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Sin cortes (El arca rusa, por Pablo Caldera)
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Sin cortes

El arca rusa (Aleksandr Sokurov, 2002) Tal vez tú también hayas visto cómo estos días se promocionaba en redes sociales una película que no es de próximo estreno, sino de 1948. Supongo que por aquel entonces los espectadores ya eran conscientes de que La soga estaba rodada en un plano secuencia. Yo, que creo haberla...

El arca rusa (Aleksandr Sokurov, 2002)

Querido Adrián:

Tal vez tú también hayas visto cómo estos días se promocionaba en redes sociales una película que no es de próximo estreno, sino de 1948. Supongo que por aquel entonces los espectadores ya eran conscientes de que La soga estaba rodada en un plano secuencia. Yo, que creo haberla visto al menos en dos ocasiones, conservo solo el recuerdo de la segunda: también conocía aquella vez esa información, y por ello dediqué la sesión a constatar que la película fue pensada para que todo ocurriese en una misma habitación y que Hitchcock consiguió rodar una larguísima secuencia trucada, y nada más. De la primera vez no recuerdo si me sorprendí o si admiré la calidad formal de la película, pero me inclino a pensar que no, que solo vi para certificar que lo que me habían presentado ocurría así, y que no hubo sorpresas —en todo caso, las sorpresas nunca merecen la pena en el cine—.

Quizás fue el recuerdo de La soga lo que me llevó a ver hace unos días El arca rusa, la película que Sokurov rodó en el Hermitage y —esta vez sí— en un íntegro y directo plano secuencia, lo que, al parecer, equivale a decir que la película no tiene montaje porque no pasó por ningún proceso de edición. Sin desmerecer el ejercicio de coordinación —la sinopsis señala 2000 actores y un centenar de técnicos—, no alcancé a comprender la fascinación de Sokurov por el movimiento, que no busca otra cosa que la seducción. Si bien montaje y edición están cerca, no son sinónimos ni implican lo mismo: el montaje también es algo estructural, y en ese sentido se puede decir que Sokurov no montó su película a posteriori, como de costumbre, sino sobre la marcha. Sin embargo, me sigue sorprendiendo cómo puede decirse que una película tan calculada, planificada en la cabeza del director de principio a fin, carece de montaje: ¿es que hace falta un corte, un microsegundo en negro, para encontrar la unión de dos imágenes? ¿No es el reencuadre un cambio de perspectiva y, por lo tanto, una forma de ensamblar dos imágenes desde lugares diferentes? ¿No dispone el espacio, y más un espacio tan monumental como el Hermitage, de ejes sobre los que plantear una sucesión de imágenes en relación? Quizás no te parezca correcta la afirmación, pero, en realidad, no hay película sin montaje. Sokurov, continuando con el legado de Tarkovsky, pretendía negar a Eisenstein, el maestro absoluto del montaje soviético; por eso nos cuenta la historia de Rusia sin aludir apenas a la época roja y por eso, monumentalidad y grandilocuencia aparte, está rodada en un único plano secuencia. Se dirá que negó el montaje, que lo consiguió por primera vez igual que se dice erróneamente que Hitchcock consiguió maquillar los cortes por primera vez.

***

De entre las múltiples formas de seducir al espectador con las que juegan las producciones actuales, quizás el plano secuencia sea la más repetida y pesada. La grandilocuencia narrativa en el cine siempre ha tenido sus puntos distintivos: planos abigarrados y barrocos, abuso de contrapicados, conversaciones grabadas con suaves movimientos de cámara —leves como el viento—, música estridente, luces de neón, planos secuencia sin motivo. Y digo sin motivo no porque crea que todo plano deba tener una justificación ética más allá de la estética, sino porque muchas veces, como me ocurrió a mí esta semana, ocurre que se vende todo a la velocidad ilusoria del plano secuencia y las películas pierden cualquier otro interés.

Godard decía que un plano no tenía que ser perfecto sino consistente para poder mantener al plano siguiente. Creo que esa idea de consistencia, que lleva implícita una concepción relacional del plano, no alude a una mera concordancia estética ni rítmica, no es una evolución natural de tonos cromáticos ni tampoco un truco para hacer invisibles los cortes y naturalizar la diferencia. Esa consistencia es más bien contención, es decir, un intento de sujetar la imagen expansiva. Entre dos imágenes que se relacionan entre sí hay una apertura, buscada por el espectador o mediada por el director. Cuando la película se concibe con una clara voluntad de apertura, es necesario, para que haya consistencia, que en ese espacio no se busque la dispersión sino el acopio. Un plano no es un cuadro, y por eso resulta absurdo plantear una iconografía de la imagen en movimiento, pero un exceso de movimiento como el de Sokurov precipita la inconsistencia. En todo caso, que un plano secuencia infinito sea inconsistente no significa que el resultado sea incoherente, sino que la necesidad artística se encuentra supeditada a una cuestión técnica, y la técnica siempre es expansiva.

El entierro del conde de Orgaz (El Greco, 1587).

Imagino que alguien acude con una cámara a la Iglesia de Santo Tomé, en Toledo, y se coloca delante de El entierro del conde de Orgaz. Como el cuadro está dividido en dos partes —terrestre y celeste—, el cineasta decide comenzar a grabar por la parte inferior, por la capa pluvial de San Agustín, y planea un movimiento lento y ascendente, con breves incursiones a izquierda y derecha para mostrar las caras de los asistentes al funeral. Cuando llega a la figura superior del cuadro, la de Jesús, apaga la cámara. Imagino que, de ese ejercicio, ha obtenido un plano sin cortes de hora y media que recoge todos los detalles del cuadro de El Greco. Me pregunto si habría realmente relación entre los elementos del cuadro o si todo quedaría en la superficie.

Un abrazo,

Pablo

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Pablo Caldera

Pablo Caldera (Madrid, 1997); graduado en Filosofía y estudiante del Máster en Historia del Arte Contemporáneo y Cultura Visual.

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