Son las siete de la tarde. Es domingo, día de revista. Obedece al tiempo del sargento alemán —esa presencia que grita en mi mente desde que tengo uso de razón— cuando llega de visita. Una voz que increpa, una criatura que reprocha con la energía de un recién nacido y la furia de un demonio. «La estructura es débil». «Es un lugar común». Ahí está, caminando a paso de ganso, ante el escritorio donde escribo.
En unas semanas llegará a las librerías La isla de Dr. Schubert (Lumen), un relato urgente, un fogonazo, una imposición, un libro desbocado. Comencé a escribirlo hambrienta, con los dientes bien afilados para roer un nuevo diccionario. De aquel proceso conservo, como un refugio, las historias que leí mientras lo escribía: Stevenson, Homero, Ovidio, Conrad, T. S. Eliot, Borges… A veces los retomo, como quien pierde pasos y busca cobijo. Pero cada libro es intemperie, y en este nuevo arranque miro la estepa tanteándome los bolsillos.
¿De dónde se extrae una voz cuando otra aún grita? ¿De dónde proviene el nuevo tono, de qué garganta emerge? El lugar que ocupan las palabras en el mundo no es fortuito. Para existir, el lenguaje de una nueva novela tiene que arrasar y asolar al de la anterior. De lo contrario nada crecerá. De pie ante un escritorio que no termina de cuajar, me pregunto cómo y de qué forma un autor aprende a cortarse la lengua e inventar una nueva.
Hay que ser osado, frívolo y pagado de uno mismo para empujar una historia solo con estilo, pero sin estilo no hay forma de emprender viaje. Sin nervio ni desgarro poco se puede hacer por una novela. Con un ejemplar de El papel pintado amarillo, de Charlotte Perkins, escudriño, rompo y deshago fibras, busco en voces extrañas una que pueda ser la mía y la de otros.
La escritura es aquello que se manifiesta tras pasar por la membrana de lo vivido. Y en esa delgada tela intervienen muchas cosas: lo leído, lo dicho, lo presenciado… De pie ante una mesa servida de los libros se descifran muchas cosas: la historia que está por llegar, aquella que quedó atrás escribiéndola y el taconeo de ese sargento alemán que se pasea, preguntándonos a gritos dónde está el resto. Es preciso ser amable con él, ofrecerle una taza de café y seguir trabajando.
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