Blade Runner, la obra fílmica dirigida por Ridley Scott en 1982, y ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas? (Do Androids Dream of Electric Sheep?), del escritor estadounidense Philip K. Dick, se parecen, como diría el castizo, lo mismo que una pelota a una onza de chocolate. El editor y traductor de la versión española de esta novela, Julián Díez, ya tuvo ocasión de explicarlo con claridad.
Algunas voces autorizadas de la narrativa europea del siglo XX terciaron ante la polémica suscitada entre defensores y detractores de Dick. De un lado, el novelista francés Emmanuel Carrère llegó a afirmar que Dick, durante la redacción de su libro, alternaba el consumo de anfetaminas (para trabajar) con el de tranquilizantes (para dejar de trabajar), algo que se aprecia en las recriminables carencias técnicas y en las poco afortunadas repeticiones que se observan en la versión inglesa.
Para el polaco Stanisław Lem, el autor de esa joya de la ciencia ficción titulada Solaris, el libro de Philip Dick es un texto demasiado ambiguo, hasta el punto de convertirse en irrelevante. Y, finalmente, para el escritor croata Darko Suvin, la lectura de ¿Sueñan los androides…? resulta excesivamente simplista en el plano ideológico, y un tanto cobarde al no identificar a los androides con las clases oprimidas.
El rodaje de la película se inició sin que el autor del texto original fuera informado. Y ahí empezaron sus quejas. “Habéis destruido mi libro”, fueron algunas de sus primeras palabras. Su actitud fue, a partir de entonces, beligerante. Y más aún cuando pudo enterarse de que Ridley Scott ni siquiera había podido acabar la novela, porque era demasiado difícil y compleja.
Cuando ya había bastante metraje rodado, a alguien se le ocurrió la genial idea de invitar a Dick a las instalaciones de Douglas Trumbull, encargado de los efectos especiales, para que viera unos veinte minutos de película. Hasta allí, acompañado por su novia de entonces, se encaminó en limusina el novelista. Y se produjo el ansiado milagro. Dick pidió que repitieran el pase y exclamó al acabar: “¿Cómo es posible algo así? ¿Cómo lo han hecho? No son las imágenes exactas que había en mi cabeza, pero sí tienen la textura y el tono que yo percibía cuando escribí el libro”. Y sobre Sean Young, la genial actriz que encarna a su personaje Rachael Rosen, asegura: “Es como si me hubieran sacado el cerebro y hubieran proyectado mis imágenes en una pantalla”. Sin embargo, Philip Dick nunca llegó a ver completa Blade Runner. Ni más imágenes que esos escasos veinte minutos que lo deslumbraron, ya que falleció tres meses antes de la fecha de los primeros pases previos.
Hay constancia de que Harrison Ford, a lo largo de los años, se negó en distintas ocasiones a hablar de Blade Runner, salvo para señalar que fue una de las peores experiencias profesionales de su carrera. Sin más explicaciones.
Es evidente que existen ciertos libros —y el de Dick es, a mi entender, uno de ellos— que por las misteriosas razones que fueren, sin ser obras rotundamente geniales, deslumbrantes, verdaderos clásicos, se convierten, casi de la noche a la mañana, como por arte de magia, en iconos de toda una generación que las adora y venera. Ejemplos hay de sobra. Como El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, Siddhartha, de Hermann Hesse o En el camino, de Jack Kerouac. Todas ellas magníficas novelas. Pero, sin ánimo de ofender, nada del otro jueves.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: