“Debido a que prestamos demasiada atención a los defectos de los demás, morimos sin haber tenido tiempo de conocer los nuestros”, decía La Bruyère, que era un sabio propenso a la sátira; también aseguraba que la vida era una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan. Luego de las primeras fases del duelo —la negación y la ira—, surgen las primeras briznas de una autocrítica en el progresismo argento, y también, por cierto, en el kirchnerismo encarnizado. Una de la más consistente de todas proviene de un sociólogo con rara honestidad intelectual, sobre todo dentro de un cardumen que prefiere ocultar sus defectos más evidentes y practicar el silencio para no ser “funcional al neoliberalismo”. Pablo Semán, factótum del imprescindible ensayo “Está entre nosotros” (Siglo XXI) desplegó estos días en el canal Blender argumentos que a los militantes les parecerán herejías: “Hay toda una generación de argentinos que gozó la época buena del kirchnerismo, pero sus hijos ya han vivido con problemas espantosos, como el cepo y la inflación. ¿Cómo no iban a ganar los libertarios si cada uno de los últimos tres presidentes no hizo más que duplicar la inflación del anterior?”. Y apuntó otros errores: la caída del empleo juvenil que empezó en 2011, la inseguridad —“un problema enorme”— y la calidad de los servicios públicos, que “cada vez funcionan peor”. Pueden sonar a obviedades, pero atruenan como cañonazos dentro de esa burbuja, que durante los últimos quince años fue refractaria a la crítica, negando todos y cada uno de estos problemas y combatiendo a quienes se los señalaban: no eran asuntos de sentido común sino “preocupaciones de la derecha”. A esto se añade el concepto de su colega, el politólogo José Natanson, quien escribió un artículo donde sucgiere que el peronismo debería reconciliarse simbólicamente con Mercado Libre.
Son señalamientos que abren ventanas en un edificio cerrado al vacío donde sólo se escuchaban los ecos propios, y amueblado con supercherías políticas y económicas, ya vetustas en la última parte del siglo pasado. Sí, compañeros, la inflación existía y era nefasta, el cepo fue una locura, la improductividad se convirtió en una descomunal fábrica de pobres, la ideologización de la seguridad transformó en carne de cañón a los más humildes, el Estado daba prestaciones cada vez más degradadas y las empresas no debían presentarse como las enemigas sino como las socias del crecimiento. Simples conclusiones que no exigían de ninguna lumbrera de las ciencias sociales, sólo de un poco de cordura y buena fe. Semán y Natanson ejercen esas virtudes en medio de las ruinas humeantes de un régimen que implosionó, y a ninguno de los dos les gusta La Libertad Avanza, aunque estudian el fenómeno con rigurosidad. Semán cree, a su vez, que se trata de un “proyecto revolucionario”. La idea de que la derecha puede apoderarse de la palabra “revolución” produce escozor en la izquierda vernácula, anestesiada de clichés añejos. Por otra parte, todo lo que el sociólogo ve en los libertarios cualquiera puede reconocerlo en los propósitos cristinistas: copamiento del poder, violación de las reglas y constitución de un grupo que se concibe a sí mismo como dueño monopólico de la verdad histórica: “Los vamos a llevar al paraíso a patadas en el culo” (sic). Y todo esto inscripto en una rebelión plebeya contra las élites, un movimiento de los segmentos de abajo contra los de arriba, como una especie de 17 de octubre invertido, donde la oligarquía política —principalmente la peronista— ocupa el lugar de los ricos de antaño. Precisamente en esas playas del Movimiento comienza a haber mucho ruido; el articulista Esteban Schmidt reveló esta semana el pensamiento íntimo de Andrés Larroque: “En el peronismo estamos transitando una profunda derrota cultural”.
El antiguo gladiador de La Cámpora admite que les cuesta explicar hoy en qué consiste la justicia social, bandera suprema del justicialismo, a la vista de la pauperización explosiva de los últimos años. Y plantea la necesidad de debatir cómo el último gobierno kirchnerista le facilitó la operatividad al mileísmo para limar a Juntos por el Cambio: no confrontaron al libertario en momentos clave, colaboraron en algunos municipios para el armado de listas y le cuidaron el voto el día de los comicios, y hubo también “algún financiamiento indirecto de parte de candidatos peronistas que en sus provincias querían bloquear” el desempeño de la coalición republicana; terminaron así encumbrando a una secta de la extrema derecha.
