El pan barato
Le escucho a Juan Manuel Gil la expresión «poner el pan barato» —que emplea varias veces a lo largo de una conversación privada y repite luego en la presentación pública de su estupenda novela La flor del rayo— y le pregunto por su significado exacto. Me explica que es una fórmula con la que en su Almería natal se refieren a la solemnidad o la vacuidad de ciertos discursos, ésos que despliegan quienes acostumbran a hablar mucho sin decir nada o, en el peor de los casos, predican algo muy distinto del trigo que luego ofertan. Es una buena expresión, ésta de poner el pan barato, para aplicársela a quienes en estos últimos años han reducido su discurso político hasta convertirlo en un absurdo en el que priman las chanzas sobre las propuestas, las ocurrencias absurdas y hasta infames —esos nombres de etarras que invocan como mantras por quienes ni conocieron ni padecieron los plomos terroristas y, lejos de arrepentirse de su osadía infortunada, se empecinan en repetirlos pese al disgusto de quienes sí fueron sus víctimas reales y sufrieron las consecuencias de sus actos más viles— sobre los análisis serios y los dictámenes rigurosos, y las acusaciones infundadas sobre la crítica legítima y razonada. A la vesania esperada de una ultraderecha a la que de forma tan insistente como irresponsable se ha dado alas con frivolidad temeraria, se suma la complicidad de una derecha que se denomina a sí misma moderada pero no tiene problema en comulgar con la maldad pura de quienes portan las banderas de la homofobia y el racismo, refutan la evidencia del cambio climático y reconocen sin ambages que en la España que aspiran a forjar sólo encontrarán cabida aquellos que compartan sus ideas trasnochadas y dementes. Está tan barato el pan que ofrecen, y es tan perniciosa su sustancia, que en el caso de que a finales del mes que viene se elija el camino a la derecha ni siquiera cabrá la opción de dejar en él miguitas que nos permitan, llegado el momento, desandar la travesía hacia lo inhóspito. Lo ejemplificó bien Borja Sémper en un acto que seguramente presumió locuaz y ha terminado por constituir, tristemente, uno de los mayores ridículos de su vida: la derecha sólo es capaz de ofrecer a España un horizonte de cartón piedra.
Una historia indescifrable
En el verano de 1930 vino Ramón Menéndez Pidal a mi pueblo para presenciar uno de los rituales más peculiares que se escenifican en el norte de España. Eran los tiempos del apogeo industrial y carbonífero, y aquel espectáculo que se organizó expresamente en su honor —el rito como tal se había celebrado al inicio de aquel mismo estío, en la noche de San Xuan— debió de resultarle hasta cierto punto extemporáneo, dado el contexto que lo envolvía. De hecho, unas jornadas después escribió en su diario: «En esta atmósfera de Mieres, agrisada por el humo carboniento de cien máquinas creadoras, los jóvenes entonan la canción más arcaica que puede resonar hoy en España: ¡Ay!, un galán d’esta villa.» ¿Lo era en realidad? Sabemos que Menéndez Pidal no hacía ascos a incurrir en invenciones si éstas servían al propósito de consolidar lo que él entendía que debía ser la idea de España, y lo cierto es que se carecen de referencias que permitan datar con exactitud la composición a la que se refiere. La primera mención que se conoce, de hecho, es la que hace Jovellanos en la octava carta que escribió a Antonio Ponz —las llamadas Cartas del viaje de Asturias— y donde explica que el romance en cuestión se usaba en ese tiempo, hablamos del siglo XVIII, como mero complemento a otras piezas de tipo bucólico y sarcástico, aunque pronto adquirió tal empaque que se convirtió en la melodía principal en torno a la que se desarrollaban las coreografías de los lugareños. No cabe descartar, dada la temática, que el meollo de la canción hunda sus orígenes en los tiempos medievales, pero parece bastante claro que debió de rehacerse y recomponerse en no pocas ocasiones a lo largo de los siglos. Eduardo Martínez Torner —musicólogo eminente y responsable de aquel espectáculo veraniego que se organizó para Menéndez Pidal en el Grupo Escolar Aniceto Sela— lo recogió en su cancionero y el filólogo, en un alarde de imaginación, lo presentó en su Flor nueva de romances viejos como uno de los textos que glosaban la vida y las andanzas de Bernardo del Carpio y lo consideraba «una reliquia de los antiguos cantos que en versos paralelísticos componían los juglares galaicoportugueses del siglo XIII y propagaban en sus viajes, no sólo por León y Castilla, sino hasta Navarra y Valencia». En una anotación preliminar reconocía que el poema era «una enorme serie incoherente de versos». En verdad, la narración se caracteriza por un enrevesamiento argumental que la termina haciendo indescifrable, lo cual permite concluir que al cabo del tiempo fue ampliándose con versos y temas procedentes de otros textos que se le incorporaron de manera espontánea hasta configurar un revoltijo en cuya ininteligibilidad reside, no se puede negar, su mayor gracia. Hay un caballero que llega a una villa en pos de una dama y se da de bruces con otra muchacha que le informa de que aquélla a la que busca se encuentra casada con un hombre que, para más inri, la maltrata, dado que tiene en tierras andaluzas a una amante que en esos instantes es la destinataria absoluta de sus quereres. El galán, lejos de arredrarse, pide a su informadora que conmine a su amada a un encuentro clandestino al pie de una fuente de agua fría y clara en cuya proximidad cantan las culebras. Al cabo, ve venir a la mujer a la que desea, con una alusión al «rey de Arabia» que acaso sea un modo de enfatizar su belleza, y después se nos dice que el galán en cuestión se llama Antonio, que le encuentro tiene lugar a una hora temprana del día y que en algún momento el protagonista de la historia había extraviado una medalla o una joya que ahora trae la mujer a la que busca. ¿Encuentra la chica esa alhaja al acudir a su encuentro o fue justamente al perderla y tener noticia de que una muchacha la había encontrado por casualidad cuando decidió ir en su búsqueda, quizá convencido de que aquello era una señal del destino y debía cortejar a la chica? La incógnita no se aclara, sino que se complica: de los versos que siguen puede colegirse que o bien la mujer halló la joya entre la hierba o bien se la requisó a su marido, quien a su vez la habría hurtado en Sevilla o Granada. De ser esta última opción la buena, cuesta entender por qué el tal Antonio se ofrece a comprarla en vez de limitarse a reclamar que se le devuelva lo que una vez fue suyo. Luego sale a colación una cinta o una saya que tampoco podemos saber de dónde procede, pero cuya posesión debe de estar vinculada a esos amores clandestinos. Poco importa porque enseguida hay un nuevo giro argumental: canta una culebra y Antonio se va la guerra, en lo que no sabemos si es una decisión derivada del encuentro al pie de la fuente o un nuevo retroceso en el tiempo. Esta posibilidad cobra sentido si se atiende a la mención que hay a unas cartas que éste enviaba a una mujer rogándole que no tomara marido en su ausencia. Hay también una alusión a «la Roma santa» a la que es complicado encontrar encaje, y acto seguido desaparecen de la escena el galán y la fuente, su joya y su cinta o saya, porque el romance se interna en un campo donde se celebra una romería a la que acude la mujer, de la que sin más explicación se nos cuenta que está embarazada. ¿Lo estaba desde el principio? Si fuera así, ¿por qué se nos había dicho que era una doncella la que se aproximaba a la fuente clara? ¿La dejó el galán embarazada allí mismo o la criatura era fruto de aquel marido que la ignoraba? ¿Las cartas que le enviaba se habían escrito antes o después del episodio del encuentro? Como incluso los propios autores debieron de concluir que el desaguisado era difícil de remediar, se inventaron un final lo suficientemente espectacular como para eclipsar todo lo demás: súbitamente, la mujer siente las contracciones del parto en plena romería y la mismísima Virgen se aparece para ayudarla a dar a luz. Es tan grande el berenjenal que, por muchas vueltas que se le dé, no hay forma de encontrarle el menor sentido. Supongo que ahí radica su magia. Si algún día lográramos entenderla, tal vez dejaríamos de cantarla.
Odiar un idioma
Hay que tener una mente muy estrecha para profesar odio a un idioma, y además hay que carecer del menor sentido del ridículo —y del conocimiento más elemental de los derechos constitucionales— para mostrar siquiera la intención de vetar cuanta manifestación intelectual, artística o creativa lo utilice como lengua vehicular. Hay que tener una idea de España muy limitada, muy pobre y muy poco patriótica para renegar de Rosalía de Castro, de Ramón Llull, de Fernán Coronas, de Bernat Dechepare, de Celso Emilio Ferreiro, de Josep Pla, de Gabriel Aresti, de Xosefa de Xovellanos. Hay que tener muy poca inteligencia para no entender que el español no es la única lengua de España, y hay que tener las miras muy cortas para enarbolar como estandarte una indigencia intelectual cuyo apostolado sólo puede entenderse desde una absoluta falta de autoestima.
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