 en ciencias. España también baja, por supuesto. Y qué decir de nuestra querida Hispanoamérica —que me consta también se da cita aquí en Zenda con rigor—: Chile, México, Costa Rica y Colombia ocupan los cuatro últimos puestos del ranking. Que la educación se está yendo al garete es algo que venimos denunciando en estos renglones semanales desde hace años, y ver cómo ahora les ponen cifras a las sensaciones es como pasar el algodón por la superficie mugrienta.
Hemos abandonado ese espíritu machadiano de sembrar inquietudes, dudas y juicios que desacrediten el dogma. Auspiciados por las nuevas tecnologías, hemos desarrollado una vaga capacidad crítica: que multiplique la calculadora, que interiorice Wikipedia, que lean los podcasts, que imagine el videojuego y que me guíe interiormente el programa televisivo de las nueve. Se destruyen las humanidades, se mercantilizan los contenidos y se deja un rollo flower power en cada clase que impide a los alumnos enfrentarse ideas contrarias a su axioma. Esta nula capacidad para afrontar conceptos que supongan un obstáculo para nuestro intelecto llega, por supuesto, a la política, con una masa electoral que no cuestiona prácticamente nada de cuanto llevan a cabo sus gobernantes, con programas de tele y radio que sólo satisfacen la comodidad intelectual del hombre de a pie, apuntalando sesgos de confirmación y, de paso, azuzando a los extremos cada vez más dogmáticos. Dicho de otro modo: para los políticos, el resultado de este informe es cojonudo. Me encantaría acabar, querido lector, con un canto optimista y un párrafo cargado de soluciones. Pero no soy capaz: la cosa pinta mal, me temo, y cada vez hay menos Machados para ponerle remedio.
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