Agrego de mi cosecha algunos errores enquistados en la lógica kirchnerista que explican su estruendoso fracaso: vivir el puro presente sacrificando el futuro y apostando por un pasado mítico que ya a muy pocos importaba. El peronismo fue regresista en base a la vieja idea de que, décadas después de su apogeo, el “pueblo peronista” seguía apegado a la evocación de los “años dorados” y agradecido eternamente por los gestos de la Fundación Eva Perón. El nuevo sujeto histórico del siglo XXI es desmemoriado y no guarda gratitudes tan largas, y no sólo reclama gratificaciones instantáneas, sino que ahora pugna por una idea de futuro. La inmensa mayoría se autopercibe de clase media —los que se cayeron, lo que se caen, los que no se quieren caer, los que zafan del temblor— y el peronismo desatendió esa cultura social y mantuvo activo un viejo prejuicio: la “clase mierda” y el “medio pelo” eran la antipatria. Dándole la espalda a la clase media virtual o real, y fundamentalmente a su anhelo más congénito y visceral —el progreso, que les parecía a los kirchneristas un valor retrógrado y meritocrático— estaban incubando su propia destrucción. Las masivas movilizaciones que sacudieron esta semana la política fuero trufadas justamente por la clase media y en nombre de uno de sus máximos ideales: la educación pública, última esperanza de mejorar y ascender de la mishiadura a la dignidad. Hasta Eduardo Jozami, antiguo intelectual de Carta Abierta, pide en el epílogo de su flamante libro De Alfonsín a Milei (Eduntref) una “profunda renovación” en el eje peronismo-kirchnerismo y asumir “debates postergados como la corrupción”.
Todo este espinoso autoexamen que ha comenzado, y de cuyo ejercicio por ahora no participa el resto de la oposición, marca el fin del estupor y también el reconocimiento de que lo relevante no es descifrar a Milei —la punta del iceberg— sino el fenómeno sociológico que lo encumbró, y que posiblemente lo sobreviva, como el bolsonarismo sobrevivió a Bolsonaro. Al respecto, las “fuerzas del cielo” deberían examinar las razones del centrismo brasileño —harto de hostigamientos, impericias y dislates— para hacer causa común con el Partido de los Trabajadores (PT) y vencer en las urnas al populismo de derecha. Es interesante, en ese sentido, una conjetura del gran cientista político Daniel Lutzky, quien sugiere que la entronización del libertario fue posible por una debacle, que su ocaso será producto de otra, y que lo contrario del mileísmo no implicará el retorno de los kirchneristas, sino la formación de algo realmente antagónico y novedoso: “Un extremo centro”.
Las marchas en defensa de la universidad y la constitución de una especie de resistencia transversal que incluye mucho más que el tema convocante —también la cultura, los derechos humanos y el modo de tratar a los disidentes— es una foto que debería hacer pensar a la mesa chica de Balcarce 50, donde funciona una verdadera máquina de generar enemigos, donde todos los días se ordena fusilar en las redes a cualquiera, pero muy especialmente a los republicanos que no se cuadran, y donde se desprecia con deleite a los partidos políticos y, entre todos, a su verdadera “bestia negra”: el radicalismo. En ese petit comité, aledaño a la granja de trolls y youtubers más agresiva de la década —una especie de 678 de la era digital—, están convencidos de que vienen a demoler lo que denominan expresamente el “consenso alfonsinista”, un concepto sobre el cual se cimentó la democracia moderna. Es en ese despacho donde funciona la terminal de esta ultraderecha criolla y fashion que para eliminar lo malo suele cargarse también lo bueno, con un jefe de Estado —con perdón de la palabra— que es capaz de avalar frívolamente en X (ex Twitter) la imagen de una UBA incendiada. Cuidado, León, recuerde a La Bruyère: “Cuando un pueblo se exalta es difícil calmarlo; pero cuando está tranquilo es difícil saber cuándo va a exaltarse”.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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